Opinión

Power Rangers: La morfosis del niño que nació gay

Este es el debut de Iván Zambrano como columnista de @Ub_Magazine. Esta columna de opinión es la primera  de una serie de autores nuevos que estarán en nuestra plataforma para acercarnos a los problemas diarios que los jóvenes venezolanos enfrentan, al igual que sus temores, esperanzas y alegrías. Síguelo en Twitter como @IvanZambrano.

Fotografía: Alejandro Cremades / Composición gráfica: Erich Gordon
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El Power Ranger rojo fue mi primer amor no correspondido. Me asomaba al televisor todas las tardes a verlo con vergüenza y culpa, las amigas imaginarias con las que me tocaba jugar, las mismas que me recordaban las normas para ser un hombrecito: “Los varones no miran a los ojos a otros varones”, “No partas la muñeca”, “No orines sentado”,“¿Por qué no tienes noviecita en el colegio?”,“Los maricos no van al cielo”,“Eso es pecado”. Yo soy pecado. Es difícil digerir eso siendo un niño de 5 años de edad, pero me tocó.

Tenía las curiosidades clásicas: ¿Por qué las estrellas no se caen del cielo?¿Por qué se me arrugan las manos cuando paso mucho tiempo en la bañera?¿El Ratón Pérez es contrabandista de dientes? Pero de repente la pregunta más recurrente empezó a ser otra: ¿Soy el único niño del mundo al que le gustan los niños?¿A quién le puedo preguntar esto sin que me miren feo? Aún era temprano para contestar. No entendía si yo venía con defecto de fábrica o me había contagiado por ver a Walter Mercado.

En los años noventa la figura del homosexual en televisión se dejaba colar si eras un astrólogo, una caricatura o un fenómeno de circo. “O sea, que si se te mete una mujer en la cama ¿tú no haces nada?”, le preguntaba un sorprendido Napoleón Bravo a Jesús, el invitado a su programa cuyo mérito para estar frente a cámara era ese: ser pato. “No, no haría nada porque, como le dije, soy homosexual”, contestó y hasta la risa contenida de los camarógrafos se escuchó al aire.

Un día vi a Jesús en la calle y, como el resto de la gente que estaba esa tarde en la plaza por la que pasaba, lo apunté con el dedo. “Ese es el marico que salió en ‘24 Horas’, mamá”, dije sin haber mudado todavía todos los dientes. Fui el primer homofóbico en mi vida. No quería ser víctima, comencé siendo victimario: “Yo no soy marico, marico es el hijo de la vecina, marico es Juan Gabriel, marico es Jean Carlos Simancas. Yo no soy marico”. Dicen que una mentira dicha 100 veces se convierte en verdad, menos esa.

Tuve que seguir mintiéndome hasta que llegaron las clases de educación física en el liceo. Las hormonas fueron el ejército que le hizo frente a la resistencia. La represión se intensificó, se somatizó. Diagnóstico 1: Dermatitis seborreica. Diagnóstico 2: Fobia social. Diagnóstico 3: Hipersensibilidad al rechazo. Me propuse sacar las mejores notas. Era la manera de lograr la aprobación de mis padres y de mis compañeros de clases. Fui el ejemplo a seguir, el orgullo de mi familia. Tenía la boleta con puros 20, pero con una materia pendiente: aceptarme a mí mismo.

En el salón interpreté tres papeles: el de nerd, el de payaso y el de pato. Era el cerebrito que causaba risas con sus chistes, “pero no te le acerques mucho porque es maricón”. Cambié de colegio cada vez que el secreto a voces empezaba a hacerme ruido. Purgaba el amaneramiento. En cada nuevo instituto procuraba ser menos cariñoso, engrosar la voz, caminar recto. Y así lo hice. Caminé recto, pero por el camino equivocado.

A los 17 años tomé medidas desesperadas, la peor de todas: pedirle el empate a mi mejor amiga (mi cuarto amor no correspondido) como último recurso para mantenerme del lado correcto de la historia. Obvio, me dijo que no. Luego le escribí una carta contándole la verdad, pero por alguna razón (y para no llegar a los 5 mil caracteres echando el cuento) terminó en manos de mi mamá. Así fue la salida oficial del closet, de un closet transparente, de celofán.

“Te amo. Pero no tienes culo para ser gay, hijo”, fue lo primero que me dijo mi mamá, medio en broma, medio en serio. Empecé a hacer sentadillas y peso muerto, también inicié una campaña para desmontar mitos: “no, no me quiero poner tacones”; “no, no odio a las mujeres”; “no, no me gustan todos los hombres”; “no, el VIH y el SIDA son cosas distintas y no son exclusivas para los gays”. “Sí, soy el mismo que sacó una boleta de puros 20”; “Sí, soy el mismo que leyó el discurso de graduación”; “Sí, soy el mismo al que pusieron de ejemplo en algún momento”.

Los silencios en la casa hacían visita todas las noches. Era el luto machista porque no habría nietos. Para más colmo, soy el único varón que puede heredar el apellido Zambrano a su descendencia. En la casa no se hablaba del tema. Procuré mantenerme fuera de circulación mientras pasaba la turbulencia. Pero en medio de las incertidumbres llegó la mejor de todas: mi primer y único amor correspondido hasta el cierre de esta edición.

José Antonio tuvo un puesto reservado en la misma mesa en la que años atrás me preguntaban “¿y cómo están las novias?”. Allí sentado se ganó la confianza de mi familia. Pasó la prueba cuando mi mamá empezó a invitarlo a desayunar los sábados y se graduó de yerno cuando ella misma le dijo, un día en el que la conversa terminó a las 10 de la noche: “¿Por qué no te quedas a dormir?”.

Ahora había dos almohadas en mi cama, pero solo durante 10 meses. Cuando le comenté a mis padres que José ya había devuelto la copia de la llave de la casa, mi papá me dijo: “¿Y por qué no se dan un tiempo? Él es un buen muchacho”. ¿De verdad mi papá me estaba diciendo eso? Yo quería saludar a la cámara escondida. Por fortuna fue una escena real con la que terminó el capítulo final de toda una historia de prejuicios. No está mal si eres niño y prefieres al Power Ranger rojo que a la rosada.

PD: Mi segundo y tercer amor no correspondidos fueron Servando y Fernando Colunga. Es lo único de lo que me siento culpable en el presente.

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