Venezuela

La señora que se sentaba sobre el Acta de Independencia de Venezuela

El Acta de Independencia de Venezuela, esa que fue aprobada el 5 de julio de 1811, estuvo perdida por 96 años. Durante todo ese tiempo la estuvieron buscando gobernantes e historiadores. No solo en Venezuela, hasta Inglaterra fue a dar una comisión persuadida de que allí estaría el “sagrado libro”. La búsqueda llegó a convertirse en un asunto de detectives, hasta que el 23 de octubre de 1906 el legajo apareció sano y salvo. Había sido conservado por dos mujeres valencianas que se alternaron en su cuido por casi un siglo.

TEXTO: MILAGRO SOCORRO | FOTOGRAFÍA: ARCHIVO EL ESTÍMULO
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Esta semana se cumplió un año más del día en que apareció el Acta de Independencia, traspapelada a pocos meses de su aprobación y firma. Recuérdese que, tras ser aprobado, el 5 de julio, el proyecto de declaración de Independencia de Venezuela, redactado por el diputado Juan Germán Roscio y el secretario Francisco Isnardi, el documento fue aprobado el 7 de julio y seis semanas después, el 17 de agosto, fue transcrito en el libro de Actas y firmado por los diputados.

Al comenzar las hostilidades de de 1812, el Congreso se traslada a Valencia y los diputados se llevan el libro donde constaba, entre otras disposiciones promulgadas, el Acta de Independencia.

El 14 de marzo de 1812, las tropas del oficial realista Domingo Monteverde invaden Valencia. La última sesión del Congreso sería 6 de abril de ese año y al día siguiente los diputados patriotas tuvieron que salir a toda prisa.

Había caída de la Primera República. Atrás quedaba el archivo del Congreso. Muchos creyeron, dada la violencia con que actuaban las fuerzas enemigas, que el libro que contenía el Acta de Independencia había sido arrojado a las llamas.

Pero un día, específicamente el 23 de octubre de 1907, la señora María Josefa Gutiérrez, viuda del ingeniero Carlos Navas Spínola, reveló que el libro de Actas del Congreso de 1811 estaba en su poder. Tal como ella misma escribió, en una carta dirigida al historiador Francisco González Guinand, fechada en Valencia
5 de Noviembre de 1907, el valioso volumen le había sido entregado en 1895 por la señora Isabel La Hoz de Austria, viuda del ingeniero José Donato Austria. Esta dama valenciana estaba emparentada con los Zavaleta, según González Guinand, anfitriones de “amenas tertulias y familia esclarecida por sus virtudes y por su ardiente republicanismo”. Ya octogenaria, Isabel de La Hoz tuvo que mudarse “á una casa menos capaz que la que venía ocupando”, escribe doña María Josefa; y, por ofrecimiento de esta, le entregó “una pequeña biblioteca”, que incluía el valioso libro.

Al entregarlo, la señora de La Hoz pidió que, al fallecer, su biblioteca fuera entregada a dos sobrinas que en ese momento estaba fuera de Valencia.

“Dichas sobrinas”, -escribió María Josefa- “sin duda por la confianza que siempre han depositado en mi, no habían querido disponer del mencionado depósito, é ignoraban, por completo, la mayor parte de los libros de que se componía y principalmente que entre ellos se encontrase el precioso documento base primordial de nuestra independencia y de nuestras libertades públicas”.

Esta aclaratoria es muy importante, puesto que deja claro que tanto Isabel como María Josefa siempre supieron lo que estaban guardando. Y, sobre todo Isabel, era consciente del inmenso peligro que corría si los realistas llegaban a saber que entre misales y libros de cocinas se ocultaba ni más ni menos que el texto donde constaba la voluntad libertaria de Venezuela. Las dos mujeres eran lectores y, por la redacción de su carta, comprobamos que María Josefa tenía sobrada habilidad para la escritura. Estamos hablando, pues, de mujeres cultas, politizadas y comprometidas con una causa.

Sin embargo, en su misiva a González Guinand, María Josefa se contradice.

“En estos últimos días”, escribe, “revisando mi hijo Carlos dichos libros, hizo el inestimable descubrimiento”. Cómo que su hijo Carlos hizo el descubrimiento, ¡pero si ella sabía muy bien qué era lo que le había encomendado su anciana amiga! Nadie la desenmascaró en su torpe juego de hacerse la tonta.

Y ya que estaba en eso, agregó: “No me cabe pues, ningún mérito en la salvación y conservación del trascendental documento, ni en su dichoso hallazgo […] La gloria de la conservación y hallazgo del preciosísimo libro, yo la reclamo para Valencia y sobre todo para sus abnegadas y patriotas matronas y vírgenes que, á manera de vestales de la libertad, y haciendo de sus pechos escudo y de sus manos arcas santas, lograron salvar el trascendental documento de los horrores de nuestra guerra magna y especialmente de las pavorosas catástrofes de 1812 y de los inenarrables martirios que padeció esta ciudad en 1814. Ese libro encierra un poema: es un Moisés salvado, no de las aguas del Nilo, sino de un océano de sangre, de una inmensa hoguera de exterminio y de muerte que tenía por extensión toda la República”.

Entre las “patriotas matronas” estaba ella, guardiana del libro por doce años. Fueron ella e Isabel quienes salvaron ese Moisés del océano de sangre en que el invasor había convertido a Venezuela. La cita del Antiguo Testamento y la potencia de su prosa nos hablan de un espíritu cultivado y una sensibilidad vibrante. No era, definitivamente, una mensa que guardaba semejante tesoro como si no tuviera ni idea de su valor y potencial riesgo.

Sin embargo, en actitud de poca generosidad, por decir lo menos, el historiador Francisco González Guinand y todos los hombres que luego aludieron a la formidable recuperación, aludieron a esta como operación de “la Divina Providencia, que evoluciona sabia y misteriosamente”. Y, más insultante todavía, afirma que esa providencia “quiso que manos puras y sencillas lo conservaran sin deterioro”. Casi estaba dando gracias al cielo porque aquel par de tontas no había destrozado el libro para prender las hornillas con jirones de las actas. “Manos puras y sencillas”: mujeres lerdas e ignorantes, que jamás supieron lo que tenía delante.

No faltó, incluso, el “historiador” que afirmara que el libro lo usaban unas pazguatas ¡para aumentar la altura de la banqueta del piano y así alcanzar el teclado! Según estos caballeros, cuando una mujer tiene delante el Acta de la Independencia es tal su torpeza que, en vez salvarlo para la historia, se lo pone en el… en fin, en salva sea la parte.

La verdad es que la determinación de la mujer venezolana para plantarse frente al destructor del país y sus símbolos dista mucho de ser nueva. El Acta de Independencia fue firmada solo por hombres, pero si hoy existe y está a buen resguardo en la Academia de la Historia es porque dos mujeres, Isabel y María Josefa, se turnaron para protegerla.

@MilagrosSocorro

Este artículo fue publicado en El Estímulo en octubre de 2018

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