Opinión

El cinetismo zombie

Se niega a ser enterrado y anda por ahí como un muerto viviente impulsado por la imitación, la banalización y la impostura. Pero, sobre todo, por el juego mercantilista de la nostalgia. Elías Aslanian va contra todos aquí: es contigo venecopop

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Muerto en vida, cavando con sus uñas largas desde la tumba y surgiendo recubierto con la tierra del cementerio, surge el cinetismo zombie para espantar por los suburbios: es la mascarada de los muertos, la pestilencia sofocante en el aire, que aterroriza tu urbanización. It’s thriller night! Es un estilo de arte que se niega a ser enterrado de una vez por todas: una simulación continua, casi plagiada, del espíritu de otros tiempos.

El cinetismo zombie acecha por toda Caracas. Acecha por los rincones de la diáspora: es una explotación descarada de la nostalgia por el país que se dejó o por aquellos tiempos viva la pepa de Viasa y Miss Venezuela. La tienda Perry Ellis del Tolón decora su vitrina con una imitación de Cruz-Diez. Instagram me recomienda comprar una toalla de una cromointerferencia de Cruz-Diez: un niño en la playa la lleva encima. En la página web Redbubble puedes comprar un vestido del piso de una cromointerferencia con la palabra “VZLA” escrita encima varias veces. También puedes comprar un bolso y una funda de cama con el piso de Maiquetía. En Twitter, un usuario pone fotos de un maniquí con un bóxer con un estampado de una obra cinética.

“Me lo mamas en Cruz-Diez”, escribe.

Y eso es solo la superficie comercial, el trato inofensivo del marketing, del cinetismo zombie. Un paseo por cualquier galería, en algún centro comercial del este de Caracas o de las Little Caracas en el exterior, bastará para revelar el lado siniestro: un mundo de artistas desconocidos cuya obra es prácticamente indiferenciable de la de Cruz-Diez o Soto (los otros artistas cinéticos, al no compartir los mismos niveles de fama, no han engendrado sus camadas de artistas wannabes). Hay “Cruz-Diez” pero en nuevas formas geométricas, hay “Cruz-Díez” hecho en tela, hay “Cruz-Diez” hecho un Ávila tridimensional. Hay vacas mariposas cinéticas y también el Salto Ángel. Hay copias idénticas de la esfera de Soto. Hay “Sotos” que forman la cara de Marilyn Monroe. Es más, hay toda una camada degenerada nacida del cruce del art pop de Warhol con las obras de Soto o los colores de Cruz-Diez: si Carolina Herrera reemplaza a Monroe, aun mejor.

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Aeropuerto Internacional

De vez en cuando, alguna municipalidad osará hacer su propio mural de Cruz-Diez, aunque el maestro ya no esté con nosotros, claro está. O el ejemplo más faraónico: el techo del nuevo Estadio Nacional de Fútbol, con su cubierta redonda y abierta con un diseño directamente copiado de Cruz-Diez, que el estudio británico Rogers Stirk Harbour + Partners diseñó para el Parque Hugo Chávez en La Rinconada. Un proyecto que ha quedado en el abandono y las aguas del olvido, parte del carrusel de promesas inconclusas de Venezuela, y que con su techo cinético se une al panteón de intentos chavistas de simular las políticas de la tan rechazada Cuarta República: como fijar el nuevo dólar a 4,30 (como en los años felices, previos a 1983) o nombrar Conviasa a la línea aérea pública y darle el naranja como su color (como la difunta Viasa).

Todo cinetismo contemporáneo, exceptuando quizás aquel “neo-cinetismo” robotizado o digital de artistas como Elías Crespín y ciertas obras de Yucef Merhi que tan sublimemente le dan voz a nuestros tiempos cibernéticos, es zombie –un muerto viviente– porque ha quedado vaciado de su espíritu: el muralismo oficial del orden adeco-copeyano, la expresión visual frenesí desarrollista. Era el arte de las salas de operaciones de la represa del Gurí, del piso del aeropuerto internacional Simón Bolívar cuando era un nido de Concordes supersónicos y jets de Viasa o de los lobbies de rascacielos brutalistas para corporaciones en un país ávido de whisky y grandes automóviles americanos. No solo salpicaba los pasillos de La Casona, sino que la mismísima esfera de Soto se pensó originalmente como su acompañante.

