
Cuando yo entré a estudiar filosofía en la UCV todavía había que suspender unos momentos las clases por el ruido del plomo que entrecruzaban guerrilleros urbanos y fuerzas del orden en algunas de las adyacencias del alma mater. Más que sobresalto recuerdo fastidio en los rostros por entorpecer la clase sobre Sartre o San Anselmo. También había que estar informado de cuál de las dos puertas mayores era el campo de batalla del día para entrar al recinto de Villanueva por la que gozaba de paz. Y hubo allanamientos, pequeños y grandes. Y choques entre estudiantes, básicamente entre comunistas y copeyanos. Violencia brava, en síntesis. Pero nada de ello alteró mis estudios y la enorme devoción que sentía por la filosofía, mi Escuela y sus profesores, por unos más que por otros, pero sin casi ninguna excepción a la regla. Luego vino la paz de Caldera y al menos tres filósofos volvieron de la guerra y se integraron a hablar de dialécticas y cortes epistemológicos. Por último terminé de profesor de la Escuela por más de un cuarto de siglo.
Quise referir ese período porque de allí salió una imagen extendida por mucho, mucho tiempo que pintaba ese maravilloso campus, perdonen las nostálgicas adjetivaciones, como un sitio lleno de peligros y donde debía reinar la ley de la selva entre profesores atemorizados y embravecidos alumnos. Hasta colegas de otras universidades sostenían ese fantasma y nos preguntaban curiosos cómo nos las arreglábamos para sobrevivir en ese pandemónium. Nada más distante de la verdad. Siempre he dicho que para mí el aprendizaje y la vivencia más rica del espíritu democrático la tuve en la UCV. Para empezar me enteré de que la democracia es un largo y difícil entrenamiento, que ésta no se decreta de la noche a la mañana. Y no tengo el más mínimo recuerdo de agresiones personales de alumnos a docentes, ni de lo contrario, salvo en algunos días turbios de la llamada Renovación Universitaria, no muchos.
Por el contrario sentí que nos acostumbrábamos día a día a una suerte de trato dialogal, donde el profesor no imponía, como tan a menudo suele hacerlo, ni los alumnos contraatacaban con su mayoría y su rebelde inmadurez, como suele pasar. Las cosas se transaban en sana paz. (- ¿Les parece el examen de Hegel para el viernes? –Dos exámenes seguidos es mucho, profe. –El martes entonces. –El martes, acordado.) Más o menos ese fue el tono de esas casi tres décadas. Claro, el método, si así puede llamarse, tiene también sus desventajas. Las cosas andaban más lentas y complicadas que lo deseable. Había demasiado parlamentarismo (Consejo universitario, de Facultad, de Escuela, de Departamento, de Investigación y dele…a veces extenuantemente largos), a tal punto que una vez el humor de Federico Riu, notable pensador, dijo en una de esas ágoras: ya he descubierto porque en la universidad no hacemos mucho de lo que queremos, porque nos pasamos la vida hablando de lo que vamos a hacer y no hacemos porque estamos hablando de ello.
Pero a pesar de todo creo que ese exceso de tolerancia y espíritu distendido es el mejor método posible, el menos malo como se dice de la democracia política. Y es lo que hace que profesores y alumnos de la UCV, y seguramente de lugares similares, amemos tanto nuestra institución y se nos haga un nudo en la garganta cada vez que oímos cantar aquello de la casa que vence la sombra.
Y la prueba mayor es que desde hace casi medio siglo, desde su autonomía, ningún gobierno, y ganas no han faltado, ha logrado ponerle de verdad la mano porque, saben que, maniatado, también puede ser un perro muy rabioso.
Hoy la sabemos malherida, pateada, escupida por la soldadesca y los mujiquitas que nos gobiernan, sus enemigos seculares, pero estamos seguros de que ese aprendizaje es indeleble, profundo. Y habrá de renacer