Opinión

Me he convertido en Nervinson, el destructor

Durante años, en el futuro, Nervinson Yépez preparó e implementó su plan hasta que logró conseguir el arma iraní sin ensuciarse los Dolce & Gabbana. Pero, después de todo, es Venezuela

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El helicóptero plateado, mostrando sin vergüenza alguna el logo del servicio de inteligencia nacional y su estrella roja, voló sobre la densa capa de selva tropical.  Aterradas por el sonido, algunas guacamayas y otras aves negras revolotearon por encima del verdor. Entonces, la selva se interrumpió. Al frente, rodeando un escueto río, aparecieron pozos del color de la tierra y del turquesa más radioactivo. Levantando el polvo, el helicóptero aterrizó sobre uno de los montículos: hombres morenos, cubiertos de barro y descalzos, surgían de túneles con bolsas en sus espaldas. Nervinson Yépez, cuidando de no ensuciar sus zapatos Dolce & Gabbana, bajó de la aeronave.

En el pasado lejano, en los días del fervor rojo, había quedado su trayectoria en la política, su cargo de viceministro. Ahora, aproximándose a la tercera edad, Nervinson era un empresario reconocido, celebrado, aplaudido. Vestido de traje y con corbatas satinadas, aparecía en las portadas de las revistas apiladas en los consultorios de Caracas –sí, las revistas volvieron- y era entrevistado por periodistas con escasa dicción en canales de televisión. ¿Por qué otra razón estaría en una de las minas del Arco Minero, parte del “eje del desarrollo”, donde ahora empresas rusas e iraníes buscaban desesperadamente tierras raras para las más nuevas tecnologías? 

Allí, con una chemise Fendi que no lograba esconder su panza, se postraba sobre el panorama desolador de la mina. Tras Cadivi, tras los desfalcos de PDVSA, tras la pérdida de la visa americana (“¿A quién le importa, si a Miami se la está tragando el agua?”, dijo alguna vez), había encontrado la fortuna.

Luis Molinos –un hombre del partido, vistiendo una camisa Columbia– lo recibía con los brazos abiertos. “¡Camarada!”, gritó: “¡Qué gusto tenerte aquí, compadre!”. Y le entregó un maletín. Dos maletines. Cuatro maletines. Todos repletos de coltán, el oro azul de las pantallas que tenía al mundo de cabeza. Nervinson lo abrazó con afecto y ordenó al piloto uniformado “colocar” los maletines en el helicóptero, y soltó una carcajada. 

-¡Nojoda, ahora sí!

Y la aeronave, con su hombre feliz de zapatos impolutos, partió de regreso a Caracas.

Cuando el carro autónomo zumbó hacia su fortaleza de piedras enclaustrada en las colinas del sureste de Caracas, Nervinson notó los afiches presidenciales –anticipando las elecciones del 2044– colgados en los postes de luz: muchos inútiles, eternamente apagados, a pesar del escándalo de LED que los alcaldes de Fuerza Vecinal ocasionalmente hacen. “DRACULA: Democracia Radical Autónoma Ciudadana Unida por la Libertad y el Avance”, leía el nombre del partido dominante escrito entre murciélagos voladores que rodeaban la foto del presidente envejecido y canoso: “¡Métele un mordisco al avance!”. No era extraño, entonces, que se hubiese extraído más oro y metales preciosos. De nuevo se necesitaba dinero. Una economía como la venezolana, empequeñecida y desprovista de jóvenes, era un abanico de decepción e ilusiones que se derretían en el calor del trópico. Aun así, los empresarios que ahora controlaban al gremio parecían dejarse arrasar por una euforia efímera y alucinógena cada cierto tiempo. 

Pero Nervinson no había buscado el coltán para alimentar un performance electoral contra los candidatos insípidos de El Cambio, Acción Democrática (alacrán, dirían los bastiones de la academia radical y la diáspora derechista) y Primero Venezuela. No. Lo de él era mayor. Era más pensado, más ilegal, más exquisito: una evolución del tráfico internacional, un proyectazo como pocos, un lavado de dinero de proporciones épicas. Al lado de esto, los drones iraníes que acosaban a Colombia serían un escándalo de niños. Esto era más, mucho más. Suficiente, si saliera a la luz, para que la presidenta Kardashian mandase sus bellísimos drones americanos a bombardear Miraflores.

