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A la "La Conjura 3" no la salva el diablo: aquí te lo explicamos

“The Conjuring: The Devil Made Me Do It” de Michael Chaves, es la culminación de una de las trilogías de terror más interesantes del cine: la de las investigaciones paranormales de Ed y Lorraine Warren. En su tercera entrega -que se estrena en HBO- vuelve a demostrar que la visión cinematográfica sobre el miedo está más vigente que nunca, pero el diablo está en los detalles

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La película “The Conjuring: The Devil Made Me Do It” de Michael Chaves se basa en una premisa incómoda: ¿creemos en lo sobrenatural? Y no se refiere únicamente al hecho de presencias inquietantes, monstruos de pesadillas escondidos en armarios o superchería colectiva. El argumento, que completa la exitosa trilogía de James Wan basada en las experiencias de Ed y Lorraine Warren con lo oculto, se plantea la cuestión de forma más amplia. ¿Realmente nuestra época cree en Dios? ¿En realidad es capaz de asumir el vacío existencial desde la completa falta de símbolos religiosos o de fe?

Por supuesto, parece una premisa en exceso compleja para un argumento que basa su potencia en efectos sonoros, una colección de sustos creativos a través de recursos artesanales y una discreta batería de efectos especiales.

Pero “The Conjuring: The Devil Made Me Do It” es también un debate en el subtexto sobre por qué el miedo a lo desconocido todavía forma parte de la psiquis colectiva.

Chaves, menos dotado que Wan para el género, pero también interesado en todo tipo de preguntas atractivas sobre el tema, plantea la noción del guion desde lo obvio. ¿Son la incertidumbre y lo inexplicable cuestiones debatibles? ¿Podemos subsistir con base en algo más elaborado, complejo y angustioso?

La película no disimula su identidad como rareza. Una trilogía que subsiste en el centro de un universo creado a partir de su premisa tiene la suficiente fuerza para sostenerse sin necesidad de explicaciones previas. De modo que la acción comienza pronto. Una casa de Connecticut en el centro de una serie de fenómenos inexplicables, que incluyen una posesión y la manifestación de fuerzas desconocidas cada vez más agresivas.

Como ya ocurrió en las películas precedentes, la narración es un prólogo cuidadoso que contextualiza lo que veremos a continuación. Las agresiones que provoca al joven David Glatzel (Julian Hilliard) una entidad sin nombre, cesan pronto cuando el exorcismo que trata de ayudarle al parecer tiene buenos resultados. No obstante, lo que sea que antes haya atormentado al niño de once años, ahora ataca al novio de su hermana mayor, Arne Cheyenne Johnson (Ruairi O’Connor).

El hilo conductor del guion es la segunda posesión —mucho más misteriosa que la primera— y a continuación, un brutal asesinato, cometido por Arne, en circunstancias que provocan el cuestionamiento inmediato sobre el origen del mal. Es entonces cuando esta tercera entrega de “The Conjuring” emparenta con las anteriores y enlaza con un debate más angustioso. ¿Qué es en realidad lo sobrenatural? ¿Puede manifestarse a través de la realidad?

“The Conjuring: The Devil Made Me Do It” no solo muestra un nuevo panorama sobre lo maléfico y lo desconocido, sino que lo lleva a una nueva dimensión. Su mayor logro en medio de un film que necesitaba encontrar —y lo logra a medias— su propia identidad.

Las formas del miedo

Por supuesto, no es la primera vez que la franquicia analiza cuestiones semejantes y sale bien librada. En el año 2013, “The Conjuring” fue un éxito de crítica y de taquilla, una rara combinación para una película de terror.

El buen hacer de su director —un inspirado James Wan, conocido por la extraña “Insidious” y sus secuelas— creó un tipo de terror que sin mostrar nada original, sorprendió a los espectadores de todo el mundo. Usó una combinación de elementos tradicionales del género —una puesta en escena claustrofóbica y oscura, juegos de cámara largos y sorpresivos, una banda sonora con largos silencios y notas estridentes — y además lo hizo con una elegancia formal indiscutible. “The Conjuring” era una buena película de terror, pero también un ejercicio estilístico pulso preciso. Una obra elegante, comedida, de tomas simétricas y una serie de escenas tan terroríficas como hermosas. Puede parecer una contradicción, pero Wan logró lo imposible: combinar el buen arte cinematográfico con una clásica película de serie B de espantos y sobresaltos.

Wan, que venía de dirigir una serie de películas menores y aprender en el trayecto el manejo de efectos y trucos de cámara básicos, demostró en “The Conjuring” que era un alumno aplicado. Construyó una puesta en escena llena de detalles terroríficos y la aderezó con trucos simples como subidas de sonido y cambios de luz en mitad de las escenas. Y lo hizo con tanta efectividad que jamás tuvo altibajos en la historia o saturó a la audiencia con el terror visual y argumental. Había algo malsano y agresivo en la atmósfera de “The Conjuring” aunque nadie podría decir con exactitud qué era o en qué consistía su capacidad para producir tanto miedo. Y de allí su triunfo.

Tal vez por ese motivo había expectativas muy altas con respecto a lo que Wan podría mostrar en la secuela de la película, llamada sin mayores aspavientos “The Conjuring 2”. Más que una continuación de la trama, la película es otro capítulo independiente de los llamados “expedientes Warren”, que puede ser vista y comprendida de manera independiente a su predecesora. Wan repitió el equipo de guionistas —Chad y Carey Hayes, David Leslie— y además agregó algo de su propia pluma. El resultado es una historia que guardaba quizás excesivas semejanzas con la primera película pero que aun así conserva cierta autonomía. O es lo que Wan intentó desde su privilegiada mirada desde la silla del director.

