Venezuela

Soñando

La sangre corre en las calles de Venezuela y millones pensamos y repensamos una y otra vez nuestra identidad, convertida en herida. Pero, ¿de qué valdrá esa sangre si no soñamos? ¿De qué vale el insomnio y la pesadilla si no empeñamos la vida por un pedazo de mundo mejor al que nos tocó?

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Foto: Federico Parra AFP

Se me hace que Venezuela debería convertirse -luego de comprobar casi científicamente el maleficio del rentismo petrolero- en un país que fuese investigador, innovador y productor de primera línea de la energía limpia. En un lugar promotor, activista y facilitador de la energía ecológica y sustentable. Que logremos ver en nuestro espejo nuestra capacidad de cambio, ético y económico, justo en esa mancha que tanto nos ha marcado, como una muestra de lo que somos capaces.
De qué vale tanta arrechera, tanta indignación, tanto despojo, sino es para tratar de encontrar las luces que nos devuelvan una vida más digna, en las que el pasado no sólo nos avergüence sino que nos motorice el imaginario.
La educación, una vez re-masificada y “desadulterada” de los inventos proselitistas de la revolución, no sólo debería volver a ser abierta, incentivadora de la ciencia y el pensamiento científico y de los valores democráticos universales, sino incorporar aspectos de nuestra historia que antes nos avergonzaban pero que hay que aceptar, como los aportes republicanos de Gómez y la influencia democratizadora de Medina, así como al tiempo, poner de relieve nuestra lamentable historia caudillista, empezando por Bolívar y terminando por Chávez: darnos cuenta de quiénes somos sin complejos, con nuestras oscuridades y luces.
Y más allá de la educación formal, deberíamos proponernos una campaña de generaciones, en las que nos alertáramos en nuestra responsabilidad por ser individuos, responsables, conscientes de nuestros actos, receptores de sus consecuencias, productivos, asertivos. Que el peso de nuestro destino recaiga en cada uno de nuestros hombros. Que nunca más le regalemos nuestra soberanía a un semi-Dios.
Hay que devolverle al trabajo su valor en la sociedad, a la honestidad su sacro lugar, y a la innovación, la iniciativa, la empresa, quitarle el ruido que los complejos socialistas nos hicieron padecer por décadas.
El venezolano ha de ver su gentilicio noble, fiestero y abierto como una virtud en lugar de como una condena. Pero entender que la alegría y el optimismo no debe cegarnos ante las responsabilidades, la madurez y los deberes que nos competen.
El realismo mágico es una interpretación literaria de lo que somos, y en nuestra cotidianidad huelgan los ejemplos. Contemplarnos debe ser parte de nuestra conciencia, pero conformarnos no debe ser nunca más un ejemplo de vida.
La identidad es sólo un bien que nos favorece si jugamos en equipo. Más que defender banderas, defender derechos. La vida no es un juicio en el que se reparten culpas, sino un camino en el que colectivos asumen responsabilidades como una escuadra.
Si alguien falla, no basta con desentenderse, sino preguntarnos en qué fallamos todos como para que la falla ocurriera. E intentar que no vuelva a ocurrir. Entre todos.
Luchar es una palabra hueca si no es incluyente. Un país que apuesta por una vida mejor es aquel que da más oportunidad a quien menos tiene, y exacerba oportunidades a quienes más iniciativas promueven, porque todo al final favorecerá a todos.
Escuchar, ver lo que del otro hace sentido, entender que la diferencia no nos desune, sino que nos enriquece.
Será la hora de entender que la ley es una norma para vivir en comunidad. Y que burlarla es burlarse de nosotros mismos.
En la diferencia estará la libertad. Y en la libertad, la forma de ser cada vez más creativos: en las artes, en los negocios, en el idioma, en el derecho, en las ciencias. Mirarnos a nosotros mismos como lo que somos y hacer de nuestro modo un ente creativo.
No tenernos miedo. Decir, como decía Cabrujas, que nuestro gran encanto era saber que éramos unos grandes copiones. Fechar a Caracas “por pura convención” como decía Chocrón, porque nuestra alma es volátil y cambiante.
Ser quienes somos, pero respetándonos. Darle la espalda a esa maldita manía de lacerarnos para descalificarnos.
Tendremos la posibilidad de renacer una vez más.
Olvidar la pesadilla del hombre nuevo, que tan tarde nos llegó y tan viejo nos hizo. Pensar en el futuro. Soñar para nuestros hijos. Enorgullecernos por esa Vinotinto que jamás dejó de ser de todos, aún en sus más miserables momentos.
Creer en Aquíles Nazoa y en Diego Arellano. Vivir como si la vida fuese un propósito, aún desconocido, por el que valiese la pena estar vivos.
Pensar en que, al morir, lo que Venezuela nos ha dado es tanto o más grande como lo que le dimos, para que en lugar de ser una tierra en la que accidentalmente nacimos, sea un lugar en el que la reciprocidad ocurre y arropa a las generaciones por venir.
Retomar aquella idea, que aunque utópica fue real, de ser un país que le da la bienvenida a los que necesitan libertad, posibilidades de construirse una vida, y unirse a nosotros para crear un porvenir fructífero.]]>

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