Venezuela

La velocidad de las redes (en torno a la inteligencia moral en línea)

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En las redes sociales todos somos MÁS.

Más bonitos, más chéveres, más inteligentes.

Somos politólogos. Y filósofos además.

Estamos en el centro del escenario, y el foco de luz es nuestro, enteramente.

Del ser, al tener y del tener al parecer, esos han sido nuestros pasos.

Somos el espectáculo de la política, del activismo, de nosotros mismos.

Y listo, así vamos y hablamos y los sabemos todo.

En un clic, eso sí.

Ya hasta me da vergüenza decir algo por acá. ¿Qué voy a decir yo, ya tarde, si todo salió disparado a ser dicho? Porque el asunto debe ser rápido, porque debes pensar rápido, porque debes ser un genio instantáneo, un genio de la moral instantánea.

Estamos en los tiempos de la oportunidad instantánea.

Sí, de la oportunidad más rápida que la oportunidad, la oportunidad fa presto, del kairós de las frases inteligentes a la carrera, y de la otra inteligencia, la inteligencia por fuera del cuadrito, la de los que piensan a contracorriente, la de los que siempre te van a salir con otra cosa, la de los aguafiestas, la de los que te quieren hacer mirar para otro lado y hacerte ver lo equivocado que estás, lo tonto que has sido.

«No eres más que una víctima de los poderes corruptos que te dicen qué pensar.» Eso te dicen.

Y claro, también están los «sensatos» como yo, que quieren ver los toros desde la barrera, desde unas escaleras muy altas y que todo lo analizan con pretendido ojo crítico y sereno. ¡Qué inteligente somos en las redes, carajo!

Ahí vamos opinando. Al fin y al cabo, eso es lo que hacemos, aunque muchos crean que tienen el gran conocimiento. Pero en realidad tan sólo opinamos. Somos una legión de opinadores, los opinadores genios de las redes.

Los filósofos griegos pensaban que la opinión tenía que ver con la estética. Sí, con la estética, con aquello que pertenece a los sentidos, y los sentidos, lo sabemos, nos engañan. No hay nada seguro en los sentidos. La opinión es lo que percibimos del mundo, del mundo cambiante, que no tiene asideros, que se nos va como agua.

El gran logro de las redes: ir casi a la misma velocidad del mundo.

El otro «gran logro» de las redes: ser tan equívocas como el mundo.

Así que todos podemos opinar, somos libres de hacerlo.

«Libertad de expresión», cómo nos gusta esa frase.

En nombre de ella decimos todo cuánto se nos ocurre. ¿Por qué no? Nacimos iguales y tenemos derecho a expresarnos, a opinar, a sacar lo que tenemos en nuestras cabezas, así, a toda velocidad en los tiempos del escenario cool.

Nada de prudencia, la prudencia es lenta, la prudencia es para esos griegos áticos a los que les sobraba tiempo para pensar. Y además no tenían redes sociales.

Pues bien, nada de griegos antiguos.

Hay que decir, debo decir, debemos salir corriendo a decir.

¿Qué decimos?

Lo que tenemos en nuestras cabezas.

Lo que antes decíamos tomando cervezas.

Lo que suponemos son nuestras verdades verdaderas.

Hablamos corriendo porque sabemos lo que decimos. Porque ya, alguna vez, no recordamos cuándo ni dónde, lo hemos leído y lo hemos, además, pensando y hasta debatido con los demás, o con nosotros mismos, no importa.

Estamos muy seguros de lo que decimos, sí señor.

Pero que la opinión no sea excusa.

Con las opiniones se difunden valores, los valores de cada quien. ¿Pero son siempre buenos esos valores? Un muy concienzudo ensayo de Raúl Trejo Delabre, titulado «Ética en las redes sociales / Dilemas y reflexiones»[1] explica que a través de las redes sociales suelen propagarse —con pasmoso desparpajo, diría yo— valores agraviantes. Tales valores, en gran parte, son dados por la simplificación.

Pero vayamos a lo primero: tolerancia, respeto, reconocimiento y aceptación por la diversidad son los valores deseables, ¿no es así? Pero, con frecuencia, encontramos lo contrario. Con frecuencia y en cantidades colosales, los valores agraviantes toman las redes.

Tales valores agraviantes aparecen incluso disfrazados de inteligencia.

Y así te echan en cara: «¿Qué haces doliéndote de los muertos de Francia, cuando en Caracas nos matan todos los días? ¡Yo me preocupo por mi país, caracha!»

Quien te acusa, ¿de qué te acusa? De desinformado, de alienado, de poco profundo. Quien te acusa, pretende ser más inteligente que tú. Esto es, sin duda, agraviante.  

Y están los que dicen: «Todo fue parte de un plan del capitalismo occidental, una excusa para bombardear Siria.» Sí, bueno… sí, lo que digas… ni modo. Estos no eran verdaderos terroristas como tampoco lo sobrinos de ya tú sabes quién no son narcotraficantes.

