Opinión

La maldición de la palabra

Saben que de nada sirve. Saben que con realizar 4.233 fiscalizaciones, detener a 23 personas más y decomisar 47 mil artículos de unos constreñidos inventarios de productos de higiene personal no van a acabar con la escasez ni van a levantar la producción nacional.

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Saben que las acusaciones, recriminaciones, inspecciones, ocupaciones, detenciones y persecuciones no harán funcionar a 100% de capacidad la industria nacional y, sin embargo, tienen que continuar el show, tienen que mantener el espectáculo para crear un mundo que reproduzca la guerra económica, el boicot de la derecha, el ataque del imperio. Es el universo como imagen especular de la palabra. Es un país condenado a convertirse en el reflejo de un discurso delirante, una sociedad obligada a imitar y asemejarse a un cuento que se inventaron unos pocos, a reproducir una indigestión de palabras que dan pasmo, a calcar una palabrería interminable que ahoga por su cursilería, insolencia y desparpajo.

El mal de la locuacidad y la verborrea no es, sin embargo, un mal exclusivo de nosotros los venezolanos sino característico de casi todos los latinoamericanos. Refiere una anécdota de Winston Churchill que en una oportunidad el primer ministro británico se excusó de hablar durante una hora porque no había tenido tiempo de preparar un discurso de cinco minutos. Contrario a la precisión y concisión sajona, los latinoamericanos hemos sido, no sólo excesivamente complacientes, sino admiradores de los picos de oro, del hablador de paja. Fidel Castro comenzó su discurso de cuatro horas y media en las Naciones Unidas diciendo que trataría de ser lo más breve posible. Cristina Fernández imitó a Chávez y Castro inaugurando la sesión del congreso de 2012 con un discurso de tres horas y veinte minutos, el mismo año en el que Hugo Chávez batió todos los records con una perorata de casi diez horas. La maldición discursiva que agobia a los latinoamericanos tiene consecuencias opuestas pero igualmente perniciosas. Una es la disociación entre la palabra y la acción, la distancia entre el dicho y el hecho, el mundo populista de los castillos en el aire y la promesa incumplida. Otra consecuencia, contraria pero, tal vez, peor que la anterior, es la necesidad de los mandones de tergiversar la realidad para acomodarla a sus palabras. Es tan aguda la disociación, que la única manera de disminuir la disonancia cognitiva es creerse las propias palabras manipulando el mundo a imagen y semejanza del propio dislate y desvarío.

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