Viciosidades

Caracas a 80 kilómetros por hora

Caracas pasa frente a mis ojos a 80 kilómetros por hora. Voy sentada en el asiento trasero de una moto junto a Giovanni, uno de los motorizados que trabaja para la empresa donde trabajo, un buen hombre que me ayudó como mi terapeuta de camino durante la época de las protestas (desde abril hasta julio de 2017) cuando vivía en La Pastora y escuchaba mis historias de periodista recién graduada que lucha contra la frustración de vivir en un país en hiperinflación, mientras esquivábamos las barricadas y escapábamos en dos ruedas por los caminos verdes de este valle de balas.

FOTOGRAFÍAS: GUSTAVO VERA (@GUSTAVOAVFC)
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La brisa golpea mi rostro hasta el punto de hacerme llorar. “Un coñazo en la cara”, como me digo siempre. Voy a toda mecha, sin emociones, sin expectativas y sin miedo. “Si me caigo de esta moto, no me importa. Si nos caen a tiros los colectivos, ya qué coño”, pienso.

Giovanni y yo ya no tenemos diálogos extensos como antes. Hoy nos limitamos a decirnos comentarios puntuales como: “¡Esta verga se jodió, Giovanni!”, “¿Para qué ir a votar, verdad?”, “¡Mira la marea roja! Son cuatro pelagatos”, “Menos mal cargo mi camisa roja y los policías me dejan pasar rapidito. Me da miedo con “El catire” porque parece un gringo”. Entre cada comentario, nos reímos. Callamos. Volvemos a reír. Y así vamos rodando por toda la ciudad. Esta es nuestra nueva manera de hacer terapia.

Hoy se supone que no debía trabajar porque el viernes salí de vacaciones, pero preferí salir a cubrir las elecciones antes de quedarme en mi habitación mirando pal techo, pensando al mismo tiempo en cómo voy a sobrevivir con las tres lochas que me quedan en mi cuenta bancaria. Al menos si salía de esas cuatro paredes, podía fingir demencia y “hacerle collares” al asunto, como todos los que aún vivimos en esta tierra de gracia.

Llegamos al Parque del Oeste en Gato Negro. En el recorrido también me acompaña “El catire” (como le dice Giovanni a Gustavo). Ambos nos bajamos a ver qué podíamos encontrar ahí. Para quienes no lo sepan, en el liceo Miguel Antonio Caro –el cual se encuentra al lado del parque- votó el presidente Nicolás Maduro. Como dicen mis viejos, el lugar literalmente era “un peladero de chivo”. No había electores, la poca gente que camina por las calles no hace nada más que hablar sobre comida. El hambre está bandera y eso no se quita con votos.

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Poco después, entramos a la sede de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador (UPEL) –que también queda al lado- y nos conseguimos al Ministro de Cultura, Ernesto Villegas, bailando el baile de “La Burriquita”, regalando besitos y abracitos con asco a un “pueblo” sin dignidad.

Además de eso, estaba realizando una jornada de carnetización para sacar el bendito Carnet de la Patria. A pesar de la falsa carisma y de regalar el bono de 10 millones, el sitio estaba completamente solo. Los únicos que presenciamos ese bochorno fuimos la gente de prensa. Y encima, no recibimos ni siquiera un tequeño. Creo que dar pasapalitos hubiese sido una mejor estrategia para llamar al voto que armar un showcito humillante como ese.

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Abandonamos el lugar. Ni “El catire” ni yo pronunciamos palabra. Él revisando sus fotos, yo pensando en todos estos verbos mal conjugados, oraciones carentes de orden. “¿Saben quién va a perder hoy, no? ¡Esos malditos del gobierno! Luchen por esta tierra, esto le pertenece a ustedes los jóvenes”, el grito de una señora que vende cigarros frente al Parque me sacó de mi ensimismamiento.

“El catire” y yo soltamos una carcajada. Nos montamos en la moto y seguimos.

Todas las calles y avenidas estaban vacías, incluso hasta silenciosas. Tan silenciosas como Giovanni, “El catire” y yo. El hambre no nos deja hablar, la miseria tampoco. ¿Qué tanto podemos decirnos? Si basta con vernos a los ojos para saber lo que pensamos cada uno, para saber que esto “se lo llevó quien lo trajo” desde hace rato.

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Luego nos bajamos en la Plaza Bolívar. Hacemos un par de tomas y nos dirigimos a “La Esquina Caliente”, un toldito rojo diagonal al Teatro Bolívar donde se encuentra un grupo de viejitos chavistas viendo el proceso electoral a través de un televisor arcaico de 20 pulgadas. Eso me pareció fascinante. Rápidamente le sacamos conversación a los “pures”, quienes resultaron ser muy amables con nosotros, preguntándonos de dónde éramos y ofreciéndonos unas revistas buenísimas, al mismo tiempo que “El catire” achica su ojo derecho para enfocar la toma. “1, 2, 3… ¡Qué viva Chávez, qué viva Maduro!”, gritó el grupo al momento de ser capturado.

Nos fuimos. Seguimos nuestro recorrido por las adyacencias de la Plaza, hasta encontrarnos a otro grupo de viejitos, pero a diferencia de los otros, estos tienen una rumba prendida con una música trujillana a todo volumen. Tocaban los instrumentos, bailaban, reían, todos emparejados, felices. “Lo que nos falta es que nos pongamos a bailar aquí”, le digo al catire. Un señor me oye y me dice: “¡Pero bailen!”. “No, señor. Estamos trabajando. Además, no sé bailar”, le contesto. Por un momento olvidé que hoy había elecciones. Por un momento olvidé el saldo en mi cuenta bancaria. “¡Es como si vivieran en su propio universo!”, me dice “El catire”. Sin duda, ver a esos señores bailando fue lo mejor de este día.

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Arrancamos otra vez. Pasamos por el centro comercial Sambil, el Millenium, todo estaba cerrado. Santamarías abajo. Una ciudad fantasma, pues. Siento el Ávila arropar mi espalda, como quien consuela a un corazón despechado. Ya no hay nada qué hacer al respecto y eso lo sabemos de sobra. En estas elecciones ganará la bota que me patea el estómago cada vez que tengo hambre. La bota que patea mi sien cuando hago los malos cálculos para tratar de rendir mi salario. La bota que me patea el alma cuando pienso en emigrar de este caos.

Caracas pasa frente a mis ojos a 80 kilómetros por hora. Acá voy de regreso, con el viento golpeando mi cara una vez más. Voy a toda mecha, señores. Sin emociones, sin expectativas, sin miedo y en silencio.

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