Para Luis Pérez-Oramas, el escritor venezolano que fue el primer curador de arte latinoamericano en el MoMA de Nueva York, el cinetismo era una forma inversa del híper-político muralismo mexicano –salpicado de simbología marxista, obreros y campesinos y hasta guerreros mayas– de la mano de artistas al servicio de su revolución como lo fue Diego Rivera. El cinetismo venezolano, en cambio, al hacerse “el indiferente a la historia y a la narración, en realidad cumplía una función política de orden histórico, que era poner de frente la obsesión energética del desarrollismo”. Era el arte de un período de plástico y autopistas nuevas, en las que la energía de nuestro subsuelo se transformaría en nueva energía social que propiciaría una era de desarrollo que “nos limpiaría de la suciedad de nuestra propia historia” repleta de caudillos, malaria y subdesarrollo.

“La sociedad venezolana, no solamente el Estado, hizo del arte cinético ese emblema de la limpieza histórica, de la emancipación histórica de la Venezuela de su propia historia a la cual hemos vuelto irremediablemente”, dice Pérez-Oramas. De hecho, Alejandro Otero, uno de los artistas modernistas que fundaron el grupo Los Disidentes en 1950 y revolucionaron el arte venezolano con su rechazo a las pinturas históricas y paisajísticas del establishment caraqueño, alegaba que nivelarse con los estándares artísticos del primer mundo –darle la espalda al color local, al nativismo, al indigenismo– era “la única forma de luchar contra todo colonialismo” mientras que “quedarnos en la etapa del corral de gallinas, sí es mantenernos en el status quo del subdesarrollo y de la dependencia que, en artes plásticas, hemos dejado muy atrás”.

Era un espíritu de progreso y modernidad, un efecto de la lluvia de petróleo sobre el suelo fértil venezolano, que tomaba imagen visual en el cinetismo: el arte de sus tiempos. “Sólo en Caracas el periódico más importante del país festeja su aniversario dedicándolo al ‘dos mil cuatro’: sólo aquí se lanza un periódico con el nombre ‘dos mil uno’”, escribía la intelectual argentina Marta Traba en 1974. Traba, de hecho, alegaba estar “perpleja” por “el internacionalismo rabioso” de la intelectualidad venezolana. Para ellos, alegaba críticamente, “ya no hay buena música sino es electrónica, no hay buena pintura si no es una búsqueda óptica o cinética, no hay literatura fuera del experimento”. Luego, en su perplejidad ante el petro-salto supersónico que había dado Venezuela, afirmaba que “esta etapa podría llamarse ‘del corral de gallinas al laboratorio experimental’, lo cual desde luego, es para morirse de risa (sobre todo si miramos a nuestro alrededor y nos damos cuenta en qué espléndido ultra-sub-desarrollo estamos chapoteando)”.

A la larga, quizás Traba tuvo la razón: el espléndido ultra-sub-desarrollo clamó victoria. El cinetismo –aquel arte espectacular que integra al espectador a la obra, hace del color un ente propio y juega con los instantes efímeros que hacen los tiempos, espacios y dimensiones en la visión del individuo– perdió su ventaja en la épica venezolana: ¡Hemos vuelto al corral de gallinas!, los mosaicos de Cruz-Diez en Maiquetía se han quebrado y la cromointerferencia se ha transformado en símbolo, no de modernidad para un hub de aerolíneas, sino del exilio. Un gobernador chavista demolió el muro de Cruz-Diez en La Guaira, el Soto de la estación Chacaíto está venido a menos, las obras de La Casona han desaparecido, los graffiti cubren el mural de Cruz-Diez en el río Guaire y una tribu barbárica de pran-bachilleres hacen de su caravana una bacanal bajo la esfera de Soto (de por sí, destruida hace unos años por traficantes de aluminio y reconstruida posteriormente).

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La Esfera de Jesús Soto Foto: Felipe Rotjes / Archivo

Ya Pérez-Oramas y Ariel Jiménez lo vieron en 1997 cuando hicieron la exhibición “La invención de la continuidad: arte contemporáneo venezolano 1968-1997” en la Galería de Arte Nacional. Allí, el espectador era recibido por un penetrable de Soto que atravesaba para conseguirse con “Verde por fuera, rojo por dentro” del artista Meyer Vaisman: una instalación de un rancho que por dentro mostraba una casa de clase media. Del futurismo cinético, móvil y óptico, a estrellarse con la desigualdad y los anillos de miseria urbana. Auge y decadencia de la Cuarta República.

