Venezuela

Un viaje por Caracas en busca de hielo para salvar el pollo

Diez de la mañana. Cerca de las veinticuatro horas sin luz. Misión, salvar el pollo que está guardado en el refrigerador. Objetivo, conseguir bolsas de hielo.

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Texto: Mariángel Velásquez

Con esto en mente, mamá y yo salimos a recorrer las calles de Sebucán, Los Dos Caminos y Santa Eduvigis. Aunque en un principio sólo habíamos ido para distraernos de todo lo que estaba pasando y buscar información, terminamos en un recorrido por gran parte de Caracas en busca de hielo. Nuestro recorrido terminó dividiéndose en tres viajes y con un cien por ciento de esperanza. Casi lo logro.

El primer viaje inició a las 9 de la mañana. Nos dirigimos al automercado Excélsior Gama de Parque Miranda. La única manera que se podía entrar era haciendo cola en una de las puertas laterales que daban para el estacionamiento, bajo un sol que se burlaba de nosotros como queriendo decir “para que reaccionen, muchachos”. No entramos, mamá dijo que no hiciéramos el intento de entrar, había demasiadas personas y según los rumores, no tan rumores, se tenía que cancelar en dólares en efectivo. Aceptaban tarjetas en bolívares  pero como buenos católicos que somos teníamos que rezar dos padrenuestros y un avemaría para que la transacción pasara por el punto de venta y se hiciera efectiva.

Continuamos nuestro recorrido, llegamos a Farmatodo de Santa Eduvigis. Lo mismo, una cola gigantesca y las personas solo salían con bolsas de pan, refrescos, botellas de agua y alguno que otro producto, no había hielo.

Otra sucursal de la red de automercados Excélsior Gama, ubicada en la urbanización aledaña, Los Palos Grandes, se encontraba con la santamaría abajo y una cola gigantesca. Dejaban entrar por lotes de personas. Lo mismo que en los otros establecimientos las personas salían con bolsas de pan, refrescos, botellas de agua pero nada de hielo.

De lo que si me pude percatar era que la plaza que está al frente del supermercado estaba llena de gente. ¿La razón? había una pequeña fuente de energía donde se podían cargar los teléfonos aunque no sé si había que pagar en dólares o era gratis, jamás lo sabré.

Nuestra esperanza de conseguir hielo había muerto un 20 por ciento, el 80 por ciento restante estaba rezando para conseguirlo o para que volviera la luz, para que los caldos y los huesitos de Titi (mi perrita), como también nuestro pollo crudo se mantuvieran y no perdiéramos lo que con tanto esfuerzo nos había costado comprar.

Volvimos a nuestra casa. Al llegar a los pocos minutos, después de hablar un rato con algunas vecinas, llegó la luz. ¡Se salvó el pollo!, pensé inocentemente. Llené los potes con agua, conecté el celular, coloqué a calentar el agua para bañarme (tenía como dos días sin bañarme, me sentía percusia), conecté la nevera, todo en un tiempo récord. Mi felicidad duró exactamente 10 minutos, la energía eléctrica se volvió a ir. ¡Se me dañó el pollo!, pensé.

El segundo viaje inició al mediodía. Esta vez decidimos ir a otras zonas, Los Dos Caminos para ser exactos. Subí con la esperanza que la panadería estuviera abierta, no lo estaba. Sin embargo, comprobamos que aquellas zonas tenían luz o, por lo menos, uno que otro edificio. Pensé seriamente en darle mi teléfono celular a los muchachos de la mecánica de la Avenida Sucre para que lo cargaran, estaba desesperada por saber que pasaba, por hablar con mis tías y por saber de mi papá y mi abuela, que están en el lejano estado Trujillo. Aún sigo sin saber nada de ellos dos.

Con aquel pensamiento y con el 30 por ciento de nuestras esperanzas muertas, volvimos a hacer el recorrido de la mañana. La mayoría de los comercios que habitualmente están abiertos, seguían cerrados. Lo único que se escuchaba era el sonido de nuestros pasos y el sonido de los arboles bailando al mejor ritmo del joropo a causa del viento.

Básicamente esto fue lo que sucedió:

• Primera parada, en una charcutería que se encuentra frente a la cancha de béisbol de la Avenida Rómulo Gallegos, el vendedor nos dijo «se me terminó». Cabe destacar que en la mañana cuando mi mamá y yo pasamos, estaban cerrados y en un lapso de tiempo tan corto, según ellos se les acabó. No tiene sentido, pero continuamos.

• Segunda parada, el Excélsior Gama de Parque Miranda.  «No hay», dijo el encargado.

