De Interés

Rafaela Baroni ha vuelto a morir

La muerte de la artista plástica Rafaela Baroni esta semana llenó de luto a la comunidad venezolana. En El Estímulo la recordamos bajo la mirada de una crónica publicada en junio de 2009 en el libro Desvelos y Devociones editado por la Fundación Bigott

Rafaela Baroni
Archivo
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“Rafaela ha muerto”, escuchó sin poder moverse. Sin signos vitales que les mostraran a los médicos cuán errados estaban, Rafaela Baroni era en ese momento una mujer que acababa de morir a sus 33 años de edad. El torbellino de sus pensamientos no correspondía con la rigidez de su cuerpo. Quería gritarle a quienes la rodeaban que no lloraran, que ella estaba viva, aunque un médico les hubiera dicho lo contrario.

Pronto dejó de ser consciente de lo que pasaba a su alrededor y poco a poco las voces empezaron a silenciarse. La oscuridad se impuso por un momento y sólo desapareció cuando una fuerza hizo que Rafaela se desplomara estrepitosamente en un mar embravecido que trataba de tragarla y que, después de un largo rato, la arrojó a la arena y a un fuego ardiente del que asegura salió de la mano de la Virgen. Las voces volvieron, pero Rafaela percibió que ya no estaba en el hospital. Por el olor a flores dedujo que la estaban velando y que luego sería el entierro.

Rafaela Baroni ya ha muerto dos veces. A los 11 años fue dada por muerta por 24 horas cuando un ataque cataléptico la paralizó por completo, borró de su cuerpo los signos de aparente vida e hizo que su madre llorara la muerte de otra de sus hijas en menos de un año. En ese momento Rafaela era una niña como cualquiera en el pueblo de Jajó. Su vida transcurría al lado de cinco hermanos que, agolpados en una mesa, miraban el fogón donde su mamá cocinaba media arepita para cada uno de ellos. Ayudaba a su madre en la confección de piezas de anime para vender, lo que le despertó desde muy temprana edad la vena artística, pero lejos de ser reconocida por eso, Rafaela pronto sería el centro de atención de aquel pueblo que con curiosidad se le acercaría para ver a la niña que volvió a la vida.

Con el cuerpo muerto pero la mente viva, Rafaela recordaba cómo de niña había escuchado al médico del pueblo darle la noticia a su madre de que inconfundiblemente la hija había muerto, mientras el cura que acompañaba a la familia se abría paso entre los hermanos que sollozaban a su alrededor para así cumplir con el deber de colocarle los santos óleos a la recién difunta.

Pero la primera vez que se la dio por muerta no presenció un mar enfurecido ni un fuego ardiente. Todo fue muy distinto. Cuando dejó de escuchar las condolencias de los vecinos y comenzó a sentir los ramos que se agolpaban sobre su cuerpo, Rafaela emprendió el viaje “más feliz de su vida”. Entró a un largo túnel que, lejos de ser oscuro, estaba formado por innumerables árboles que dejaban filtrar una luz cálida y brillante que señalaba el camino. Empezó a avanzar por el sendero entramado del laberinto, pero no lo hacía sola, iba acompañada por un par de ángeles que le seguían como dos guardaespaldas que buscaban llevarla a salvo; uno de ellos se le acercó y sin mediar palabra le entregó un vestido azul para que lo usara. En ese mismo momento desaparecieron los ángeles, el túnel y la paz del lugar. La niña estaba despertando.

Al levantarse de la tumba, colocada en medio de la sala de su casa, Rafaela vio cómo el cuerpo ligero de su madre cayó estrepitosamente hacia el piso de cemento luego de que la aturdiera con un inconfundible grito de pavor. Nadie se fijó en la mujer que yacía inconsciente en el piso, pues todas las personas que lloraban la muerte de la niña corrían despavoridas hacia la puerta de madera vieja por la que horas antes habían entrado con numerosas flores y sentidos pésames.

Rafaela recordó todo esto mientras esperaba despertar antes de su entierro 22 años después. “No tengo miedo a morir, aunque me desagrada la idea de ser enterrada viva”, pensaba mientras sentía que ya terminaba su velorio. La cómoda urna donde se encontraba acostada era cargada por cuatro hombres hacia el carro fúnebre estacionado al otro lado de la calle.

