Viciosidades

El balazo que no me dieron en el Metro

Por más empeñado que esté el malandro, cuando no te toca, no te toca y punto. Te podrá perseguir por vagones y túneles, pero escaparás hecho el loco, con el soundtrack de tu miedo

COMPOSICIÓN GRÁFICA: JUAN ANDRÉS PARRA / @JUANCHIPARRA
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Estuve tentado a lanzarme sobre los rieles del Metro. No por las razones que estarán pensando, sino para salvarme la vida…

“El joven con la camisa del José Gregorio Hernández, por favor, aléjese de la franja amarilla”. Era Charles Chaplin, en realidad, a quien tenía estampado en el pecho. Entre su sombrero y el bigote se fijaba el ojo de un revólver que amenazaba con escupir plomo si yo no le entregaba el celular y mi almuerzo al par de malandros que me tenían contra la espada y la pared, o mejor dicho, contra la pistola y la vía del tren.

30 segundos antes me tocó mandar a callar a Madonna. Escuchaba Hung up (disculpen la mariquera) mientras un dedo insistía sobre mi hombro. Pausé con el botón del manos libres, me quité los audífonos, giré la cara y canté “Bingo”: otra oportunidad para morir. No quise cobrar el premio que me había ganado por dármelas de primermundista en Caracas, la ciudad en la que buscar refugio en la música mientras andas en la calle está penado por los delincuentes.

Pero ese día no podía morir. Tenía demasiado trabajo en la oficina, y si algo puede más que mi sentido de supervivencia es mi sentido de la responsabilidad. Antes muerto que incumplido.

“Time goes by…so slowly”

Justo en esa parte de la canción los choros me tomaron por sorpresa. “El tiempo pasa…tan lentamente” cuando no sabes si tu vida se acabará un par de segundos después. Por fortuna, o por desgracia, es en los momentos de mayor tensión cuando menos nervioso me pongo. Entro en modo zen y convierto un segundo en un minuto para pensar pendejadas: “¿Si salto a los rieles me electrocutaré?”, “¿Esa pistola será de verdad?”, “Si estos bichos me hieren, me toca pasar pena en el hospital cuando me desvistan”.

Ese día algo me decía que me pusiera el interior especial, el único que no está roto ni con la liga como boca e’ vieja. ¡No estaba limpio! Apliqué la clásica: usar un traje de baño como calzoncillo. No lo pensé demasiado, iba tarde al trabajo. Me tocó fingir ante el mundo que no estaba usando un Speedo azul que compré cuando tenía 15 años.

Todas esas mariqueras me pasaron por la mente en el instante en el que se me perdió la mirada sobre el revólver, como si Doctor Strange me hubiese prestado la Gema del Tiempo y me diera chance de ver los futuros alternativos en los que no tuviera que usar el seguro funerario que Banesco me había ofrecido hace un par de meses (incluye un ataúd estándar metálico, maquillaje/arreglo del fallecido y servicio de cafetín para los asistentes).

El andén del Metro de Petare estaba abarrotado de espectadores del show que se acabaría si llegaba el tren, o si el par de guardias nacionales que custodiaban el lugar apuraban el paso, o con los malandros apretando el gatillo porque yo no estaba dispuesto a que mi mamá me formara peo porque me robaran otro Tupperware (el celular era lo de menos). Tuve que resolver con lo que tenía a la mano: la buena educación.

“Disculpe, ¿me da un permiso? Es que me están apuntando con un arma”, le susurré con pena a la señora (inmóvil del susto) que estaba a mi lado en el andén. Ella se apartó y me fui moviendo sobre la línea amarilla. “Permiso”, “Disculpe”, “No me estoy coleando”, “Tengan cuidado que hay alguien armado”, repetía con más calma que Carlos Fraga en una conferencia. “Por segunda vez, joven de la camisa de José Gregorio Hernández, manténgase alejado de la franja amarilla. Recuerde que es el límite de su seguridad”. Ironías de la vida.

