Viciosidades

Amor en tiempos de crisis 3: Adiós, Arturo

Tengo como cinco años sin llorar. No lo digo como un logro, ¡me cuesta mucho! Lo he intentado todo para inducirme el llanto: revisar fotos viejas, ver películas de perros y escuchar a Laura Pausini, pero nada. De hecho, mientras escribo esto estoy oyendo un playlist de sus “Grande éxitos” y a duras penas se me humedecieron los párpados, y no estoy seguro si fue por una lágrima o por el sudor de tanto esfuerzo que hice.

COMPOSICIÓN GRÁFICA: GABY ROJAS (@IGABYROJAS)
Publicidad

No tengo las glándulas lagrimales atrofiadas ni estoy deshidratado, soy un estítico emocional. Poder echar una buena llorada es lo que más extraño de la época en la que aún no era un zombie, como ahora. No recuerdo cuándo fue la última vez que logré botar un par de lágrimas por el ojo derecho (porque de paso, es el único ojo por el que lloro).

Mi mayor talento es saber imitar, lo hago bien. En mi carrera profesional he sido imitador de diseñador gráfico, de periodista, de guionista, de Yubraska, y ahora estoy aprendiendo a imitar a un ser humano. Tengo el alma dormida. Sé cómo se expresan los sentimientos, pero no los siento. Vivo en un limbo que llaman depresión, un lugar del que he tenido la voluntad de salir con psicoterapia, pero es un estado al que siempre vuelvo sin querer.

No hay Paxil, Prozac, Lexapro o guía de autoayuda que valga cuando el monstruo te visita. No saben cómo fastidia el consejo enlatado de “Tienes que ser fuerte”, como si uno no fuera el primer interesado en hacerse más llevadera la existencia.

No me gusta victimizarme cuando hablo de esto, y muy pocas veces toco el tema. Pero quiero dejarlo claro antes de que me linchen por no darles el final feliz que esperaban en esta historia.

Mi tablero de emociones no es como el de la niña de la película “Intensamente”, quien era comandada por Furia, Desagrado, Miedo, Alegría y Tristeza. En mi caso me dominan Frustración, Hambre, Queso y Miedo, que tiene morochos: Ansiedad y Apatía.

Para estar deprimido no es necesario que estés llorando a cada rato, y eso lo entendí cuando ya estaba avanzada mi condición. Siempre creí que esa insensibilidad que estaba desarrollando era un mecanismo de defensa y no una patología que hace que no reacciones ante un robo, que no llores en los velorios, que no te emociones cuando consigues un tigre en dólares. Eres un ser inerte, que se asusta cuando en los cumpleaños dicen “que cumplas 100 años más”, porque solo quieres vivir lo necesario. Tranquilos, no ve voy a suicidar. Aunque fui a una tienda bien bonita de cloros en el CCCT.

En fin, cuando conocí a Arturo mi cuerpo lo tomó como una amenaza. Tuve esos raros síntomas del enamoramiento que eran desconocidos por mi organismo. Aunque yo no quería nada serio, creí que tener un no-viazgo con él podía ayudarme a desbloquear el “Modo avión” en el que estaba mi corazón desde hace rato. Casi lo logramos.

La última cita

Las cámaras de seguridad del centro comercial detectaron a dos sospechosos en el pasillo. Estaban inmóviles, uno frente al otro. Los vigilantes no encendieron las alarmas, a pesar de que estaban ante dos corruptos: él se escapó de su trabajo y yo le rechacé el almuerzo a mi mamá para poder estar con Arturo.

Desistimos de comer pollo en el restaurante cuyo nombre le sirve de seudónimo. 150 mil bolívares cuesta el combo de cuatro piezas (hoy, 4/11/2017). Sabíamos que teníamos que aceptar a la hiperinflación dentro de nuestro no-viazgo, pero buscamos otras opciones. Sorpresivamente, comer en Pizza Hut salía más barato que ir a Carmelo’s Pizza.

Nos sentamos en la mesa a esperar el pedido. Él me miraba fijamente y yo, que soy más inseguro que la Cota 905, pensaba que me estaba viendo una pepa que me había salido en el entrecejo. Lo desperté de su estado hipnótico con una tímida patada, al tiempo que yo intentaba tapar la visual del barro con la mano.