Por paradojas del destino Rafaela no fue trasladada al cementerio de Valera, sino que el coche, que en principio la llevaría hasta el lugar donde ya se encontraba cavada su tumba, se desvió hacia Boconó pues al hospital se le había pasado por alto expedir el acta de defunción. Pasaron un par de horas antes de que el carro que llevaba la urna de Rafaela se detuviera. Habían llegado al hospital y entre cuatro hombres empezaron a cargarla para que le hicieran la autopsia y de nuevo llevarla a Valera para enterrarla.

Rafaela supo de inmediato que se encontraba en la morgue. La sensación de frío que corrió por su cuerpo al ser tirada en la camilla de hierro la enfureció. “No respetan a los muertos, me tiran como si fuera un perro”, pensó, mientras al frente de ella uno de los hombres que se encontraba en la sala la vio moverse e interrumpiendo la conversación de sus dos compañeros se precipitó a decir: “¡La señora está viva, traigan a un médico!”.

Después de 72 horas de haberla declarado muerta, Rafaela empezó a recobrar el control de su cuerpo. Los brazos y las piernas despertaron al mismo ritmo que su pulso, pero algo no andaba bien: no podía hablar. Fue trasladada al psiquiátrico de Lídice en Caracas y por más de 15 días Rafaela no emitió palabra. El shock tardó mucho en pasar.

A sus 64 años, Rafaela ha construido en su casa ese túnel entramado de árboles que vio de niña y lo atraviesa con felicidad cada mañana mientras reza por la salud espiritual de todos los que la visitan. Las experiencias con la muerte le han dado cierto poder premonitorio. “He aprendido a leer a las personas que vienen a verme, sé si están tristes, si se van a casar o si van a tener hijos”, asegura.

Si existe alguien que proyecte vida es Rafaela Baroni. Recibe a sus visitantes con cantos, cuentos y bailes, igual que cuando expone sus obras en las galerías de arte. Y es que Rafaela ha sido reconocida en todo el país como la mayor exponente del arte popular andino, lo cual se puede constatar con sólo visitar su casa, abierta a todos los que deseen ir.

Su pasión ha sido tallar ángeles, santos y vírgenes, aunque muchos coinciden en que cada una de sus obras tiene el sello de Baroni estampado en el rostro. Ver las facciones de sus tallas es simplemente verla a ella; mismos ojos negros, misma cabellera, mismo rostro fuerte marcado por los años. Rafaela cree que sus experiencias con la muerte han marcado su trabajo artístico, aunque sólo comenzó a tallar a los 44 años, cuando recuperó la vista después de dos años de ceguera. “La Virgen de los Milagros me devolvió la vista y por eso la tallé”, cuenta mientras observa la escultura con la mirada del que ve su obra por primera vez. “Anda, cantemos el himno para que todos te escuchen”, le susurra Rafaela a uno de los más de diez loros y guacamayas que junto a perros, monos y gansos forman un pequeño zoológico en el patio de su casa. Ante la risa de todos, el loro empieza a entonar: “Glooooooooriaaaaaa al braaaaavoooo pueeeeeblo…” y Rafaela lo acompaña con la melodía. La hace feliz divertir a las personas que la visitan.

Las puertas del Paraíso de Aleafar, la casa de Rafaela, siempre se abren a cualquiera que desee pasar a conocerla un poco más. Sus tallas se encuentran resguardadas por los muros de la casa, aunque la que más interés despierta en los visitantes es una obra que está en un pequeño cuarto construido en el centro del patio. Entre ese grupo de curiosos está un pequeño niño que después de jugar con los perros y hablarle a las guacamayas centra su atención en el interior de esas cuatro paredes.

“Mami, ¿qué es eso?”, pregunta intrigado el niño que, con la nariz pegada al vitral de la ventana, mira una larga caja de madera que se encuentra en el interior de aquel cuarto. “Es la urna de la señora Rafaela Baroni”, responde la madre indiferente. Esa urna de madera maciza que se roba la atención del pequeño fue tallada por su propia dueña. Rafaela no quiere que se preocupen por los preparativos de su muerte, lo tiene todo planeado, hasta el vestido azul que piensa usar en su velorio lo colocó dentro de lo que será su lugar de descanso. Solo ha dado una orden para el que vaya a despedirse de ella: “No quiero que mi velorio se preste para beber licor, eso me enfurecería tanto que juro que me paro y los saco a todos”.

***Crónica publicada originalmente en junio de 2009 en el libro Desvelos y Devociones de la fundación Bigott

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