En lo que terminaron de hacer el anuncio llegó el tren que tenía 15 minutos de retraso. Las puertas se abrieron más lento de lo habitual. Me monté sin mirar atrás. Todos en el vagón eran sospechosos. No sabía si los choros se habían subido para seguirme. El tren arrancó y empezó el vértigo a 80 kilómetros por hora.

Estaba atrapado en el intestino grueso de la ciudad, por el que pasan 2 millones de personas diariamente. Yo intentaba salir de las entrañas de Caracas sin embarrarme. Bajo tierra también germina el terror. Viajar en el subterráneo se ha convertido en una misión suicida: el tren puede arrancar con las puertas abiertas, los rieles explotan por falta de mantenimiento, los pedigüeños pelean su territorialidad por los vagones y los delincuentes aprovechan que la impunidad tampoco paga pasaje.

Los malandros se me cruzaron de nuevo. Los pude ver. Sus rostros levitaban en medio de la masa difusa de personas. Parecían dos caimanes nadando en un río de desconocidos. Yo no iba a ser su presa. Fingí demencia (tengo años practicando), pero alguien alteró mis planes.

-¿Te iban a robar, chamo?- me preguntó un señor que subió en el mismo lote que yo.
-Sí- le contesté en automático.

Y activó el botón de emergencia

Le pelé los ojos al tipo preguntón y le señalé con las pupilas a los dos bichos que en ese momento se estacionaron a unos 5 metros de mí. “Se ha recibido una señal de alarma. Si la emergencia es real, por favor vuelva a accionar el botón”. Avancé y los malandros se encargaron de intimidar a quien había alertado de su presencia.

La puertas se cerraron y yo seguía sorteando cuerpos, inhalando olores y miedos ajenos, evadiendo bolsos y un destino final, en fin, sobreviviendo bajo tierra, al mismo nivel en el que entierran a los muertos resignados.

El tambaleo del tren me hacía perder el equilibrio a ratos. El sudor sobre mi frente también empezaba a hacer de las suyas. Uno de los malandros tomó un atajo hasta mi hombro y logré librarme de nuevo. Me seguía moviendo. Ya casi llegaba hasta el primer vagón del metro, la ruta de escape estaba a punto de extinguirse.

Llegando a Parque del Este, el sistema eléctrico colapsó. Un apagón generalizado en varias zonas de Caracas me iluminó la salida. Mientras la oscuridad tenía secuestrado al tren y a la ciudad, pude alcanzar una de las puertas del vagón que abrieron manualmente. Faltaba solo un trecho para llegar hasta la próxima estación y lo tuvimos que hacer a pie. La gente se bajaba desesperada. Adivinaban los pasos que tenían que dar en medio del negro intenso que pintaba al túnel. Los malandros también fueron víctimas.

Vi la luz al final del túnel. Llegué a la estación Parque del Este y el caos diluyó a los choros que me seguían, pero me pillaron un par nuevo de maleantes. El alboroto que había en las escaleras mecánicas (estáticas) era un río revuelto para que los malhechores de relevo tuvieran un buen día de pesca. No me hicieron nada, pero la mala intención se les asomó en las pupilas.

Se escucharon un par de detonaciones justo cuando pasé los torniquetes. No supe si fue una falla del tren o si alguien corrió con menos suerte que yo. En esta ciudad aprendes a diferenciar las onomatopeyas del caos, pero esa vez no me interesaba quedarme a averiguarlo.

Llegué a la superficie. A las afueras de la estación la lluvia amenazaba al asfalto. La adrenalina llegó tarde a la fiesta y me puso terco. Saqué el celular. Si hay algo a lo que no renuncio jamás es al placer de darle play al reproductor bajo la lluvia, en una ciudad. Volví a poner música, y seguía metido en el álbum de Madonna. Esta vez sonó Die another day, el soundtrack de la última película de James Bond que protagonizó Pierce Brosnan.

“I guess I’ll die another day…
It’s not my time to go”

Este texto es otra fe de vida.

*Agradecimientos especiales al que sea mi Ángel de la Guarda, a José Gregorio Hernández/ Charles Chaplin, Speedo y a Google Translate*

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