Estoy seguro de que seré una de las pocas personas que podrá decir que vio Todo por la taquilla dos veces: el miércoles, antes de una rueda de prensa en la que todo el mundo huyó sin hacer absolutamente ninguna pregunta, y este viernes, en un estreno comercial en el cine Galerías Avila en la que estaban otras tres personas y yo. Por eso digo que, en una sociedad en la que cualquier bolsa organiza una conferencia para disertar sobre las claves de su éxito (a Ismael Cala ahora se le unió hasta el pelado de Open English), este tipo de fracasos me resultan profundamente poéticos.
Todo en Todo por la taquilla es un círculo perfecto, empezando por el magnífico título, concebido para generar un despiste total. Es una película de bajísimo presupuesto sobre cuatro tipos (un solitario sexual de cabello muy grasoso, un mariguanero veterano, un galán de pacotilla y un rockero tropical) que hacen una película de bajísimo presupuesto (específicamente, un western en Niquitao). El director Héctor Puche pronostica su propio futuro en uno de los diálogos finales: “En la sala de cine nadie nos paró bolas” (el resultado siguiente, un triunfo en el mercado alternativo de los quemaítos, puede ser interpretado como otra fina ironía). Estoy seguro de que alguien muy respetable saldrá en los próximos días diciendo que este, en realidad, se convertirá en un filme de culto.
En una de escenas culminantes, bajo un filtro verde, un porro es presentado como una Miss Venezuela en traje de gala. Hasta los pelones de continuidad son grandiosos. Al director pajizo, en un parador de carretera, le venden una arepa podrida especialmente preparada para clientes fastidiosos, y luego uno se queda esperando la generosa pirotecnia flatulenta de otras escenas previas.
Desde el punto de vista del crítico, no hay manera de esgrimir un argumento contra Todo por la taquilla. Con el prodigio de la comedia en la que nadie ríe, Puche se les reirá en la cara a todos. Siempre podrá responder que ha finiquitado el más elaborado retrato de la venezolanidad, del rancho mental. La película sobre la filmación de la primera película criolla de vaqueros (en realidad se les adelantó aquel comercial de Open English de “coman mamey”) pasará a la historia, además de por el papel del cantante Colina como sonidista ciego, por parafrasear aquella cinta de John Cassavetes, Una mujer bajo influencia. Fue filmada y, sobre todo, armada en el cuarto de montaje bajo pública y notoria influencia de sustancias psicoactivas.