De Interés

Volver al mar lejos del Caribe

Podíamos quedarnos en el viñedo, pero después de cuatro meses teníamos las patas calientes ansiosas por seguir recorriendo el camino. Nos fuimos a Valparaíso a vivir las fiestas patrias chilenas y a reencontrarnos con el mar.

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FOTOGRAFÍA: MIGUEL GONZÁLEZ

Kyna llegó el mismo día que nosotros, David nos vio en las escaleras y le avisó a Mía, ella nos recibió mientras Jack hacía la siesta junto a Rocky, el gato, que se había liberado de la persecución de Apollo, el cachorro golden retriever de Dave, quien se bebía una cerveza junto a Ben conversando sobre el viaje que hacía Adam en bici por todo el continente. A Grant y Camila los conocimos en la cena, éramos 11 sentados en la mesa.

Pasamos de estar solos en La Despensa a compartir casa con esa gentará, no consideramos el caos de la cocina o las costumbres extrañas de nuestros roomies -juntadas a las propias-, todo valía la pena: volvíamos al mar, conoceríamos Valparaíso.
Winebox estuvo en nuestro radar desde antes de salir de Venezuela, aún estaban en construcción pero la idea de un hostal levantado a partir de containers nos encantaba y ¿cómo no? crecí tratando de enumerar los contenedores de colores que cruzaban el Caribe en barcos enormes que veía desde la ventana de mi casa, en la que viví por 25 años, en la calle El Rinconcito de Las Tunitas, un barrio de Catia la Mar, en el estado Vargas.
Pero tuvimos que pasar por un experiencia inolvidable, por lo mala, para decidirnos a contactar a Grant Phelps, el neozelandés más chileno que conozco, quien después de muchos años trabajando para otros, emprendió como se hace con los  proyectos ambiciosos, convencido de que lo podía lograr.
Es el primer hostal de Latinoamérica construido con containers y el primero con una bodega de vinos propia. Está en el cerro Mariposa, al final de las escaleras Teniente Pinto, con La Sebastiana (la casa de Neruda en Valpo) saludando desde la izquierda, las Dunas de Concón brillando con el sol del medio día a la derecha y el Pacífico al frente, apaciguando la vista, abrazándome en cada respiro nostálgico.
La dinámica era muy diferente a la que teníamos y la primera semana nos costó acostumbrarnos. Firmar lista de asistencia, cumplir horarios, no saber el trabajo que haríamos como voluntarios sino hasta el mismo momento de hacerlo, subir y bajar varias veces al día la cuesta que separa el hostal -donde dormíamos- de la casa -donde comíamos- nos hizo sentir que mientras afuera Valparaíso latía, nosotros éramos rehenes del cansancio y la conformidad.
Es fácil caer en una zona de confort acolchonada por las quejas y la apatía, más cuando crees que estás muy lejos de eso por eres un “viajero aventurero” y todas esas cosas que te dicen y te crees.
La manera que encontramos para sacudirnos la pesadez fue la chilenidad: aprovechamos la celebración del 18 de septiembre, la festividad patria más importante de Chile, para salir, conocer y, por supuesto, seguir bebiendo mucho vino.
Aprendimos que en Irlanda se brinda diciendo sláinte (se pronuncia eslanche), que así haga calor, siempre se lleva chaqueta cuando se va a la playa, que hay tantos venezolanos en este país que venden arepas en las fondas (ferias de la chilenidad) y que los rubios altos son los favoritos de los shows travestis -eso se los puede contar Miguel-. Probamos los terremotos, un trago de vino blanco, piña y granadina, demasiado dulce incluso para mi paladar, comimos muchos choripanes y terminamos en una fiesta rodeados de recién conocidos.
La resaca nos dio energía para seguir las dos semanas restantes del voluntariado con otra actitud y así el trabajo volvió a ser entretenido.
Hice más de cien vasos reciclando botellas, aprendí a usar un taladro como lijadora y me corté varias veces. Miguel descubrió sus habilidades con la madera, no en vano se ganó el apodo de Bob el constructor. Sobre todo, disfrutamos de la brisa, del sol, del calor.
Nos hicimos un ritual, cada tarde, luego de terminar nuestras tareas, nos recostamos en el futón de nuestra habitación, abríamos las puertas del balcón y compartimos un chocolate, una cerveza o una botella de vino elucubrando destinos y procedencias de los barcos que salían y entraban al puerto. A veces nos quedábamos dormidos y despertábamos con el tiempo justo para darnos un baño y subir a la cena que cada noche preparaba una persona diferente de nuestra familia pasajera y multicultural. Otras veces, salimos a caminar, a pisar la arena.
El Pacífico fue generoso, posó para las fotos junto a atardeceres chirriantes y en su quietud trajo leones marinos a la costa para que los viéramos muy de cerca.
No me acostumbré a llamarle océano, a pesar de su vastedad, su azul profundo, su salitre inoloro. Para mí cualquier agua salá es mar, es una fijación que atribuyo a mi ADN y a esa casa en Las Tunitas, donde siguen mis papás, mi perra y toda la vida que no me traje de viaje.
Quizás por eso no me fui triste, ni de mi barrio, ni de Valpo, porque vuelvo, siempre vuelvo al mar, aunque no sea sino océano.
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