De Interés

Yoga al filo del Abismo

19 mats de yoga se encontraron en el aeropuerto de Maiquetía rumbo a la frontera con Brasil. Eran de todos los colores, tamaños y texturas. Algunos se protegían en bolsos de estampados y otros eran prestados. Todos hacia al Bajo Paují, estado Bolívar, uno de los pocos lugares que Google y sus mapas ignoran.

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Fotografía: Andrea Hernández

A las 3:00 de la mañana es difícil conocerse porque la mayoría mira con ojos semicolgados y bostezos de hambre y espera. La única con cientos de megawatts de energía era la que organizó el viaje, Roberta Ramírez; ella vibraba de expectativa.

Una arepa y un guayoyo después, el grupo Violeta360 -la empresa que organizó el viaje- cabeceaba o se conocía en los asientos de cartón de Aeropostal.

Por la ventanilla ondulaba una costa entre azul verdoso y blanco espuma. 20 minutos después, una alfombra verde de árboles cubría las montañas. A veces la interrumpían ríos marrones, negros y rojos. Aterrizamos en Puerto Ordaz una hora después. Lo que debieron haber sido casi 9 horas de viaje en carro, lo ahorramos en las alas del destartalado avión.

Merey y tostones salados

Ya un poco más despiertos, nos llenamos los bolsillos de merey y tostones para lo que quedaba de camino: 13 horas y 633 kilómetros de asfalto y tierra.

Joel, Andrea, Mayaya, Daniela, Juan Carlos, Anabel, César, Roberta, Pietro, Carlos, Sonia, María Carolina, Silvia, Gioconda, Alberto, Martha, Guadalupe, Alejandra y yo nos repartimos en las camionetas con bidones de gasolina amarrados al techo, por si acaso.

Cuando uno escucha «retiro de yoga», se imagina amarrado a comeflores que llevan su incienso consigo a todos lados. Si bien, todos teníamos una vena «hippie», las personalidades eran tan diversas como las especies de la selva que íbamos a cruzar.

Puente Eiffel
Puente Eiffel

Más raro que perro a cuadros, un puente de Gustav Eiffel da la bienvenida a la población de El Callao -la capital histórica del oro en Venezuela. Narices y celulares se asomaban para ver dos centímetros más de cerca la estructura.

No es lo mismo viajar con un grupo de yoguis a viajar con personas normales y silvestres. Hay un principio por el cual se rige una comunidad de ese tipo: no juzgan, o por lo menos hacen el intento. Eso se agradece.

Desde las ventanas de las tres machitos blancas y largas -mejor conocidas como “yices”, por las camionetas Jeep que tradicionalmente movían pasajeros a lugares remotos-, que nos llevaban a una velocidad promedio de 120 kilómetros por hora, se alternaban la charla y la siesta.

Andrea Hernández
Carretera de la Gran Sabana

Atravesamos túneles rectangulares de árboles trazados por el paso de gandolas y dejamos atrás pueblos con una sola gasolinera y colas de carros sedientos. Así se inauguran los 315 kilómetros de la Troncal 10, en El Dorado, hogar de la famosa cárcel.

Almorzamos cachapas, pollo y cochino -desconocía que era la última vez en seis días que olería un pedazo de carne, excepto por un sánduche coleado de atún- en Turmerero y nos presentamos ante el grupo. «Soy ingeniero», «Soy abogado», «Estoy aquí porque mi mamá me vio muy estresado y me regaló este retiro». Todos buscábamos algo de paz.

#LaParadaPorFavor

El acceso al macizo guayanés es fluctuante y le arrancó náuseas a más de uno. En la camioneta solo se escuchaba el motor y el chillido de los insectos.

Estiramos las piernas en distintos lugares. Gasolineras, restaurantes donde no comimos y los dueños nos miraban feo. Nuestros choferes, dos Jesús y un Lancaster, nos apuraban siempre. La luz es una comodidad por esos lados.

La carretera de la Gran Sabana, es un pedazo de pavimento con menos huecos que las cortas calles y avenidas de Baruta. La flanquean paisajes jurásicos y tepuyes azules arropados por nubes. Las formaciones más antiguas de la Tierra cortan el horizonte sin piedad y de nuevo, narices y celulares saltan por las ventanas.