¡No importa!, diría Nervinson. Los gringos parecían más enfocados en sus astronautas rubias en la luna y Marte; en sus banderitas en el espacio exterior. Hace tiempo se desentendieron de este Estado paria, gobernado por mafias y señores feudales, que continuaba sancionado y estabilizado en el foso de su propia miseria económica. 

Era un ciclo de repetición eterna: una licencia a Chevron que variaba en restricciones cada cierto tiempo, una erupción de violencia que luego era aplacada con bombas lacrimógenas, un Henrique Capriles anciano proponiendo alguna negociación incoherente, un repunte escueto del PIB que empujaba a alguna gente a hablar de “perestroika” y el subsecuente frenazo económico que generaba otra oleada más de hambrientos desesperados cruzando el Darién o las selvas de Guyana para vivir la bonanza saudita de Georgetown.

Pero Las Mercedes, esplendorosa desde las ventanas de Nervinson, parecía mostrar otro país. Allí –entre vallas holográficas de zapatos Nike, logos de Traki y Huawei, trailers de Venevisión+ y modelos alegres y tetonas promocionando enormes jamones desde la playa– se alzaba una corona de rascacielos plateados, sofocantes como cajas metálicas, sobre hipermercados, restaurantes con luces de colores, boutiques de vidrio, jardines de grama artificial y bodegones repletos de productos importados. Un mundo brillante, separado por enormes muros del resto de la ciudad. Como otros enclaves de riqueza, por supuesto, con sus rejas eléctricas y sus alcabalas con soldados armados hasta los dientes. Un blindaje, del mejor calibre, contra las turbas de indeseados y excluidos. 

La nieta de Nervinson, Valentina, se recostaba sobre el sofá y miraba los hologramas de la televisión. “This series contains scenes that could affect 2SLGBTTQQIAAP+, BIPOC and AAPI viewers’ sensitivies”, decía un mensaje en letras amarillas. Entonces, empezó el opening de «Friends». Valentina observaba con tedio. Cargaba un porte de otros tiempos; de su madre, hija de la burguesía prechavista que contrajo nupcias con los nuevos amos del valle. Nervinson rió, pensando que alguna vez los padres de su nuera tocaron cacerolazos y marcharon con banderas de siete estrellas contra “el régimen”.

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Una vez en su estudio, sentando en una enorme silla de cuero, se conectó a una conferencia holográfica. Aparecieron sus socios, Juan, Samir y Oswaldo.

“¿Qué pasó?”, preguntó con el ceño fruncido. “Nos podemos meter en tremendo peo”, le dijo Juan, “Detuvieron las maletas en Estambul”. “Nojoda”, respondió Nervinson. “Qué peo”, dijo Samir. “¿Y ahora qué coño hacemos?”, dijo Oswaldo: “Si nos decomisan el coltán, si los escuálidos del metaverso y la diáspora arman un peo, se jodió todo. Coñísimo de la madre”. Nervinson respiró.

Los vasos de whisky resonaban con cada brindis. “¡Salud!”, gritaba Nervinson, “¡Nojoda!”. Sus socios, todos portando chemises con enormes logos de marcas de lujo, bebían el Etiqueta Azul como si no hubiese mañana. Las tusibots se agarraban de sus brazos, con sus tetas de animé. Lo habían logrado. Una llamada, un barajeo de contactos, y las autoridades de la isla vecina y las de más allá, permitieron que los maletines con coltán completaran su viaje hasta la República Islámica de Irán.

