EDICIÓN ESPECIAL UB

Ir desnuda, estar desnuda, esa forma incómoda del poder

Nudes por todas partes. ¿Hay una ola de gente mostrándose? Sí, pero a redes como Instagram se traslada la censura horrorizada de un pezón. ¿Por qué para algunos es ofensivo el cuerpo femenino, una mujer desnuda?

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Ilustración: Andrés Palmero / @cosmikpowder

Una de las alumnas del taller de autorretratos que imparto, comentó a la clase la experiencia traumática que vivió hace algunos años cuando una de sus fotografías fue censurada por Instagram. Se trataba de un autorretrato desnudo muy sutil -su silueta a contraluz, en un espacio vacío y artísticamente concebido para denotar soledad- que, no obstante, infringió las rígidas normas de la red social sobre el tema.

De la sorpresa por haber perdido el material contenido en su cuenta, pasó a la desazón y la humillación por haber sido limitada en lo que considera su derecho a la expresión.

Cuando intentó reclamar recibió una única respuesta: la fotografía violaba la normativa de Instagram y no había apelación posible. Tuvo que aceptar lo inevitable: había perdido todas las imágenes incluidas en su cuenta y, además, el derecho de usarla en el futuro.

Para Instagram, como para la mayoría de las redes sociales más populares, un desnudo es un desnudo y puede ser considerado ofensivo, no importa la intención con la que fue tomado o el elemento subjetivo que pueda simbolizar. Y si el desnudo es el de una mujer las cosas se pueden poner peores: la usuaria tendrá que sufrir una censura inmediata.

Se insiste en la protección de los usuarios y, sobre todo, en la necesidad de que la red no desvirtúe su objetivo esencial -cualquiera que este sea- a través de imágenes o contenidos que puedan herir la susceptibilidad de un potencial público atento.

Zanjada la cuestión, gran parte de las plataformas virtuales deciden que es mucho mejor disculparse por una posible equivocación (basada en un algoritmo) que enfrentar las posibles consecuencias de una violación directa a la ley por contenido inapropiado o ilegal. Parecen olvidar que detrás de todo contenido (y de todo material sensible o no a la opinión, susceptible o no a la censura) hay una persona y una historia muy concreta.

Todo hecho de censura, sea cual sea su origen y su motivo, es traumático. Mi alumna -a quien llamaremos O- insiste en que la circunstancia le afectó de una manera tan profunda que incluso lo hizo en su trabajo fotográfico. Abrumada y desconcertada, dejó de autorretratarse y comenzó a fotografiar de manera cada vez más impersonal, hasta que paró de hacerlo por completo.

Tal vez parezca excesiva la reacción de O, hasta que se logra entender que para cada fotógrafo una fotografía es una expresión muy directa de su opinión y de su manera de comprender al mundo. Para ella no se trató solo de una imagen que se borra, sino de un mensaje que se silencia.

Por supuesto, el caso de O no es excepcional. Y las razones que justifican la actuación de las redes sociales sobre el desnudo, la difusión y la estructura del mensaje sobre temas sensibles, se sostienen sobre el hecho simple de que la línea entre lo erótico, lo ofensivo y lo directamente ilegal parece ser muy sutil.

La mayoría de las plataformas dejan muy claro que sus protocolos con respecto a la difusión de ciertas imágenes responden a la necesidad de controlar y penalizar hechos muy concretos, ese riesgo inevitable de la red como vehículo ideal para lo ilegal.

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Recordé todo lo anterior cuando recibí un correo en el que una amiga me preguntaba qué pensaba sobre “la nueva ola de desfachatez” en redes sociales. Lo dijo así, como si estuviera escandalizada al estilo de nuestras abuelas.

Le pregunté sobre cuál “ola” hablaba y me dijo que acerca delos “nudes en todas partes” y las mujeres “que se vendían como putas”. Estaba “asombrada de que ahora fuera normal ver una teta”.

La leí y me pregunté por qué tendría que no serlo. ¿Por qué una teta tendría que ser motivo de vergüenza, un estigma? ¿Cuándo las mujeres perdimos el poder sobre nuestro cuerpo? Aunque las preguntas correctas son ¿cuándo lo hemos tenido? ¿cuándo no ha sido un tabú la desnudez, mostrar el cuerpo como un hecho erótico, artístico o cultural?

No es un pensamiento agradable, pero sí muy antiguo. Uno que parece enraizado en la percepción de lo que somos -y podemos ser- a través de una idea común. La mujer es un símbolo social y cultural. O, mejor dicho, es lo que la sociedad piensa de ella. Una mujer siempre ha sido lo que la sociedad piensa de ella en el tiempo. Es un raro privilegio, de no haberse convertido en un deber.

No sé qué responder a mi amiga. Me comentó que “esa nueva necesidad de mostrar” es lo que hace que la sociedad esté enferma “de libertinaje”. Y pienso en todas las veces que he escuchado cosas parecidas. Insultos, señalamientos. La inevitable culpa.