• Farmatodo de Santa Eduvigis: «No hay mi niña», me dijo una empleada. Lo curioso es que había cola, el recinto no tenía luz (supongo que la planta ya habría terminado de agotar su energía) y las algunas personas que estaban ahí buscaban hielo. Así que si no hubiese preguntado, probablemente seguirían ahí. Cuando nos íbamos varias personas en carro comenzaron a preguntarnos, ¿hay hielo? Mi mamá con ganas de llorar les respondió que no, “ni aquí, ni abajo”.

• Farmatodo de los Palos Grandes. «No hay», me dijo el vigilante.

Ya estábamos cansadas por una caminata de tantos kilómetros, los pies nos dolían y el deseo de mi mamá era tomarse una Coca Cola o una Malta con mucho hielo. En los locales donde había malta o refrescos, me pidieron dólares. Lo único que me repetía era “pronto saldremos de esta, todo estará bien”. Seguimos caminando y alejándonos de la casa: Llegamos hasta Altamira, con un 40 por ciento de esperanzas, cada comercio que pasábamos: abastos, farmacias, mini supermercados, panaderías, etc., estaban cerrados. El supermercado Plaza’s ni abrió. Aunque pensándolo bien dudo mucho que tuviera hielo ya que, justamente el martes mi mamá y yo habíamos ido para comprar unas cosas y no había aire, el recinto olía a rancio.

De tres gasolineras que recuerdo haber contado, solo una estaba funcionando. Había reporteros buscando testimonios, Protección Civil hacia recorridos para solventar cualquier eventualidad, personas molestas gritando cada cinco minutos «Maduro…», y ya saben lo que sigue, una grosería que prefiero no escribir por aquí.

Nuevamente volvimos a casa, con las manos vacías, resignadas a perder el pollo y a pasar una noche más a oscuras.

Tercer viaje, comenzó a eso de las 2:30pm o 3:00pm. Una vecina quería que la acompañara a buscar señal en la Torre Movistar cerca de Parque Cristal, para avisar a su familia que todo estaba bien y comentarles un poco cómo se sentía ante toda esta situación. La acompañé, solo porque íbamos en carro, no estaba dispuesta a echarme otro maratón por aquellas calles, nada que ver. Mi mamá esta vez decidió quedarse para que, en caso de llegar la luz pudiese conectar todo y preparar la comida temprano, a pesar de tener cocina de gas. Este recorrido nunca fue con la finalidad de buscar hielo, queríamos señal, no tenía en ese momento dinero en mis manos. No obstante, en medio de la desesperación por querer salvar el pollo tanto para nosotros, mi mascota y sus padres, decidimos nuevamente recorrer Caracas.

Recorrimos varias calles, ya ni recuerdo cuáles ni cuántas. Llegamos a Altamira, entré al supermercado Luvebras para ver si había, y no. Al salir, escuché lo siguiente.

– Son 59 mil bolívares, un total de 20 dólares, dijo la cajera a una clienta que compraba algunas cosas.
Indignada por la forma en cómo muchos establecimientos estaban aprovechando la situación, salí del lugar. En mi cabeza no cabe cómo teniendo en cuenta lo que estamos viviendo, algunos comercios cobraban en una moneda que no es la nuestra y la cual casi nadie tiene acceso, sobre todo la clase humilde. Aunque muchos comercios aceptaban ambos tipos de pago, otros sólo querían divisas. Entiendo a los comerciantes pero también entiendo a la gente.

Seguimos en busca del hielo. Después de cinco vueltas, conseguimos un lugar donde si tenían disponible el producto que queríamos y que tanto estaba anhelando.

– Señor, ¿en cuánto la bolsa de hielo?, pregunta mi vecina.
– 3 dólares, dice uno de los encargados.
– ¿Cómo hago si soy venezolana y gano en bolívares?
– …
– ¿Acepta transferencia?
– No, sólo dólares en cash.
– Se lo pago al cambio. Estoy desesperada, tengo dos abuelos en mi casa y necesito las bolsas para salvar la comida que tengo. ¡No puedo darles comida dañada!
– …
En toda la conversación no intervine, sólo pensaba que las personas son unas indolentes. Me sorprendía la actitud del señor, quien a pesar de no haber sido mala gente ni grosero, fue indolente ante la situación de mi vecina. Me acerqué a ella y le dije:

– Vamos a la casa. Yo tengo unos pocos dólares que a mi mamá le dieron como aguinaldo (regalos en diciembre). Si no tienes, te los presto y vemos que hacemos.

– Yo tengo. Sólo no quiero gastarlos, es lo último que me queda. Me parece que tres dólares es mucho dinero, me da dolor darlos.

– Lo es. Aunque más me duele perder mi comida.

– Señora, cómprelo –interrumpe un señor que estaba cerca– Vengo de Los Ruices. Allí, Empresas Polar le dio dos panelas de hielo a cada uno de sus trabajadores pero a mí no me quisieron vender.  Recorrí varios lugares de Caracas y aquí fue donde conseguí.