Pero, aunque hasta las obras maestras del cinetismo original han sufrido la embestida del ultra-sub-desarrollo, la camada de wannabes en las galerías no parecen enterarse de lo sucedido. Tampoco el Estado venezolano, como es de esperarse, con su nuevo estadio reducido a planos: idéntico a las gigantescas obras de infraestructura integradas con cinetismo de la democracia venezolana pero sin las cuotas de crecimiento económico, ni la expansión internacional de PDVSA ni la expansión de la educación gratuita ni, por supuesto, el ta’ barato dame dos. Por ello, hoy se produce el cinetismo zombie: un muerto en vida sin substancia, desligado de su propósito y significado original. Un mero muralismo decorativo, sin fervor desarrollista ni progreso petrolero.

Así -en una ciudad que en los cincuenta impresionó al escritor cubano Alejo Carpentier con las esculturas de Henry Moore y las pinturas de Renoir, Degas, Picasso, Juan Gris, Miró, Kandinsky, Paul Klee y Vasarely que encontraba en las casas de la gente rica y los escritores, filósofos y artistas en las fiestas de la burguesía; en la ciudad que el escritor argentino Tomás Eloy Martínez llamó “la ciudad de cultura más viva de Latinoamérica” en los años ochenta- nos encontramos ahora ante dos estilos, el uno muerto y el otro grotesco, que compiten en las galerías de la ciudad: el cinetismo zombie y ese plagio ridículo de arte urbano europea y neo-pop americano con algún Simón Bolívar coleado.

El segundo estilo, llamémoslo street art veneco o venecopop, prolifera en muchas galerías de la ciudad sin sustancia y propuesta alguna: meros juguetes ostentosos para nuevos ricos con el mismo ímpetu de un niño emocionado por sus Hot Wheels o su primera Playboy. Un panorama sinfín de esculturas de gorilas compradas en AliBaba y plagiadas a Richard Orlinski, cuadros plagiados a los murales de graffiti de The London Police y Martin Whatson, esculturas de Mickey Mouse y objetos humanizados directamente copiados de Slick, Whisbe, Ron English y Jason Frenny y por supuesto mil replicaciones del arte para millennial millonario del mundo financiero que hacen Mr Brainwash y Alec Monopoly con sus lluvias de dólares y retratos warholianos. Es más, hasta una coronita de Basquiat se asoma a veces en las obras del venecopop.

Si el arte vende una falsa idea de subversión por medio del street art, mezcla figuras de la cultura pop con dólares y graffitis, parece una canción de hip hop transformada en pintura y está diseñado para nuevos millonarios en Miami y la rivera del Mediterráneo, no lo dudes: tiene su equivalente plagiado venecopop en alguna galería de Caracas. Y también tiene su propio “artista” presumiendo su falsa creatividad: usualmente unos seres arrogantes –con brazos tatuados, sombrero de raver en Tulum y grandes y fosforescentes lentes de sol Oakley para ciclistas– que usan fuentes tipográficas no oficiales en redes sociales, se venden con términos bufonescos como “ArtCriminals” y proclaman fervorosamente su fe cristiana en Instagram.

En fin, dos estilos que parecen creados para la nueva audiencia de bolichicos con ínfulas de Leonardo di Caprio en «Wolf of Wall Street», tusis y bendecidas, damas de compañía convertidas al evangelismo, marxistas que manejan Ferrari y visten mocasines Gucci, lumpen-influencers con peinados de reguetonero y coroneles transformados en “empresarios”. Y para sus extensiones tentaculosas en Miami, cómo no.

Así, y a falta de un think tank dedicado a la purgación social que escriba una serie de directrices políticas para que organicemos una contrarrevolución cultural que destruya mausoleos y pirámides fucsias, habrá que esperar por un apocalipsis feroz que arrase con todo: un incendio masivo de fuego y azufre, enviado por la ira de Dios, que devore todo el orden existente –devore a los Ferrari, a las esculturas de gorilas y a las ruinas de bancos expropiados– y nos devuelva a la vida por medio del fuego.

Fire walk with me!

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