Claro está, “The Conjuring 2” no buscaba ser original. De hecho, desde la primera secuencia dejó muy claro que sería una experiencia semejante a la película que la precedió y lo hace con una espléndida escena introductoria que por sí sola funciona como un pequeño corto terrorífico.

Wan deslumbró de nuevo con una mirada lenta y meticulosa sobre eventos inquietantes, guardando una cierta distancia académica que convierte al espectador en un observador subjetivo. Más que contemplar lo que ocurre a la conveniente distancia de la pantalla, la sucesión de escenas aprehensivas nos llevan junto a los personajes.

Se trata de un golpe tan efectivo que sostiene estos casi quince minutos durante los cuales Lorraine Warren (interpretada de nuevo por la maravillosa Vera Farmiga) recorre paso a paso un nuevo caso. La atmósfera se hace todo miedo —desde la iluminación lateral y esas largas sombras que se deslizan por las paredes— hasta los alaridos de puro horror de la médium por lo que acaba de vislumbrar. La película en conjunto es una meditada mirada, ya no sobre el terror en estado puro, sino sobre cómo lo sobrenatural puede influir en la vida cotidiana y destruirla por completo.

En “The Conjuring: The Devil Made Me Do It”, Michael Chaves toma la misma decisión, pero a partir de una inquietante y atípica idea de la realidad enfrentada a lo misterioso. La película basa su premisa en la posibilidad de demostrar en un tribunal de justicia el hecho de que Arne estaba poseído por fuerzas demoníacas al momento de asesinar a su casero. Junto a Vera Farmiga, regresa Patrick Wilson para interpretar a los Warren, en el que quizás sea el caso — que podría llevar con reservas la etiqueta de hecho real — que define su carrera.

Pero la mano de Chaves no es tan precisa y firme como la de Wan, por lo que el guion de David Leslie Johnson-McGoldrick, no avanza con tanta agilidad a través de un caso legal con un claro peso en la ambivalencia de la fe.

Con el peso de “El Exorcismo de Emily Rose” (2005) de Scott Derrickson a cuestas, la película debe dirimir si es posible que una creencia abstracta pueda influir sobre la realidad y en especial, en un espacio en particular neutro como lo es la ley. Por supuesto, lo sobrenatural pasa a un segundo plano (aunque no desaparece del todo) en medio de largas diatribas sobre las creencias, el escepticismo y lo que se esconde detrás de la cortina de la realidad.

Chaves se toma demasiado en serio la necesidad de contar las subtramas paralelas y olvida la historia que intenta unirlas. Del juzgado, a las vivencias de los Warren, la noción sobre la amenaza de lo invisible y al final, lo que ocurre sobre el estrado, resulta excesivo para una película que medita sobre la condición humana y el miedo.

El despliegue es agotador y llegado a cierto punto, la historia termina por sufrir el peso del meticuloso análisis sobre lo que ocurre fuera y dentro del juzgado. Ambas tramas no se complementan, transcurren como una visión única sobre sucesos distintos que no llega a mostrar todo su potencial.

La película avanza a trompicones, con bajones argumentales que desconciertan y que en ocasiones sabotean la consistencia del relato. El espectador no sabe hacia dónde mirar o que analizar primero: si la extraña presencia que acosa a Arne o los sucesos cada vez más violentos y horripilantes que desencadenaron en su posesión, el asesinato y posterior juicio. Y entre todo, se abre una larguísima diatriba sobre el bien y el mal, aderezada con una que otra referencia directa a la religión que sabotea la mirada dura sobre lo sobrenatural que Chaves consigue en las primeras escenas.

Debido a todo lo anterior, la película tarda sus buenos cuarenta minutos en reunir las piezas que desarrolla y que sostienen el guion. Para entonces, la narración comienza a decaer por el exceso de sobresaltos y trucos en apariencia escalofriantes. Lo más preocupante es que a medida que la película se hace más densa y sobre todo terrorífica —o intenta serlo— se tropieza con su propia autorreferencia. Es entonces cuando Chaves falla en lograr una personalidad única para el film y lo convierte en una copia más o menos reconocible del anterior.

En realidad, no hay nada que produzca verdadero miedo en una película que avanza con pie de plomo y se detiene quizás con excesivo mimo en secuencias extraordinarias pero que deslucen el conjunto en general. En otras palabras, la sustancia de la película —exagerada hasta el límite de la coherencia— parece derrumbarse en una serie de golpes de efectos eficientes pero que en ocasiones carecen de solidez.

En un intento de unir las piezas sueltas el guion llega a una conclusión apresurada, en exceso romántica e insustancial. Sorprende cómo Chaves remata su obra con un puñado de diálogos tópicos y la cierra con la escena quizás menos comprensible, luego de recorrer un largo camino de tensión y una meditada atmósfera malsana.

En Hollywood las trilogías suelen tener el inevitable problema de la variedad de ritmos y tonos. En especial, cuando alguna de sus piezas termina por tener una calidad o una mirada distinta al tema central. En este caso, la dirección deficiente de Chaves — que ya había estado detrás de cámara en el Universo de The Conjuring con “La Llorona” — convierte al ¿cierre? de la franquicia en una incógnita. Quizás se trate de ambición sin mucha coherencia lo que sabotea “The Conjuring: The Devil Made Me Do It”, tanto como para convertirla en una película del montón, sin otro aliciente que un puñado de escenas de tensión impecable y de nuevo, una preciosa puesta en escena. Algo insuficiente para sus dignas y potentes predecesoras.

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