Andrea Hernández
Roberta Ramírez en parada de cabeza

Muchos confunden la Gran Sabana con el parque nacional Canaima. Ambas regiones se conectan en la mayor parte de sus límites y comparten la misma historia geológica, pero Canaima, con 3 millones de hectáreas, es mucho más grande que la Sabana. 80% del territorio de esta última coincide con el del parque.

El pedazo de cielo terminó en Santa Elena de Uairén, una ciudad/frontera con Brasil poco hospitalaria de 30 mil habitantes y fin de la heterogénea Troncal 10. Era el último lugar con electricidad y bendito asfalto hasta nuestro destino. De allí en adelante cualquier poste de luz era extraterrestre.

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No me como ese cuento

Nos dijeron que habíamos recorrido 75 kilómetros de un camino de tierra roja interrumpido muy a menudo por grietas y menos a menudo por puentes cortos al oeste de Santa Elena. Pero parecían días de perdones, diosmíos y golpes contra el techo -alto, altísimo- del “yiz”.

Nos bajamos magullados como los cambures que llevábamos en el morral, pero contentos de pisar tierra húmeda en la posada de Mauro y Elsa Segulin, Kawaik.

El complejo se adapta al terreno. Son cuatro cabañas sencillas, limpias y prácticas: el comedor, la casa principal y dos más para huéspedes. El agua salía como chorro de fuego helado en todas las regaderas, menos en una. Había una especial con calentador. Esa fue la favorita. Tenía vista y estaba a la vista de todos. Mauro y Elsa recomendaron traje de baño.

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Levantábamos y arropábamos al sol con una práctica de yoga los cuatro días que duró el retiro. El resto de la jornada visitábamos ríos, pozos y perseguíamos paisajes. Llegábamos con hambre y pedíamos repetir una, dos y hasta tres veces nuestra ración. Guadalupe se impresionaba cada vez que nos escuchaba pedir más comida vegetariana hecha por Elsa y Lena -cocinera de Kawaik. «Sigan comiendo, sigan comiendo».

Yoga a poca luz

María Carolina Ojeda y Juan Carlos Linares llevaron la batuta en las sesiones de yoga. Un tintinar de campanas tibetanas (tingshas) y el estado del sol señalaban el inicio y el fin de la práctica. Siempre las comenzábamos y cerrábamos con poca luz y algo de lluvia y de mosquitos, siempre agradeciendo.

Profesor Juan Carlos Linares
Profesor Juan Carlos Linares

Las clases variaban. Los maestros tenían el tino de amoldarlas al estado físico y mental de los huéspedes. Los profesores aseguraban que siempre había una opción en la rutina colmada de perros viendo abajo y guerreros, incluso sobre la asistencia a la sesión. Algunas veces, unos faltaban porque preferían pasar el cansancio más tranquilos en sus cabañas.

Más que un ejercicio, se trataba de una lección de vida, lo que compartían Juan Carlos y María Carolina. Cuando las cosas se ponen difíciles, respira. Cuando crees que no puedes más, exígete un poco más y luego ríndete. Acepta tus límites. Agradece aunque seas festín de mosquitos, aunque respires polillas, aunque no veas luz.

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Lluvia, sol, lluvia, lluvia, sol

Caminar con medias y zapatos mojados no es la sensación más acogedora. El calzado y las cabelleras -o calvas- del grupo Violeta360 no se secaron en cuatro días. Metíamos los pies en los ríos con un «Ya pa’ qué» y no nos arrepentíamos. Seguíamos la pauta de nuestro siempre sonriente guía: Mauro.

La vista actuaba como el aparato en forma de bolígrafo de «Men In Black» que «neuralizaba» a sus víctimas para olvidar los puri-puri que no creían en nadie, los raspones, el frío y el calor.

Los días 1,3 y 4 visitamos cascadas y pozos. Esmeralda, El Cajón, nombres que se justifican solos por el color y la forma de las caídas de agua que entumecía los dedos de las manos y de los pies, pero que después de un rato, no queríamos dejar. Nos tentaban con comida para sacarnos de ahí.

