Opinión

Salario universal y reducción de las jornadas: propuestas del papa Francisco

El líder de la iglesia católica propone acciones globales para asegurar ingresos dignos a los trabajadores en estos tiempos duros. Mientras, la Organización Mundial del Trabajo (OIT) alerta que muchas de las personas que logren obtener o conservar su empleo no estarán exentos de caer en la pobreza, porque la pandemia también se encargó de derrumbar los ingresos de los trabajadores, así como de disminuir el número de horas de trabajo.

Salario universal
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El pasado sábado 16 de octubre, en el marco de la segunda sesión del IV Encuentro Mundial de Movimientos Populares, el Papa Francisco se pronunció a favor de “un ingreso básico (el IBU) o salario universal, para que cada persona en este mundo pueda acceder a los más elementales bienes de la vida”.

Además, nos invitó a analizar “seriamente” la propuesta de “la reducción de la jornada laboral”, porque en la opinión del sumo pontífice, no es justo que hayan “tantas personas agobiadas por el exceso de trabajo y tantas otras agobiadas por la falta de empleo».

Parece muy claro entonces que detrás de ambas propuestas, lo que se esconde es el deseo de impulsar una política social redistributiva, en la que, por un lado, se reconozca el derecho de los ciudadanos a recibir del Estado un salario universal o pago periódico, sin ninguna condición o requisito previo; y por el otro, se reduzcan las jornadas laborales, con el fin de repartir las horas disponibles y, con ello, generar más puestos de trabajo.

Ambos planteamientos surgen en medio de una profunda crisis mundial del empleo, causada por la pandemia del Coronavirus, cuyos datos y características, han sido descritas en un reciente informe de la Organización Internacional del Trabajo, intitulado «Perspectivas Sociales y del Empleo en el Mundo: Tendencias 2021«.

En dicho estudio, la OIT advierte que, en el próximo año, los desempleados en el mundo podrían alcanzar a las 205 millones de personas, es decir, 18 millones más de las que había en 2019, siendo América Latina, Europa y Asia Central, las regiones más afectadas del planeta.

Pobreza como pandemia

Además, según ese mismo organismo internacional, muchas de las personas que logren obtener o conservar su empleo, no estarán exentos de caer en la pobreza, porque la pandemia también se encargó de derrumbar los ingresos de los trabajadores, así como de disminuir el número de horas de trabajo.

Por esa razón, el nerviosismo del papa Francisco pareciera estar más que justificado, porque si algo nos ha enseñado la historia, es que los grandes desequilibrios sociales actúan como agujeros negros capaces de devorárselo todo.

Ahora bien, a propósito de las propuestas del Papa, lo primero que habría que apuntar, es que la preocupación de la Iglesia por los derechos de los trabajadores, no es, desde luego, un asunto nuevo. Trae antecedentes de la histórica Encíclica del papa León XIII, Rerum Novarum, de 1891, a partir de la cual la Iglesia empezó a ocuparse de la “cuestión
social”.

En aquella oportunidad, el aporte de los católicos en las relaciones laborales fue fundamental, por ejemplo, para reducir las largas y extenuantes jornadas de las dos primeras revoluciones industriales, así como para impulsar el derecho de asociación de los trabajadores.

A partir de ese momento, la preocupación por los derechos laborales no dejó de gravitar en el Palacio Apostólico, hasta que, con el tiempo, su influencia se haría sentir en diversas legislaciones del mundo, que comenzaron a limitar sus jornadas a 8 horas diarias, así como a reconocer el derecho de libertad sindical.

El trabajo precario se generaliza en varios países, especialmente latinoamericanos, donde los ingresos poco alcanzan para una subsistencia digna.

La injusta inequidad

Ya en 1931 y en medio de una gravísima crisis del empleo, provocada -en aquella ocasión- por la Gran Depresión de 1929, la Iglesia volvió a ocuparse del asunto, a través de otra inolvidable Encíclica social: la Quadragésimo Anno, que sirvió para conmemorar los primeros 40 años de la Rerum Novarum.

En aquella Carta Papal, que se adoptó en medio de una situación que -al menos en materia de empleo- podría asemejarse mucho a la crisis de nuestro tiempo, Pío XI nos dejó una importantísima reflexión, que continúa aún vigente. Dijo en aquel entonces el papa que “cualquier persona sensata ve cuán gravísimo trastorno acarrea consigo esta enorme diferencia actual entre unos pocos cargados de fabulosas riquezas y la incontable multitud de los necesitados”.

Ha de suponerse entonces que aquella vieja preocupación de Pio XI, es la misma que está agobiando ahora mismo al papa Francisco, porque el sucesor de Pedro sabe perfectamente los peligros que se avecinan, ahora que nos toca reponer los daños económicos causados por el Coronavirus, y que las desigualdades y la pobreza en el mundo, se han elevado ostensiblemente.

Trabajo digno

¿Qué hacer entonces frente a ello? La respuesta parecía tenerla el propio Vicario de Cristo, en su Carta Encíclica: Fratelli Tutti, cuando atinadamente señaló que el antídoto más eficaz frente al flagelo de la pobreza es un trabajo digno y bien remunerado; o “decente”, para decirlo en la terminología de la OIT.