–¿No te puedo ver?–Me preguntó con su estúpida y sensual sonrisa de lado.

–¿Qué mariquera es?– Le contesté en broma al momento que llegó la pizza.

–Me gusta como te queda la barba– Siguió después de que se fue el mesonero.

–¿Este bigote de sádico? No me lo he terminado de quitar porque las afeitadoras que consigo me dan alergia.

–No te lo quites– Y volvió a mostrarme la simetría de sus dientes.

Hubo un silencio de cinco segundos…
–En la oficina descubrieron que yo soy Arturo por un comentario que me dejaste en Facebook. Ahora me dicen Arturín.

–¡Coño! Discúlpame esa. Que conste que te pedí permiso antes de empezar a echar el cuento en público.

–Tranquilo. Me divierte leer los comentarios de “¿Y Arturo?”.

–Sí, por tu culpa ya no voy a poder estar con más nadie sin que me pregunten por ti.

–Si vas a poder– Dijo convencido y hubo un silencio de 2 minutos porque ya estábamos hablando mucha paja y se nos iba a enfriar la comida. Aunque igual hubiese preferido pedir para llevar, porque se me quitó el hambre al rato.

–Creo que me voy del país en enero– Me dijo Arturo cuando decidíamos quién se comería el último pedazo de pizza. Obvio, lo agarró él cuando vio mi cara. Yo tragué despacio y me tomé la Pepsi fondo blanco, para pasar el mal sabor a frustración y anchoas, porque de paso le aceptaba hasta eso, las anchoas.

–¿Para dónde?

–Buenos Aires.

No quise indagar más. Él debía volver al trabajo y yo tenía algo pesado que digerir, además del almuerzo. El abrazo de despedida de ese día fue 30 segundo más largo.

Un mes después…

La última vez que hablamos fue el 4 de noviembre. Lo recuerdo porque todavía reviso esa ventana de chat. Desde ese día, Arturo y yo empezamos a jugar al silencio. La distancia ganó. Fue una medida de precaución.

El problema fue que comenzamos a escribirnos más de la cuenta, a coleccionar anécdotas, miradas cómplices, chistes malos y cursis. Estábamos jugando con fuego, a pesar de que yo le repetía el mantra todos los días: “Cuando no me estés besando, mantente lejos de mí”. El que se enamora, pierde.

Su recuerdo me hacía cosquillas los días que no lo veía, y su exceso de perfume era la única cura para mi ansiedad. Tuve que meterle freno de mano a una historia que yo quería que terminara con una sesión de fotos en Arturo’s y un contrato vitalicio por doble pechuga en los combos de cuatro piezas. Pero no, no le di los suficientes capítulos a la trama como para que Mónica Montañés pudiera adaptar esta novela a la televisión, tampoco nos dio tiempo de convertimos en la versión gay de Naky y Luis Carlos.

Volví a revisar el chat y pensé en preguntarle a Arturo si me daba permiso de inventar el final de este cuento basado en hechos reales. Créanme que si fuera un relato ficticio, lo hubiera escrito con final feliz, como un gesto de agradecimiento hacia ustedes por haberse calado estas letras blancas sobre fondo negro durante tres capítulos. Suficiente tortura.

Pero no le escribí, él tampoco escribió. El problema de empezar a contar historias de amor en vivo y directo, sin tener el final claro, es que corres el riesgo de no ser original. Este iba a ser otro cuento de despedida en Maiquetía y yo de verdad no tengo ganas de seguir en ese déja vù. La crisis ha patentado nuevos clichés y es lamentable que tengamos que marearnos en esos espirales.

Encariñarse es un riesgo en Venezuela. Arturo y yo nos despedimos sin saber que ese breve encuentro había sido nuestra última cita.

Hoy me lloró el ojo derecho, y el izquierdo también. Rompí mi propio récord con 6 lágrimas. Aunque no hay nada que lamentar. No puedo decir que terminamos porque nunca comenzamos.

Tal vez lo hubiera intentado si el monstruo no me hubiese visitado por esos días…

Entradas anteriores:

Amor en tiempos de crisis: La primera cita

Amor en tiempos de crisis 2: El no-viazgo

Publicidad
Publicidad