Opinión

Una virtud olvidada

Ricardo Adrianza propone comenzar a diseñar nuestra propia vacuna contra los antivalores y revisar las virtudes olvidadas, que nos permitan trascender como una generación valiosa y ser dignos de ser recordados por construir una mejor sociedad

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una virtud olvidada
Marius Venter / Pexels

A propósito de los duros momentos que enfrentamos, es placentero oír y leer a muchos expresando sus deseos por amanecer en un mundo mejor: libre de egoísmos, insultos, y donde la solidaridad y el agradecimiento sean valores incuestionables.

Abogar por esos deseos es una magnífica forma de iniciar un camino que, en la Venezuela actual, nos presenta miles de kilómetros por recorrer. Pero, como tantas veces he manifestado, los cambios no se fomentan con los deseos, sí con la acción decidida y reiterada de todos.

Como muchos, inscribo mis deseos y acciones en esta cruzada en contra de la desidia gubernamental y los antivalores. Creo firmemente que esta pausa mundial nos obliga a ser mejores personas y a enarbolar la bandera de la ética como principio fundamental de la existencia.

A diario, escucho con asombro las quejas que se esparcen por las redes sociales, como esperando un cambio celestial. Pero quejarse sin acción no tiene sentido. Quizás exista una mayoría soñadora que apuesta a que con el descubrimiento de la vacuna se resuelvan todos los problemas. Es indudable que eso será una gran noticia, sin embargo, quedarían muchas cosas por hacer.

Estoy muy consciente que este confinamiento nos genera, a muchos, amargas sensaciones que quebrantan nuestra tranquilidad. Ahora bien, es necesario entender que no hemos sido los únicos en sufrir los embates de calamidades como esta y que, en definitiva, es un llamado de atención para encarrilar a un mundo que, a pesar de todas las ventajas que nos proporciona el desarrollo tecnológico e industrial, carece de lo que llamo humildad emocional.

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Para comprender mejor lo que intento explicarte, te pido que imagines tu vida bajo este escenario: naciste en el año 1900. Cuando tenías 14 años comienza la Primera Guerra Mundial y termina –con un saldo de 21 millones de muertos– cuando cumples los 18.

Poco tiempo después, aparece en escena la gripe española, matando a 50 millones de personas. Tú sigues en pie y cuentas con 20. Años más tarde –pasando por la crisis económica mundial de 1929– llegan los nazis al poder y en 1939 comienza la Segunda Guerra Mundial que nos deja un saldo de 60 millones de muertos y uno de los episodios más amargos de nuestra historia: el holocausto.

Este ciclo termina cuando tienes aproximadamente 45 años. No todo termina allí, pues las sucesivas guerras de Corea y Vietnam se suman a los imponderables vividos por esa generación.

Foto: Pixabay / Pexels

Si valoramos bien este resumen, todos estos sucesos en conjunto han podido mutilar a muchos los años de vida productiva. Por lo tanto, es imprescindible que no dejemos escapar esta oportunidad –única en nuestra generación– para voltear el destino de la humanidad a nuestro favor.

Con la crudeza que supone este ejercicio de imaginación, pretendo concientizar que hemos sido una generación privilegiada con todas las ventajas que nos brinda un mundo tecnológico donde, incluso, las guerras son televisadas. Por ello, me luce justo e incuestionable el reclamo de la naturaleza ante tanto maltrato que nace de nuestro accionar.

El escritor ruso Fiódor Dostoievski parafraseó una vez: “La naturaleza no te pide opinión. No le interesan tus preferencias ni si apruebas sus leyes”. Y esto precisamente es lo que debemos entender en toda su magnitud para rescatar; en consecuencia, la lista de valores y virtudes que nos hacen personas diferentes y poder apostar a ese mundo diferente que muchos desean, incitados por la desazón que les deja el encierro.

Ante el desconcierto no vemos el mensaje claro, pero quizás uno que se avista como primordial es fomentar la unión familiar y la responsabilidad insustituible de los padres en la formación y educación de sus hijos, ecuación que se ha perdido ante los vaivenes de la vida moderna. La educación familiar es la verdadera alma máter para nuestros hijos.

Por otro lado, el llamado es a apostar al rescate de los valores. En este escrito, quiero proponerte rescatar uno, muy poco valorado, pero cuya influencia es fundamental y los más importante es que solo necesita de tu concurso. Es una virtud olvidada: la humildad.

Desde la perspectiva de la evolución espiritual, la humildad es una virtud de realismo, pues consiste en ser conscientes de nuestras limitaciones e insuficiencias y en actuar de acuerdo con tal conciencia. Más exactamente, la humildad es la sabiduría de lo que somos. Es decir, es la sabiduría de aceptar nuestro nivel real evolutivo.

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Esta definición –desde el punto de vista espiritual– nos invita a reconocer nuestras imperfecciones y ponerlas al servicio de los demás.

Soy un convencido de que cuando somos humildes aceptamos con gallardía las derrotas que nos propina la vida, por ejemplo, las que nos deja la pandemia, te vuelves más humano y con ello estas más dispuesto al aprendizaje.

Cuando eres humilde reconoces el valor de los demás y, con ello, valoras profundamente la importancia del trabajo en equipo y la influencia que tiene cada uno de sus integrantes. Siendo humildes, somos más agradecidos con lo que somos y lo que tenemos. Si actuamos desde esa perspectiva, cada momento o situación que invada nuestra vida la valoramos como un regalo.

Comencemos entonces a diseñar nuestra propia vacuna contra los antivalores y revisemos las virtudes olvidadas, que nos permitan trascender como una generación valiosa y ser dignos de ser recordados por construir una mejor sociedad.

Yo, humildemente, te invito a practicar la humildad emocional, que no es otra cosa que la humildad que nace del corazón. Y tú, ¿qué propones?

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