Venezuela

Sembrar, cosechar, comer

Es sencillo dejar de asombrarse en las ciudades. Sumergirnos en el tráfico, las horas pico y los horarios de oficina, a veces nos puede hacer olvidar lo maravilloso de lo más elemental. Les cuento cómo y dónde me reencontré con mi capacidad de asombro.

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FOTOGRAFÍA: DAGNE COBO BUSCHBECK

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enemos 291 días de viaje y desde la semana pasada aprendemos del campo en Tubildad, a seis kilómetros de Quemchi, un pueblo pequeño en la isla Chiloé, al sur de Chile, luego de estar cuatro meses en Santiago.

La granja «Los tres hermanos» nos recibió como voluntarios para ayudarlos en las tareas diarias de sus 25 hectáreas, un número que parece poco, pero es lo suficientemente grande para cruzar la carretera, ser atravesada por un río, tener un bosque nativo y mucha fauna silvestre.

No dormimos en la casa principal, sino en una cabaña construida en un árbol. Estoy segura que no suena tan maravilloso como es, yo misma no me creía la luz suave y persistente que le alumbraba las esquinas cuando me la encontré de frente, al borde de un sendero rodeado de árboles centenarios.

Un puerta de madera raspa el piso alfombrado de la única habitación que sirve de salón, comedor y cocinita. Tres ventanas rectangulares dejan pasar la luz que sobrevive al filtro de las copas de los árboles y una escalera descansa sobre el techo que se abre como una tímida invitación. Arriba, el ático, con un colchón de dos plazas y muchas cobijas -aquí se detuvo el tiempo en la primavera-, se convierte en nuestro descanso.

Estoy segura que por más que se la describa detalladamente, no lograré que se sorprendan tanto como si la vieran. Pero me gustaría que hicieran el intento.

La capacidad de asombro es algo que siempre he atesorado, especialmente luego de que hace unos años un profesor de la universidad dijera en clase que el periodista no podía perderla. 

En el ejercicio de la profesión entendí que para eso hay que sortear la dinámica del diarismo, las mañas de las redacciones y los vicios de las pautas. 

Pero no es fácil, ante las injusticias y las atrocidades, creas una capa, un escudo protector que te impermeabiliza el raciocinio y el corazón de la lluvia de malas noticias.

El efecto secundario de esta medicina es que te puedes acostumbrar, no sólo como periodista, sino como ciudadano, a las quejas, los reclamos, incluso a los insultos y las ofensas, a la arrogancia del que cree que lo ha visto todo, del que cree saberlo todo.

Sabes que es mentira, pero el ego juego sucio y golpea bajo.

Frente a esto, aprender de la tierra ha sido mi antídoto: el ajo se siembra a finales del verano para que tenga tiempo de germinar en las altas temperaturas y de crecer con las bajas; las vainas verdes de las habas se pintan de cobrizo cuando están listas para la cosecha; las hojas de las papas se marchitan luego de florecer para avisar que hay que escarbar para sacarlas; las cabras entran en celo al destetar a sus crías; los conejos recién nacidos se llaman gazapos y tardan nueve días en abrir los ojos; los pollos de campo en seis meses pesan, más o menos, un kilo y medio, los de engorde, llegan a ese peso en 60 días.

Pero a pesar del conocimiento, el clima es caprichoso y la tierra su mejor cómplice. Sin anestesia, todo puede cambiar. Las reglas de una geografía no aplican para otras, las semillas de un lugar no sirven en uno nuevo, las plagas invaden, los nombres cambian, se desconocen.

Ante esto, la adaptabilidad, seguir sembrando pensando en la cosecha para tener comida sobre la mesa. Sembrar, cosechar, comer. Una ecuación tan sencilla como elemental, en la que, sin embargo, caben todas las sorpresas, desde un mix de lechugas frescas, hasta un montón de estrellas que alumbran el cielo añil.

No parecieran cosas fuera de lo normal, las vemos en el supermercado, en cualquier ciudad, y como son tan cotidianas se nos olvida todo lo que pasa para que sucedan, toda la dedicación, el tiempo y la intuición casi mágica que hay detrás.

Me sorprendió la casa del árbol, no hay pánico a su silencio y profunda oscuridad, me sorprenden nuestros anfitriones que frente al trabajo, trabajan sin tregua ni descanso,  me sorprende el aplomo con el que Miguel asume el caos, me sorprenden los pavos que abren los picos y carraspean intimidantes aunque saben que están en desventaja.

Me sorprendo, me esfuerzo en hacerlo, en no acostumbrarme, en despertar las mariposas amarillas y hacerlas volar dentro de mi estómago, dejarlas moverse entre mi piel, pasear por mi piernas, recorrer mis brazos, sentir que el corazón danza su propio baile de ritmos que no saben de compases o géneros musicales.

Viajo para sorprenderme porque me gusta emocionarme ¿a quién no?

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