Son días de no cometer errores. Quienes anhelamos el cambio definitivo, el retorno de la democracia y el fin de esta crisis propiciada desde el régimen, sentimos la urgencia de erradicar las viejas prácticas partidistas, que fueron las que le abonaron el terreno a esta abominación llamada Chávez, y luego, Nicolás Maduro.
Reencontrarme con mi esencia. Así es como me siento desde el pasado lunes cuando, gracias a Radio Caracas Radio regresé a lo que me gusta hacer. Transcurrió año y medio, quién lo diría. Ese fue el lapso que estuve alejado de la radiodifusión. Y si bien, al principio, el silencio me lo impuso Conatel, con el paso de los meses, decidí, voluntariamente, tomar un tiempo más para evaluar y repensar. Un año y medio “sabático” en el que me ocupé de otras cosas. Pero, sobre todo, me dispuse a descubrir qué quería hacer, cómo lo quería hacer y cuándo lo quería hacer. Un día, me sentí listo. Preparado para volver a mis raíces profesionales: la radio, un medio del que me enamoré siendo un niño y fue a los 18 años cuando me senté por primera vez frente a un micrófono. Un medio en el que trabajé, ininterrumpidamente, hasta el 25 de agosto de 2017, cuando el régimen cerró La Nueva Mágica.
“El 10 de enero de 2019 no pasará nada de lo que no haya pasado antes”. Así le respondí a cada una de las personas que querían saber mi opinión sobre lo que ocurriría el día de la juramentación de Nicolás, como “Presidente” de Venezuela, por seis años más. Juramentación que, por cierto, está ocurriendo en este instante, mientras escribo estas líneas.
Es casi obligatorio en diciembre, el último mes del almanaque, hacer un recuento de lo más trascendente del año que casi termina. 2018 está a muy pocos días de finalizar y, en resumen, el grado de putrefacción del Estado -aunado al retroceso, deterioro y pobreza que han venido arrastrando- no se detuvo. Este desgobierno no metió reversa, ni enmendó sus errores porque, lo que para nosotros son aberraciones con consecuencias nefastas; para ellos, son la garantía de perpetuidad y control.
El régimen invirtió tiempo y recursos para hacer de la pobreza su mejor herramienta de dominación y control. No en vano llevamos dos décadas bajo este sistema “exitoso” que reinventaron los neocomunistas que nos desgobiernan. El deterioro y la destrucción han sido los signos más evidentes de sus nefastos años en el poder.
En Estados Unidos se prendió un ventilador que amenaza con salpicar a muchos. Si algo tiene la justicia gringa, es que esos señores son serios en sus investigaciones y condenan a quienes tienen que condenar, sin guachafita ni sobornos.
La última vez que transmitimos “Voces del Hospital”, el segmento dedicado a la salud que tenía en mi programa de radio “Puntos de Vista”, entrevistamos a un reconocido oncólogo, especialista en vías gástricas, que trabajaba en el Hospital Padre Machado. Sus palabras finales nos dejaron muy conmovidos en el estudio.
A Teodoro lo vi por última vez saliendo de una función de cine en el Trasnocho Cultural. Hace tres o cuatro años. Me detuve a saludarlo y su apretón de mano se distanciaba mucho de esa figura que no ocultaba el paso de los años. El estrechón fue enérgico como siempre. Como cuando era candidato a la presidencia en el año 1988. O como cuando era ministro de Caldera. O como cuando era mi entrevistado en radio o televisión.
La situación político-económica del país, está sazonada con un ingrediente que le aporta una buena ración de caos a la arruinada calidad de vida de los venezolanos: el deterioro progresivo y acelerado de los servicios públicos.
