Viciosidades

Las entrañas de Caracas: Sobrevivir de Palo Verde a Propatria

Los audífonos dejaron de sonar. Primero murió el izquierdo y cinco segundos después, el derecho. “Demasiado aguantaron ¿Cuánto costarán otros bichos de estos?”, fue lo primero que pensé. Se me cortó la respiración mientras sacaba la cuenta. La música ya no me escudaría el resto del viaje. La canción se quedó a mitad de camino y yo atrapado en un vagón de Metro en el que tenía que escuchar el canto desafinado de una ciudad histérica.

COMPOSICIÓN GRÁFICA: JUANCHI PARRA (@JUANCHIPARRA) - GABY POLICARPIO (@GABYPOLICARPIO)
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El niño que llora en escala ultrasónica, la señora que le reclama al veinteañero que se sienta en los puestos preferenciales, la guerra de pedigüeños que coincidieron en el tren y exigen el territorio como propio, y de fondo, el dictador en potencia que pone desde su celular toda la discografía de Daddy Yankee a full volumen.

Retraso en el Metro, arrollamiento en Chacaíto. Eran apenas las 7 de la mañana. Todavía me faltaban 8 estaciones para llegar al trabajo y como 20 horas para volver a la cama, mi máxima aspiración de cada día.

Cargaba las ojeras en los tobillos. Los Tres Tristes Tigres que mato para sobrevivir hasta fin de mes me acecharon al mismo tiempo la noche anterior. Uno me da para comprar un kilo de queso, el otro para pagar los pasajes del mes y el último para pedir el café que justifica mi existencia. No cuento los Cestatickets porque esa tarjeta está decomisada por mi mamá. En mi época de pasante tenía mayor poder adquisitivo que ahora que tengo el título apostillado, por si acaso.

Vuelvo a pensar en los audífonos, en lo que cuesta reponerlos en medio del Tsunami tropical que llaman hiperinflación, en lo banal que me siento porque eso me preocupe tanto. Pero es que escuchar música en las calles de Caracas es un acto arriesgado y a la vez el placer que me hace más llevadera la supervivencia en una ciudad que amanece a la defensiva siempre. Busco opciones. “Creo que en la gaveta hay unos que suenan encajonados, pero sirven”, “Voy a preguntarle a Eduardo a ver si tiene unos que no use”. Y mientras seguía pensando, me distraje.

Hice un paneo sobre los rostros de las personas que estaban en el vagón. Vi más allá de la multitud, escuché más allá del revuelo. Empecé a tratar de adivinar sus historias, a reflexionar en que si estaban allí, en medio del azar del transporte público de una de las ciudades más peligrosas del mundo, ellos también sabían conjugar el verbo resistir en primera persona.

Veo a la señora que lleva la bolsa negra con un par de canillas. Es un botín que ella no quiere que le descubran en la calle (porque le van a pedir o se lo van a arrebatar), debe rendirlo hasta que llegue el viernes. Luego visito al señor que lleva un diente de oro empuñado en la mano, tal vez necesita el dinero para pagar sus tarjetas de crédito, esas cuyos límites solo alcanzan para comprar un par de empanadas (y depende del relleno). Me cruzo con la muchacha que se maquilla sorteando las leyes de la física, futura candidata al Miss Venezuela, la única institución que aún sirve.

En pleno Metro seguí con mi nuevo hobbie: inventarme anécdotas con las pistas que me daban los rostros de la gente. Continué contando arrugas, cazando gestos, y de repente, me crucé con su mirada. Sonrió para mí, y yo me asusté, como suele pasar cuando, rara vez, capto la atención de alguien guapo en la calle. Me agarró fuera de base.

En Caracas uno no sabe cuando te miran para robarte o echarte los perros. Por la manera en la que se fue acercando, me decanté por la segunda opción. En esos momentos la adrenalina se me dispara y el pecho se me infla. Siento que debo dejar en alto el nombre de mi parroquia: Petare. No le seguí el juego en vivo. Completé la historia de lo que pudo pasar, en mi mente. Volteé hacia otro lado, pero lo mantuve en mi visión periférica hasta que lo vi bajarse del vagón.

Ya con las puertas cerradas, nos miramos de frente. Me sentí confiado y le dije adiós con la mano. Fue bueno mientras duró, mi relación más estable en muchos años. Así nos ha acostumbrado a vivir el amor esta ciudad, de a raticos, con desapego. Si te encariñas, pierdes.

Cuando salí de la estación, vi a otro chamo acercarse a mí. Este no me quería echar los perros. Ceño fruncido y tumbao de malandro sobrado. “Me robaron”, dije yo. Yo también entré en personaje. No le demostré miedo, me fui aproximando a él también. La distancia se iba acortando al tiempo que me daba la arritmia. Ya estábamos a punto de entrarnos a coñazos (yo soy marico, pero no mocho) cuando me suelta: “¿Qué te pasa? Bicho. No cargo nada”. Él también pensaba que yo lo iba a robar. Paranoia colectiva, esa sensación que, según me han dicho, se queda en Maiquetía porque no tiene pasaporte.

Pienso en los que se fueron. Ellos están en otro país, y los que nos quedamos, también. No reconozco nada de lo que me encuentro. Este no es el mismo lugar en el que nací. Tal vez hacía falta que se me dañaran los audífonos para apreciarlo mejor.

Caracas es una ciudad oscura a plena luz del día. Gente que se pelea por almorzar del basurero, malandros vestidos de policía, niños que cantan Maluma y Becky G por algo de dinero, colas de gente que tiene fe en que cuando les toque llegar a la caja encontrarán algo, que el precio no aumentará mientras esperan y que las tres tarjetas que usarán para pagar el kilo de arroz y las dos chuletas, les pasarán sin problema.

La oscuridad se explaya desde las 7 de la noche sin postes de luz que le hagan resistencia. El frío se siente. La gente camina apuradita a sus casas, porque allí, en teoría, se sienten más seguros. No recuerdo tantas cercas eléctricas, tantas rejas. Definitivamente yo tampoco estoy en Caracas, no en la que nací.

El miedo reina en la ciudad de los techos y los números rojos, la sucursal de la nostalgia de quienes la dejaron y quienes la padecemos. El valle en el que las flores le reclaman el espacio al asfalto, en la que la sonrisa es catarsis.

La capital de los amores fugaces, del cliché del Ávila, de la cita fija en la Plaza Altamira. La ciudad que nos engaña con su belleza desde su época dorada, cuando se nos vendía como una mujer que prefería que la llamaran por su apellido de casada, aunque en realidad fuese un hombre: Santiago de León de Caracas.

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