Opinión

Poder supersticioso

En este artículo, Ramón Guillermo Aveledo nos recuerda que el poder personal, concentrado e ilimitado, ha sido superado por la humanidad gracias a un aprendizaje, muchas veces costoso en dolor y ruina

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poder

Con motivo de la irónicamente llamada Ley Antibloqueo para el Desarrollo Nacional y la Garantía de los Derechos Humanos, el primer monologuista nacional ha emitido declaraciones de la guisa de “…esa ley la redacté yo como Presidente-Pueblo…” y nos recuerda, así, episodios de la historia universal, los más con trágicas consecuencias. Recurso lamentablemente innecesario para ilustrar lo que estamos padeciendo los venezolanos en estas dos décadas larguísimas de retroceso cada vez más acelerado, declive cada vez mayor y empobrecimiento más profundo.

El poder personal, concentrado e ilimitado, ha sido superado por la historia de la humanidad, gracias a un aprendizaje, muchas veces costoso en dolor y ruina. Esa noción omnipotente de los absolutismos en monarquía o tiranías republicanas, por superstición, locura o ideología ha sido sustituida por los métodos siempre imperfectos del Estado de Derecho y la democracia. Imperfectos en cuanto obra humana, pero abiertos a la posibilidad de corregir y mejorar. En política, jamás lo olvidemos, no hay promesa más mentirosa y peligrosa que la de la perfección.

El mandamás que legisla, gobierna y juzga es una pieza arqueológica, un espécimen artificial del Parque Jurásico antipolítico, porque se traga tres siglos de separación de poderes y milenios de experiencia histórica de la especie humana.

No exagero. El sabio y justo Salomón sigue siendo recordado con admiración, tres mil años después, por ser excepcional. Tenía tanto poder que podía decidir cortar en mitades a un niño cuya maternidad disputaban dos mujeres. Sus Proverbios eran consejos morales con poder vinculante. Al rey de Castilla en el siglo XIII, Alfonso X lo llamaban “El Sabio”, dictó sus Partidas para unificar el Derecho de su reino y con ellas se gobernó en América, Venezuela incluida. Rey –legislador fue en los mil setecientos Federico El Grande, rey de Prusia, enterrado con sus amados perros en su palacio, el nazismo lo usó abusivamente como ejemplo, legitimador del Führerprinzip. General revolucionario, Bonaparte dio un golpe para ordenar el caos, con la excusa de lo cual se cargó los sagrados principios de “Libertad, Fraternidad e Igualdad” y en trance de proclamarse Emperador dictó su “Código Napoleónico”. Mussolini dictó en 1925 y 1926 sus “leyes fascistísimas”, pero no cometió la impropiedad de esconder el papel en ellas de un jurista servil de su confianza como Alfredo Rocco.

Lea también, del mismo autor: Soluciones para variar, piden los venezolanos

Aspirar hoy a meterse en esa lista, sea coleado o por méritos, es un despropósito con serio riesgo de ridiculez monumental.

Transcurrida la historia, los ejemplos de gobernantes legisladores pertenecen a la idea del poder absoluto, superada por anacrónica o a supersticiosos delirios de lo imposible. El rey filósofo fue una quimera platónica. La ubicó en Calípolis, la ciudad ideal que inventó en La República. La desoladora verdad, dice Popper, es que al menos nueve tiranos fueron sus discípulos, dado que si algo resulta dificilísimo es “la selección de los hombres más aptos para recibir el poder absoluto”.

La Constitución española de 1978, es verdadera excepción histórica por su duración, la mayor de una carta democrática y ya casi pareja con la de 1876 por canovista pactista, que rompe el maleficio de la inestabilidad violenta. Sus padres nos legan, sumada a la lección de su experiencia, la de su saber. Formaron, como debe ser, una comisión plural para la ponencia, con tres centristas y uno por cada uno socialista, nacionalistas y derechistas. Gregorio Peces Barba, socialista, habla de los sacrificios de su partido a favor del consenso y de los valores “inspirados en parte por nosotros” y aceptados por todos, “sentaron las bases para una España civil”. Manuel Fraga Iribarne, con una cabeza mucho mejor organizada que su temperamento, tras recordar, Montesquieu mediante, el “no hay ideal político que pueda sustituir a la moderación” de Ruiz del Castillo, nos dirá “Por eso, también, nunca los radicalismos han servido de base a una Constitución duradera. Los estados necesitan asegurar a la vez la continuidad y la reforma; la libertad y sus límites, para garantizar la libertad de los demás; un poder eficaz, y a la vez sus contrapesos, para evitar el abuso del propio poder”.

Vale allá y aquí. Vale entonces, ahora y siempre.

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