Safari Carabobo: diversión familiar en los 70

Hipopótamos, leones y jirafas en su estado silvestre corriendo entre los carros y las personas. Antílopes a pocos metros del parabrisas y cocodrilos casi siempre dormidos. El Safari Carabobo y el Safari Margarita, fueron dos de las grandes atracciones familiares en aquella Venezuela saudita y "ye-ye". Otra de nuestras historias de esplendor que son desconocidas por las nuevas generaciones

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Subir los vidrios del carro y prender el aire acondicionado, quienes lo tenían. Cruzar, a unos quince kilómetros por hora, una soporífera llanura de horizonte pulsátil, con temperatura de horno siderúrgico, poblada de exóticos ejemplares de fauna africana: venados y antílopes pastando; hipopótamos haciendo submarinismo en la laguna; cocodrilos con aspecto disecado: avestruces de talante inquisitivo y mirada alucinógena… No era una especie de Serengeti: aquello estaba aquí mismo, a diez minutos de Valencia.
Los safaris de Carabobo y de Margarita fueron dos de los más exóticos productos de la Venezuela saudita. Entonces no había antojo que no se resolviera a realazos. Como viajar a África era un galimatías demasiado “out” (todo el mundo andaba ocupado de viajar a Aruba y Orlando) el asunto podía resolverse trayéndose un pedazo de África para acá. El de Margarita, inaugurado en 1975, muy cerca de Playa Caribe, fue un proyecto que capitaneó el empresario Luis Borges Villegas. Quiso ser una versión adelantada de los paquetes ecoturísticos, especie alternativa frente al frenesí del “shopping” en los albores de la creación de Puerto Libre.
El de Carabobo era propiedad de Roberto Cervini y fue abierto un año después en la zona de La Yaguara. Tigres, leones, elefantes, monos, rinocerontes y jirafas podían ser apreciados entonces en estado silvestre, sueltos como si tal cosa, en un paseo que ofrecía seguridad siempre que no se infringieran las normas elementales. Levantar proyectos como estos implicaban una inversión inicial considerable (el de Carabobo empezó con 25 millones de bolívares de los de los años setenta), pero la respuesta del público fue tan entusiasta en las primeras de cambio que el Safari de Margarita llego a pensar, incluso, en la posibilidad de exportar nuevas crías de vuelta de dos años. A poco andar, el estrafalario imaginario de la fábrica nacional de rumores, empezó a girar en torno a los parques. Que si a un señor que se bajó a buscar unos cambures se lo habían comido unos leones; que si a los cachorros de tigre los estaban rematando en Tinaquillo.
A finales de 1979 se extendió el chisme de que la población margariteña de burros, estaba a punto de desaparecer porque toda era ofrendada para que las bestias almorzaran. Pero sí hubo noticias confirmadas de algunos accidentes terribles: el 28 de julio de 1977, un rinoceronte que pesaba 4 mil kilos corneó a Salvador Cegarra, un sujeto de nacionalidad española encargado de alimentarlo, y le ocasionó la muerte. Los safaris se pusieron de moda y, como las canciones pop, de pronto pasaron de moda.
El de Margarita cerró a finales de 1979. Fue declarado en quiebra por una razón muy sencilla: la gente dejó de ir. Sus instalaciones estaban destartaladas a la vuelta de tres años y los animales, que estaban pasando las de Caín en aquellas hectáreas, fueron vendidos a un zoológico en Aruba. El último ejemplar que nació en el parque, fue un venado al que sus cuidadores lo bautizaron como “Malasuerte”, en vista de que llegó a la fiesta en el peor momento posible.
El de Carabobo logró subsistir una década más y cerró a finales de 1990. Sus animales fueron donados a varios zoológicos regionales. Las razones esgrimidas fueron más o menos las mismas; el saco de alimentos concentrados, de origen importado, estaba muy costoso; el costo de la entrada al parque no pasaba de los 30 bolívares y la afluencia de visitantes se había reducido en un 70 por cierto. En estos terrenos se levantó no mucho después un complejo residencial.
safari 1
Un año antes, en 1989, la antigua «PTJ» había desmantelado una banda de delincuentes que sustrajo del parque unas 30 cabras de nubia, sesenta ovejas y algunos impalas, antílopes y caballos de paso, para venderlos «en pinchos» a los  bordes de la Autopista Regional del Centro. Era demasiado. El país ya no estaba para modalidades de entretenimiento tan sofisticadas. Sus dueños pudieran haberlo afirmado: “Monto un circo…y me crecen los enanos”.
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