Ahora, ¿está mal señalar que hay también otros crímenes abominables? ¿Está mal pensar de otra manera? ¿Está mal tener corazoncito de izquierdoso o de anarquista o de liberal? No, no lo está. Somos libres de adoptar la ideología que queramos. Pero, por favor, que la ideología nos permita seguir siendo libres, sensatos y abiertos a la diversidad.

No obstante, algunos pretenden pasar por mejores, por policías del dolor moral. El dolor de los informados y de los preclaros, ¿es mejor dolor, más digno, más inteligente, superior? El dolor de los informados, de los globales, de los apocalípticos, de los profundamente humanitarios, es pues un dolor globalizado. Ya ves, si eres de izquierda y te dueles por el mundo, pues nada, te has globalizado, caíste en el juego mercantil del interés, esa pasión compensatoria de los capitalistas.

¿Qué le dice a mi pesar, por ejemplo, que el Estado Islámico fue creado de manera indirecta o muy directa por los Estados Unidos y por Europa? Ese conocimiento no me va a quitar el pesar y la tristeza. De hecho, no me lo ha quitado.

Esto sí te digo: gracias por informarme. Informados nos hacemos más complejos, más profundos y así vamos intentando ser mejores seres humanos. Gracias, pero una cosa es que me informes y otra que me agredas con tu superioridad moral.

¿No olemos en estos casos de inteligencia magna algo de intolerancia, de irrespeto, de fundamentalismo (sí, fundamentalismo) y de desprecio?

Aunque no sé, cuando se despotrica contra la civilización occidental, ahí ya dudo. No es que seamos la panacea, pero fíjate, el hecho mismo de que puedas poner en duda la civilización occidental y que luego sigas por la vida como si nada, se debe, precisamente, a que pertenecemos a la civilización occidental. ¿Te gustan los carros, la Internet donde proclamas que la civilización occidental es una mierda, te agrada comer en un restaurante y leer libros buenos? Bueno, dale gracias a la civilización occidental. También podemos agradecer a la civilización occidental la creación de ideales abstractos basados en una razón sensata y práctica que se aleja cada vez más de leyes primitivas basadas, por ejemplo, en los fundamentalismos de la religión.

Pero sigamos. Hablemos de simplificación. Acá un valor agraviante abominable, dado desde la simplificación: «¡Malditos musulmanes!» Esta es la frase que resume —que simplifica— una hondura de pensamiento impresionante, cómo no.

¿Qué tanto conoces al Islam?

Pregúntatelo en serio.

Y así como decimos «malditos musulmanes», también decimos malditos negros, malditos judíos, malditos gringos, malditos colombianos y hasta malditos chihuahuas.

La simplificación siempre es más fácil, sobre todo en las redes, donde la oportunidad va tan velozmente que no tenemos tiempo de pensar lo que vamos a decir. ¿O será que algunos simplifican porque no tienen mucho que decir?

Pienso también que si te sales del redil de un pensamiento predominante, eso tampoco implicará que tienes entre tus manos una verdad irrefutable y distinta a la mía. En ocasiones, quienes se salen de un redil entran en otro. En ocasiones, quienes se salen de los rediles de «la derecha» no hacen más que entrar en los rediles de «la izquierda». En ambos rediles hay ideas, preconcepciones simplificadas, unas más complejas que otras, pero al fin y al cabo, si haces una mala película espléndidamente fotografiada y muy elaborada en la trama, eso no va a evitar que tu película sea mala o superficial en el tratamiento de los temas.

Hay socialistas que aman al pueblo, y no profundizan en tales ideas, ni leen, no sé, a Marx. Hay quienes se llaman liberales y creen en el «libre mercado» y tampoco van a fondo. Hay quienes hablan de democracia, pero sólo piensan que la democracia es soltar a bocajarro lo que se les antoje. Incluso hay quienes no hacen nada con el conocimiento; aprenden mil temas complejos, pero eso que aprenden no va a las capas más importantes de su espíritu.

Y sobran quienes olvidan que saber mucho o poco no te hace mejor persona.

En fin, simplificamos, somos estrellas del espectáculo, opinamos con autoridad, hacemos uso de la libertad de expresión, pensamos como genios morales únicos y originales… ¡Oh sí, todo eso! Pero me pregunto, ¿realmente alguna vez nos detenemos a pensar? A pensar de verdad. Aunque no sé, amigo, esa vaina como que no existe.

[1] Este ensayo está en el libro Ética multicultural y sociedad en red, un magnífico esfuerzo de Fundación Telefónica para reunir a los más importantes expertos del habla hispano sobre el tema de la ética y las redes sociales. Sus coordinadores fueron Luis Germán Rodríguez L. Miguel Ángel Pérez Álvarez, y está publicado por Editorial Ariel (Barcelona, España) en 2014. También puede conseguirse, gratuito, en el portal web de Fundación Telefónica.

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