Después de aquel testimonio, no lo pensamos dos veces y le dijimos al señor que nos guardara dos bolsas. Nosotras íbamos a buscar el dinero. Nos respondió: “Vayan, que aún es que queda”. Típica frase de alguien que se quiere deshacer de ti y que no te guardará nada.

Llegamos a mi casa, ya ni recuerdo las veces que salí y entré por la puerta. El vigilante de mi edificio se estaba burlando de nosotras. Me bajé del carro y corriendo toqué la puerta de mi casa, mientras mi vecina subía a buscar el dinero a su casa y le dije a mi mamá:

– Conseguí hielo, tres dólares la bolsa.

– Demasiada plata.

Sin embargo, lo meditamos y decidimos que valían más los pollos que la bolsa de hielo. Antes de salir, nos encontramos con un vecino, quien tiene un negocio de comida y dijo que estaba muy cara la bolsa. Nos recomendó subir a una licorería cerca de Galerías Sebucán. Volvimos a perder el viaje, no había hielo y cuando hubo lo vendieron en nueve mil, aunque después me enteré por otro vecino que, en realidad lo vendieron en cuatro dólares la bolsa. Nos dirigimos al lugar donde, según nosotras, teníamos el hielo seguro. Lo cierto es que nos encontramos con lo que ya sospechábamos, el señor vendió todo el hielo.

Uno de los empleados nos dijo que muy cerca del lugar había un camión vendiendo hielo, rápidamente nos montamos en el carro y nos dirigimos a donde se encontraba aquel camión. Ya se había ido, sólo nos pudimos enterar que tenía un precio de dos dólares. Una de las personas que estaba cerca nos dijo que en Las Mercedes, había otro. Ya con un 35 por ciento de esperanzas, nos fuimos hasta nos habían dicho. Eran las 4:00pm, habíamos recorrido varias calles de zonas muy alejadas de nuestra casa, en el sureste de la capital: Las Mercedes, Santa Paula, Santa Fe, Baruta, Los Campitos… Nada, no conseguimos camión, ni siquiera un rastro de él.

En la desesperación, cometimos varias infracciones de tránsito. Si este fuera un país normal que sancionara el mal conducir, ya tuviéramos unas cuantas multas. Y en mi recorrido incluso presencié un saqueo. Mi vecina no se quiso acercar. Mi sangre periodística se sintió desilusionada, más de lo que ya estaba como persona. Presencié como una policía que se cree mucho sólo por tener un arma, le gritaba a un hombre. Siendo sincera nunca vi que aquel hombre le hubiese gritado o faltado el respeto. La policía le gritaba muy cerca de la cara, mientras él estaba callado y ella con la mano en la funda donde estaba el arma.

Miré mal a un hombre que creyó que era momento de jugarme una broma cuando estaba en un momento de desesperación. Vi como un policía llevaba a un delincuente, quien supongo acababa de robar o estuvo a punto. Vi como los restaurantes estaban abastecidos de personas quienes estaban esperando su turno para entrar. Vi como personas se tomaban selfies y hacían chistes en varios distribuidores de las autopistas. Mi 35 por ciento de esperanza estaba muerta. Me sentía desilusionada, con ganas de llorar y gritar. No me malentiendan, cada quien es libre de hacer lo que le plazca pero, ¿realmente estamos para comer en un restaurante y beber tragos? ¿Qué tan necesario es una selfie en estos momentos? ¿Por qué los chistes? Cada una de estas interrogantes y muchísimas más me surgía mientras escuchaba las noticias en la radio, cada una más triste que otra. Me pareció indolente y, sentí al igual que muchas veces que esto no va a cambiar porque para que pase, tenemos que cambiar nosotros.

Ambas con las esperanzas por el suelo, ya se me había olvidado el pollo, llegamos a la casa. Aproximadamente a las 6:00pm. Me topé con una sorpresa muy agradable. Uno de nuestros vecinos, quien estaba en Higuerote decidió subir con la finalidad de comprobar su casa y que todo estuviera en orden. Trajo con él una planta eléctrica y le ofreció a mi mamá cargar su nevera para conservar la comida que tuviéramos dentro. De igual manera, la colocó a la orden para cargar los teléfonos celulares. Al final del día, gracias a su solidaridad, nuestro pollo, el pollo de mi vecina y la carne de otra vecina, terminaron salvándose de la catástrofe. Todos los vecinos comenzamos a compartir lo poco que sabíamos.

Dos horas fue suficiente, la nevera estaba fría, mamá hizo café, calentó unos ñoquis de papa que le habían regalado y, terminamos comiendo varios. Mi esperanza volvió, gracias a la solidaridad. Después de todo, como dice mi mami: “China, la esperanza es lo último que se pierde”.

La misión salvar el pollo fue todo un éxito.

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