Al maestro, poeta y amigo Rafael Cadenas le debemos la aprendida voluntad de ser lesionados, humillados, conmocionados por los acontecimientos del asombro. También nuestros rechazos a los festejos del ruido, la moda y el escándalo. De su poesía bebemos paciencia, larvas de lentitud, respeto por lo íntimo, paisajes de oraciones…
En él las sombras piden ser públicamente nombradas para que nazcan las virtudes que propician la Gracia de los días. Es el poeta que condena las miserias y derrumbes morales de nuestro tiempo. Es quien nos obliga amorosamente a no ejercer nunca la indiferencia ante la fiesta del mal. Quien nos impone la obligación de ser personas reales, desnudos, sin los vestidos de la mentira.
Hoy, cuando la barbarie ha exacerbado el narcisismo y el egoísmo, su pensamiento y poesía son columnas para resguardarnos de las bajezas. Su insistencia en la insignificancia e inutilidad de lo que hacemos nos obligan a desacelerar, a llenarnos de lentitud, a no ser estorbo del resplandor. Leer sus poemas es un espejo donde vemos reflejado nuestra textura y contextura de verdugos. Donde confirmamos que no somos inocentes, sino cómplices consumados de las tragedias emocionales, espirituales y materiales de nuestra cultura.
En su obra, si buscamos lecciones de estética, hallamos lecciones de ética. Si perseguimos lecciones de ética, nos inundan principios de estética. El grito está muerto. El significado es una resurrección. El ritmo es un cuerpo atónito, asombrado, temeroso de lo real, resignado a ser rodillas frente a la casa de lo esencial.
En la voz de este poeta mayor no somos noticias, sino indicios de un asombro que siempre nos vigila.