Así, en cuestión de pocos meses, el préstamo que harían los iraníes en retribución se encontró instalado en la base de operaciones militares que Juan gobernaba con mano de hierro. Con apariencia de avión furtivo, blanca como un cisne, el arma climática de los persas resplandecía ante el brillantísimo cielo azul de aquella zona de Aragua en los linderos del campo de golf de la próspera Urbanización Tocorón

El plan, pensado meticulosamente por años y tejido entre fortunas ilícitas y tráfico de coltán al Medio Oriente, finalmente se concretaba: el Tufan (Tormenta), como los ayatolás habían bautizado su copia del arma climática rusa (a su vez una copia de menor complejidad que el anillo de armas climáticas que los americanos tenían en orbita), volaría –discreto, invisible ante radares– sobre la costa venezolana.

Allí, soplando huracanes de químicos sobre las nubes, generaría secretamente una tormenta apocalíptica, un infierno de relámpagos, ventarrones y nubes negras que se desplomaría sobre Higuerote, Paparo, Tacarigua, toda esa zona playera de Miranda. Caerían los montes, caerían los ranchos, caerían las casas. El barro arrasaría con los clubes y lanchas y todo desaparecería bajo las aguas.  

“Una vez que pase el mierdero”, le dijo Nervinson a sus socios: “La concesión será nuestra. Una Zona Económica Especial entera pa’ nosotros, con presupuestos que te cagas. Nojoda, haremos un Cancún más arrecho que Cancún. Lo que no hicieron en Vargas por puro mal gusto. Hoteles de lujo, Ritz, un puto Six Flags”. 

El plan era espectacular: borrón y cuenta nueva en Higuerote, 20.000 muertos de por medio, para dar paso a un feudo de hoteles playeros, piscinas con olas y parques con toboganes. Y el sueño principal, en su corazón: abrir Lebranche’s, una futura cadena más prolífica que Granier e inspirada en la feria del lebranche en Tacarigua, que pronto tendría sucursales con peces sonrientes en las paredes y tragos con paragüitas de colores en los centros comerciales de Caracas. Todo, por supuesto, encomendado al sabio liderazgo empresarial de Nervinson y sus socios.¡Cha chin!

Poco después de la hora pico del viernes, Nervinson se encontró en un cuarto de control de la base militar controlada por el general Juan – su socio. Allí, vaso de whisky en mano y dedos ansiosos, observaba a los milicianos que meticulosamente trabajaban en computadoras de varias pantallas. “Estos mamagüevos han hackeado bancos americanos”, se dijo: “así que algo deben saber hacer bien”. Le estresaba, era un hecho, que los controladores criollos no supiesen manejar el Tufan. Un paso en falso, una metida de pata, y las consecuencias geopolíticas podían ser catastróficas. Pero se dejó llevar. La promesa, las fortunas y el poder entre senderos de cocoteros y nuevos clubes de playa con casinos, era mucho más atractiva.

A Nervinson se le calmó el estrés cuando notó que los milicianos –dirigidos por una mujer amargada y de uñas largas llamada Yeribeth– estaban programando correctamente el arma climática iraní. El Tufan, aquel blanco cisne destructor, despegó y se perdió entre las nubes rosas del atardecer aragüeño. En pocos minutos, el arma cruzó los valles y autopistas con destino a la capital. Era una máquina ligera, elegante, con el paso ingrávido de un ave indescifrable.

Nervinson no pudo reprimir una sonrisa picarona e intimidante. Se acercaba el momento. En minutos, el Tufan liberaría sus ventarrones de químicos sobre las nubes de Higuerote y sus alrededores, desatando la tormenta. La computadora mostraba gráficos complejos, luces de colores que se encendían y columnas de medición que parecían subir de intensidad. “Atención”, dijo Yeribeth: “Preparen la descarga”. Los milicianos, fieles al general Juan, tecleaban sin parar. Se acercaba el momento. Las señales en las pantallas se encendían con mayor velocidad y variación. Y de repente… se fue la luz…

-Coñoelamadre…

El sistema interno del Tufan, atravesando las nubes fosforescentes del atardecer, se preparó para iniciar el proceso de modificación del clima. Entonces, para una máquina que no entiende de apagones ni iguanas (o sedimentos de la minería) en el Guri, las ondas y señales enviadas desde la computadora se interrumpieron. El enorme cisne metálico se detuvo. Y, por una de esas fallas técnicas que sólo los ingenieros de sistemas saben descifrar, desató sus alquimias sobre áreas donde no tenía que haber estado. Un apagón fue lo único que se necesitó para que disparara chorros de químicos sobre las nubes.