Con mucho interés, he venido siguiendo las actuaciones y comentarios de este “nuevo” apostolado –inmaculado- que se gestó en torno al legado de Chávez, el difunto intergaláctico. Ese grupo que, de pronto, decidió apretarse el botón de Reset para vaciar el archivo que contenía sus aportes a la miserable situación actual, eliminar los cargos de conciencia y erradicar las responsabilidades –que muchos las tienen- de que la situación de nuestro país haya llegado a los niveles caóticos en los que estamos.
Venezuela se tiñe de colores lúgubres. Viste de luto. Uno, que pareciera eterno e imposible de arrancar de nuestras vidas, de nuestra cotidianidad. Un luto, dueño de nuestras horas; esas que, algún día, pasarán a ser historia. Una historia contada en primera persona por quienes, en estos tiempos, la padecieron en carne propia. Testimonios de dolientes y sobrevivientes de esta tierra que pierde su gracia y se vuelve una tumba.
La imagen del niñito, sentadito dentro de una caja de cartón con una galleta de soda en la mano, regresaba a mí mente una y otra vez, para restregarme esta nueva realidad de pobreza, maltrato y abandono de niños que desde hace muchos años reporta Cecodap. Y, para recordarme que la dictadura, lejos de corregir esta distorsión, parece fomentarla gracias al sistema putrefacto que insiste en aplicar.
Tenes que ocupar unas líneas, analizando algo en lo que los venezolanos no deberíamos malgastar nuestro tiempo, ideas y esfuerzos es, a primera vista, muy contradictorio.
¿El pueblo le tiene miedo a Maduro o, por el contrario, Nicolás le tiene miedo “a su pueblo”? Es la pregunta inevitable que me formulo, luego de escuchar las declaraciones de la Embajadora de Estados Unidos ante la ONU, Nikki Haley, quien dijo que el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega y, el de Venezuela, Nicolás Maduro, viven con miedo a su propio pueblo.
En mayo de este año, antes de las elecciones que el régimen organizó para legitimar a Nicolás como Presidente de Venezuela, escribí un artículo que titulé La Patria del Carnet. En él alertaba que, más temprano que tarde, el Carnet de la Patria sería el único documento válido en Venezuela.
Iniciaré estas líneas pidiéndoles que enumeren una sola cosa que a Maduro le haya salido mal desde que asumió la presidencia. ¿En qué ha fallado Nicolás? ¿Qué parte de su plan no ha salido como esperaba o no ha cristalizado en los tiempos establecidos? Lejos de debilitarse, Maduro y sus secuaces avanzan a grandes zancadas hacia la consolidación del nuevo modelo comunista -uno reinventado, repotenciado o reloaded- para el que nuestro amado y golpeado país ha servido de prueba piloto.
La sentencia del Tribunal Supremo Legítimo, pero en el exilio, es clara: “Se condena a Nicolás Maduro a 18 años y tres meses de prisión por corrupción en el caso Odebrecht. Debe pagar multa de $25 millones por corrupción propia y reintegrar al Estado venezolano $35 mil millones por legitimación de capitales”.
La sentencia del Tribunal Supremo Legítimo, pero en el exilio, es clara: “Se condena a Nicolás Maduro a 18 años y tres meses de prisión por corrupción en el caso Odebrecht. Debe pagar multa de $25 millones por corrupción propia y reintegrar al Estado venezolano $35 mil millones por legitimación de capitales”. En otras palabras, los magistrados del TSJ hicieron su trabajo, el trabajo que les corresponde y, desde Colombia, declararon a Nicolás culpable de los delitos por los cuales estaba siendo juzgado.
Una fila muy larga, repleta de cabezas blancas, bastones y arrugas, se veía a las puertas de los bancos. Era un espectáculo deprimente y violatorio de la dignidad de quienes entregaron sus años mozos cumpliendo con sus deberes, y que hoy sólo aspiran a ser tratados con respeto y consideración.
Según la Real Academia de la Lengua Española, un cómplice es una “persona que, sin ser autora de un delito o una falta, coopera a su ejecución con actos anteriores o simultáneos”.