Si te muestras, si te miran, si tu cuerpo se convierte en territorio de deseo, análisis o protesta, te vas a ganar lo que sea que te pase. ¿No es eso lo primero que preguntan cuándo violan a una mujer? ¿Qué ropa llevaba? Porque mostrar el cuerpo -en esta cultura, en medio de la misoginia- es un riesgo. Es peligro en estado puro. Es una provocación. ¿A quién?

Alguien en medio de una de las frecuentes discusiones que ocurren en Twitter comentó que si una mujer “se atrevía” a enviar un nude debía “atenerse a las consecuencias”.

El comentario lo hizo una mujer. Una, además, que había dedicado una buena cantidad de tiempo a escribir en la plataforma sobre su duro camino como piloto comercial en un mundo machista y misógino. Para hacerlo todo más turbio y desagradable, la comentarista insistió en que “el mundo funcionaba así”.

Un comentario semejante despierta polémica, pero también saca a relucir lo peor de ese ecosistema. De inmediato, el comentario cosechó una buena cantidad de apoyo y terminó por convertirse en un debate en el que el cuerpo de la mujer era objeto de crítica y por supuesto, de una redimensión sobre su importancia y significado a nivel cultural.

A los que apoyaban lo dicho se unían quienes afirman que las mujeres no deben olvidar “su lugar en el mundo”.

¿Cuál lugar? Pregunté cuando no pude contenerme. “Una mujer sabe a lo que se expone o lo que ofrece cuando muestra un desnudo”, me comentó un hombre de mediana edad, que según su bio en línea se describe como “moderno y audaz”. Cuando insistí en preguntar por qué un desnudo femenino conlleva cierta percepción de peligro, mi interlocutor lo dejó claro de inmediato: “si muestras el cuerpo, sabes lo que estás buscando”.

La insólita conclusión causó desconcierto. Hablamos de lo “ofensivo” que puede ser el cuerpo de una mujer en determinado ámbito, lo que provoca con frecuencia una idea directa sobre la censura.

Al parecer, el desnudo femenino sigue considerándose una provocación o, en el mejor de los casos, un terreno abierto a interpretación en el que la mujer lleva la peor parte. El razonamiento parece sugerir que ya no se trata del hecho de la desnudez -asunto debatido durante siglos y que continúa sin tener respuestas- o las implicaciones que puede tener o no un cuerpo desnudo, sino algo más sutil y duro de asimilar.

¿Qué es lo que hace ofensivo al cuerpo humano a esa percepción de la moral que parece tan relacionada con la sexualidad? ¿De qué hablamos cuando hablamos de censura?

Tomarse un desnudo -ya sea un autorretrato, en la intimidad de tu habitación o enfrentarte a la cámara de alguien más, en esa vulnerabilidad de la piel- siempre será un reto. Un desafío a la natural timidez, al temor, a esa idea cultural que señala al cuerpo como un límite restringido de lo que se considera correcto, comprensible, abierto a interpretación. La simple sensación de desvestirte, de despojarte una a una de esas capas de protección que te envuelven y te aíslan de lo cotidiano, de la imagen que creas sobre ti mismo y muestras como propia, requiere de una firme voluntad de afrontar esa angustia de encontrarte expuesto a la interpretación y a la mirada del mundo.

Hablamos de mostrar todo lo que ocultamos tan a menudo: la piel que cuelga, las diminutas cicatrices, esas pequeñas regiones de la geografía corporal que nos avergüenzan. Toda esa ternura de la fragilidad del cuerpo humano, bien a la vista, evidente, sin nada que pueda disimular o atenuar el leve terror que produce tu propio cuerpo.

Y quizás eso sea el misterio, la belleza cristalina de cualquier desnudo, incluso los más inexpertos, los más sutiles, los más personales: liberarte de tu propia idea del yo, abrir un espacio amplio y complejo sobre la identidad, lo que comprendes sobre ella, y lo que creas a medida que avanzas cada vez más profundamente hacia esa región de tu mente donde eres solo la imagen de tus propios temores y esperanzas.

Porque de eso se trata un desnudo: de mostrar esa delicadeza, tan quebradiza y abierta a todo tipo de interpretación.

No es casual que el desnudo represente estados del espíritu por completo extremos: tanto como la belleza extrema, la pureza, la ternura, la fuerza; como el pecado, la ignominia, la tentación. No hay método de tortura más humillante que someter a la víctima a la desnudez forzada. No hay mayor sensación de libertad -de nuevo la palabra libertad- que arrojarte al mar desnudo, con los brazos abiertos. No hay mayor temor que desnudarte frente a un médico. No hay mayor intimidad que esa primera vez que te quitas la ropa frente a tu pareja. No hay mayor dolor que mirarte en el espejo y que no te guste lo que ves.

Al final del camino, la desnudez representa el sufrimiento más profundo, la belleza más excelsa, el pensamiento más inquietante, el deseo más furtivo, la alegría más plena. Porque el cuerpo, como ágora de tu memoria y templo de tus pasiones y de tu historia personal, es la mayor muestra de tus ideas y pensamientos.