Y abajo, en Las Mercedes, cayeron las primeras gotas

Como si de la rabia de deidades climáticas se tratase, las nubes sobre las torres plateadas de Las Mercedes mutaron en cuestión de segundos. Dieron giros en círculos, se convirtieron en monstruosidades y oscurecieron todo el cielo sobre la zona rosa de Caracas. Así, con enormes cortinas de agua, empezó el diluvio.

La lluvia cayó durante horas, convirtiendo las calles en piscinas inmundas. Los ventarrones se hicieron cargo de los árboles. Los truenos resonaron en los vidrios de las boutiques. El agua empezó a entrar a locales y lobbies. Las sillas de colores flotaron y las paredes de vegetación artificial fueron esponjas. Las quebradas súbitas en las calles con nombres de ciudades arrastraron carros, semáforos inteligentes y pantallas de publicidad. Y así, presionada por el peso de torres absurdas y agua a borbotones, finalmente Las Mercedes se desplomó sobre sí misma para después deslizarse hacia el Guaire. 

El lodazal empujó a las torres una hacia la otra, estrellándose como enormes juguetes de niños. Otras simplemente se hundieron entre los ríos de barro. Los vidrios de las tiendas por departamento estallaron, a medida que sus pantallas se apagaban, para después desplomarse la edificación entera como una torta desequilibrada sobre el río. Las Mercedes se convirtió en un gigantesco pantano con restos de torres inclinadas hundiéndose en el barro. 

Desde el metaverso, libre de censura, Nervinson vio los videos de Las Mercedes. Vio sus enormes muros acorazados desplomarse. Vio las vallas y luces multicolores desplomarse. Vio como –al día siguiente y ante un sol ácido– el Tamanaco, la Torre ABA, el Paseo Las Mercedes, la Iglesia Guadalupe y otras construcciones aledañas se mantenían como un anillo de sobrevivientes antiguos rodeando el desastre. No podía creer lo que había hecho. Tomó todo el whisky que su cuerpo podía aguantar, tratando de desentenderse de tal metida de pata. Ya no sería el príncipe de Paparo, el rey del Lebranche. Se peleó con sus socios. Bloqueó a los iraníes de su celular y de su chip cerebral. Se le aguaron los ojos. No del arrepentimiento ni la culpa, sino –como mostraba su mirada extraviada– por el horror. 

Pero el horror fue efímero. Después de todo, estamos hablando del camarada Nervinson… En la Asamblea Nacional, una enorme ronda de aplausos –producida por diputados de pie; de los chavismos, de las oposiciones alacranes, de Primero Venezuela, de los herederos del Conde, de Fuerza Vecinal– lo recibió. Levantó los brazos en celebración, agarrado de la mano de sus socios y del presidente: acababan de firmar un acuerdo para reconstruir Las Mercedes. 

“Haremos el Dubái de Sudamérica”, prometió: “Con estación interna de esquí, hoteles de lujo, un parque de agua y el centro comercial más grande de la América Latina”. 

Proyectos, por supuesto, que ya habían fracasado en el área. Incluyendo el paupérrimo zoológico con “dinosaurios” creados por medio de la modificación que la inteligencia artificial había hecho de los genes de una gallina. Pero los aplausos siguieron. Todos, una vez más, pretendieron que el lodazal anegado por el Guaire se convertiría en algo como Dubái.

Sonriente, soberbio, triunfante, Nervinson salió de la Asamblea. Atravesó los muros que dividían el este de Caracas del resto de la ciudad luego de mostrar su Carnet de la Patria Premium; único pase –un color de muchos, como el whisky– que permitía la entrada a los oasis opíparos de la urbe. Entonces, sintió un dolor de cabeza. No le importó. “Soy el papá de los helados”, se dijo: “El chivo que más mea”. Pero en su cabeza, para su total desconocimiento, crecía un tumor tan enorme como su nueva fortuna. Y le faltaba tanto por hacer… 

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