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¿Y a quién culpamos del papelón en Libertadores? ¿Y quién lo soluciona?

"Parece un equipo de juveniles". "Nunca pusieron en peligro al local". "Sin muchos recursos tácticos". Y así, las frases se repiten cada vez que juegan los equipos venezolanos. No las estoy inventando. Las escuché en la goleada de Guaraní a Táchira y de Boca a Zamora. Los comentaristas internacionales no mienten. La fragilidad de los competidores criollos le permite a cualquier rival saber que solo es cuestión de tiempo para que la diferencia se haga presente. Les basta estar, para sumar puntos. De local o de visitante, da igual.

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El problema es el subdesarrollo. Mientras en el resto del continente se habla de fútbol, en Venezuela se insiste con «ponerle huevos», un lugar común, una muletilla que no nos pertenece. Como si con el lenguaje se activara la ósmosis. El argentinismo que potencia nuestra ignorancia. Ese delirio de la hombría sobre el talento es el reflejo de un país que se inventa el progreso sin trabajarlo y que invoca al nacionalismo ante las carencias heredadas.

Si hoy fue Zamora y Táchira, ayer fue Mineros y Lara y antes Trujillanos y Caracas y Anzoátegui… El nombre del factor no altera el producto. ¿De quién es la culpa? ¿De los técnicos? ¿De los jugadores? ¿De los gerentes? De todos ellos, pero para empezar, del organizador: la Federación Venezolana de Fútbol. No se premia la calidad, se premia la subsistencia. Cada equipo se las arregla como puede para conseguir el presupuesto que le permita continuar un año más en la lucha. No hay dinero para proyectos. Si acaso, cada cierto tiempo vemos unos mecenas que van y vienen, que sacan rédito de alguna venta o préstamo de una promesa. La clasificación a la Copa Libertadores es el premio y el fin. En una pelea de piratas, los dólares son el botín.

18 equipos son muchos. Y se especula que en un nuevo formato podrían ser 20. Una desproporción tan grande, como los cinco que conviven en la capital: Caracas, Petare, Atlético Venezuela, Metropolitanos y La Guaira. Por esa improvisación comienza el desorden. Más de 10 años tuvo que esperar Guillermo Valentiner para que el estadio se llenara y pertenecer a los Rojos del Ávila tuviera un significado. Si el equipo que consiguió su tope con Noel Sanvicente empezara hoy, en este instante, su andar en el fútbol nacional, estaría en las mismas que los otros: promediando 500 personas por partido. Y sin perspectivas, porque económicamente es imposible pagar las figuras de otrora.

Es tan pobre el aporte del torneo nacional, que los técnicos de las selecciones mayores deben apostar por jugadores que entrenan afuera aunque no sean regulares. Las diferencias físicas son obvias. Y esto viene de formación. El mismo día que Zamora perdió 5-0, la sub-17 fue perdonada por Colombia. Los dirigidos por Ceferino Bencomo sobrevivieron, por poco, a un rival muy superior en talla y despliegue. Ahora le toca ligar en la última fecha. ¿Hasta cuándo esa dependencia?

Y fue esta la selección que hizo historia, que venció por primera vez a Brasil en una competencia oficial. Una actuación épica, sí, pero una anécdota más. Otras también dieron alegrías. La de César Farías y la de Rafael Dudamel siguen en el recuerdo. Cada cierto tiempo salta una generación que de manera silvestre toca techo para luego apagarse. Sin continuidad, el talento se pierde como una lágrima en la lluvia.

¿Qué debe cambiar? Debe cambiar todo. Absolutamente todo. Sin embargo, no soy optimista. ¿Quién se atreve a decirle a los gobernadores y alcaldes que sus equipos (porque son suyos) deben descender? Que solo concentrando el talento en un máximo de 12 franquicias puede existir una real competencia. Nadie. Porque el balompié venezolano es deficitario. Y sin esos ingresos no habría Liga. Ninguna de las oncenas termina con los números en azul. Y aún así, si por algún extraño milagro se acabara con esa expansión poco planificada, no es seguro que los resultados en copas internacionales mejoren. ¿Por qué? Porque esa medida solo sería el comienzo. ¿Entonces?

Estoy seguro de que la actividad profesional, lamentablemente, puede seguir así por muchos años. Es una maldición. Como el hígado de Prometeo que volvía a crecer cada noche tras ser devorado por el águila que envió Zeus. Una maldición que no tiene fin.

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