En efecto y como bien nos lo recordaba en estos días el Padre Luís Ugalde, a través de un lúcido artículo suyo, intitulado: “Trabajo y Vida”, en Fratelli Tutti, el propio papa Francisco dijo textualmente que “el gran tema es el trabajo… esa es la mejor ayuda para un pobre, el mejor camino hacia una existencia digna. Por ello -insistió- en que «ayudar a los pobres con dinero debe ser siempre una solución provisoria para resolver urgencias. El gran objetivo debería ser siempre permitirles una vida digna a través del trabajo”.

Sin embargo, el papa ahora nos invita a reflexionar sobre dos propuestas que pudieran ir a contrapelo de su propia Encíclica. Y lo digo porque si hay un riesgo que comparten ambos planteamientos (salario universal y reducción de las jornadas), es, precisamente, el de desestimular a las personas a que trabajen.

Contrastes inesperados

En efecto, ya hemos visto, por ejemplo, cómo en los Estados Unidos de América, las ayudas extraordinarias por desempleo, otorgadas en el marco de la pandemia, coincidieron con un fenómeno que el profesor de la Universidad de Texas A&M,
Anthony Klotz, calificó como «La Gran Renuncia», la cual llevó a más de cuatro millones de trabajadores en ese país, a retirarse voluntariamente de sus puestos de trabajo.

Además, observamos también cómo en ese país norteamericano se produjo una escasez generalizada de trabajadores para cubrir las vacantes disponibles. Y aunque no existe evidencia irrefutable que demuestre la relación entre las ayudas por desempleo y la escasez de trabajadores, no sería sensato restarle importancia a tan extraordinaria coincidencia.

Por su parte, una reducción generalizada y por vía legislativa de los límites de las jornadas, con el fin de repartir el trabajo y de generar más empleo, no deja de ser también una medida bastante arriesgada y peligrosa. Además, no olvidemos que eso ya ha sido experimentado por varios países (incluido Venezuela), sin que se hayan alcanzado los resultados esperados.

En efecto, la reducción de las jornadas, no solo podría terminar afectando la productividad de los pueblos, sino impedir su expansión económica, el desarrollo de nuevas industrias y su capacidad para competir en un entorno internacional, cada vez más competitivo.

Quizás por ello, el Convenio 47 de la OIT, sobre las cuarenta horas, adoptado en 1935, para enfrentar la crisis que nos dejó la Gran Depresión, no fue recibido con tanto entusiasmo por la Comunidad Internacional (apenas 15 países lo ratificaron, sin que figurase ninguna nación latinoamericana).

Menos horas, más puestos

En aquella ocasión, la OIT intentaba persuadir a sus miembros a reducir las jornadas, para repartir las horas de trabajo disponibles entre más personas, en un momento en el que el mundo transitaba por una de las peores crisis económicas de la historia.

Otra cosa muy diferente, ha sido la reducción temporal y concertada de las jornadas laborales, por la vía de la negociación colectiva, que se ha utilizado exitosamente en algunos países, para enfrentar la crisis sanitaria. Pero una reducción generalizada y permanente de la jornada podría ser bastante contraproducente.

En nuestra Venezuela, la sugerencia del papa no luce nada conveniente, no solo para el país maltrecho que hoy tenemos, sino, sobre todo, para el que tendrá que surgir algún día, cuando esta tragedia -denominada Socialismo del Siglo XXI- termine.

Esto así, porque no debemos olvidar que fue precisamente nuestra ancestral dependencia a los planes sociales, retratada hoy en día en los inefables CLAP (comités del partido de gobierno encargados de vender comida subsidiada), lo que nos empujó a ser un país poco productivo, paternalista y, peor aún, de los más pobres del planeta.

Papa Francisco
Las admoniciones del papa Francisco sobre temas sociales se vuelven más pertinentes en estos oscuros tiempos de crisis económica global, con duro impacto social.

Trabajo como castigo

Y es que, aunque duela decirlo, entre nosotros los venezolanos, el trabajo fue siempre concebido más como un castigo, que como un modo para liberarnos de la pobreza. Por eso, lo que necesitaremos en el futuro serán políticas que estimulen el trabajo y no que lo desalienten.

Por otro lado, Venezuela ya experimentó una reducción de la jornada laboral por la vía legislativa en 2012, con terribles consecuencias para la productividad y las relaciones laborales del país.

Y tenemos prohibido olvidar que aquella propuesta de las “40 horas semanales y dos días consecutivos de descanso”, vino acompañada de una falsa promesa de creación de miles de puestos de trabajo, que nunca llegaron.

Lo que sí no demoró en llegar, fue la petición de los sindicatos del sector público, para alcanzar un tercer día libre a la semana en las convenciones colectivas, mientras la economía del país se hundía en la más profunda crisis de su historia.

Por eso, si bien comparto la preocupación del Papa, así como sus ideas acerca de la necesidad -hoy más que nunca- de proteger a los trabajadores y de promover la justicia y el equilibrio social, pienso que la mejor manera de hacerlo es mediante políticas que promuevan el trabajo productivo y que fomenten la inversión privada. No a través de medidas que desestimulen el trabajo y le pongan más carga a los Estados.

Además, pienso que el Papa debería ser un poco más cuidadoso con lo que dice, no vaya a ser que sus planteamientos sirvan de alimento a los infaltables populistas, que no perderán la oportunidad de la pandemia para pescar en río revuelto.

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