Pozo El Cajón
Pozo El Cajón

El Abismo

Roberta nos advirtió el segundo día: «Llévense pantalones y camisas largas, gorras y protector solar». 19 bolsos ligeros se conocieron el carácter en ese trecho hacia el borde del macizo guayanés. La personalidad real sale de su cueva en situaciones extremas. Es imposible mantener una máscara en excursiones largas.

La primera parada para resguardarnos de la lluvia fue una casita de un artista plástico. «Achipapay» nos acogió un rato mientras Pietro se mecía en el columpio, impermeable al agua. Nos metimos en ponchos y cruzamos una quebrada.

Perseguimos un riachuelo que orientaba a Mauro por una subida. Alcanzamos un plano de monte y arena. Un oasis de morichales interceptó el llano. Nuestro guía nos comentó que un palmeral delata manantiales.

Una edificación de piedras y techo de zinc pintado de rojo emergió de las matas bajas. La casa de Vilma, amiga de Mauro, dio muchos dolores de cabeza en su momento. Los habitantes del Paují no aprobaban su construcción. Sin embargo, la amistad pudo más que la incomodidad y luego de una fiesta de tres días, Vilma terminó de equipar su casa con los regalos que le trajeron los invitados. Una insólita nevera se postraba en su sombra.

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La gloria entre panes

Luego de un sánduche de atún -ese único y glorioso pedazo de carne que saboreé durante el viaje-, pepino y tomate, nos mojamos en una quebrada frente a la casa y reanudamos los últimos cinco minutos de un paseo de dos horas y media hasta el Abismo para encontrarnos con puro blanco.

Una nube espesa tapaba el paraíso descrito mil veces con voz soñadora como «ay no sé… es mágico» por Roberta y todos los revisitantes. No sé si Juan Carlos conocía el poder del silencio, pero nos pidió cinco minutos de cero ruido, palabras y clicks de cámara.

Como la famosa «magia» que nos prometieron, el Abismo se destapó. Quizás nos consideró dignos, o algo.

Andrea Hernández
El Abismo

Kilómetros de tapete verde radioactivo cubrían el piso selvático -cientos de metros bajo nuestros pies. Una pared vertical separaba la vegetación escueta del escudo guayanés de los árboles densos de la jungla y de Brasil.

Mudos, nos quedamos. Más que los cinco minutos de time out que nos pidió Juan Carlos para rendirle tributo a una majestuosidad que solo existe en Venezuela. Las risas, la cháchara y las fotos volvieron, pero sin tornarse invasivas.

La lluvia y el atardecer nos ahuyentaron. La expectativa y la emoción se diluyeron en el aguacero y la vuelta, que debía provocar nuestra verdadera personalidad fuera de la cueva, solo demostró que nadie había venido con su máscara de smog y de ciudad.

Joel echó chistes, Andrea se reía de todos, Mayaya blandió sus pecas, Daniela pidió carne, Juan Carlos lanzó verdades sin piedad, Anabel mantuvo la mirada compasiva con la que llegó, César miró atento, Roberta nos contagió de energía que vibraba, Pietro caminaba con disciplina de atleta, Carlos ofrecía un sabías-qué con cada mata, Sonia se tomaba selfies cuando podía, María Carolina hizo yoga en una piedra, Silvia no se quitó sus zarcillos de oro, Gioconda prolongó sus esperanzas, Alberto fue el alma de la fiesta, Martha preguntó curiosa, Guadalupe retuvo su belleza atemporal a pesar del clima y Ale siempre estuvo calmada.

Andrea Hernández

Mi guayabo

Los paisajes son un no-puede-ser insistente.

El regreso se hizo difícil. No por las cinco horas de espera en el aeropuerto de Puerto Ordaz sin aire acondicionado, sino porque ese grupo esos seis días de viaje nunca va a ser el mismo. Habrán diferentes, pero ninguno como ese.

Me di cuenta de que nada dice «te quiero» como compartir tu repelente en hora de plaga y que nada supera un largo camino con buena compañía.

Ando con guayabo de Paují.

Último amanecer en la Gran Sabana
Último amanecer en la Gran Sabana
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