Historia

La carta que nunca entregó Ramón J. Velásquez

La pasión por la historia y la intuición periodística lo asistieron en su tránsito político y en la aproximación al poder como testigo y protagonista a un tiempo. Este tachirense, de guáramos y determinación, dejó testimonio vívido y comprometido del siglo XX venezolano. Cuando se cumplen 103 años de su nacimiento, es menester recordar al hombre de los consensos, punto de equilibrio de un país tambaleante antes como ahora | por Armando Coll

Texto: Armando Coll | Fotografías: Cortesía Familia Velásquez, Archivo de la Fotografía Urbana, Archivo del fotógrafo Carlos Hernández
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Ramón J. Velásquez, atraído desde muy mozo por la historia clásica, bajo el auspicio del padre que lo hacía leer en alta voz los libros, sabía que la verdadera historia se hacía esperar, velada en los hechos menores —al menos su actuación pública lo deja sospechar. Quizá este tachirense nacido el 28 noviembre de 1916 comulgaba con una de las persuasiones de Jorge Luis Borges: la historia es más bien pudorosa. Suele pasar inadvertida, y solo el tiempo logra conquistarla y desnudarla. De ahí su vocación de periodista, hurgador de papeles y escrutador cauteloso. “El Dr. Velásquez encontraba la historia en las cosas que iba viendo”, recuerda Betulia Alviárez, quien fuera la asistente del historiador durante sus últimos años.

Pero la pasión por la política siempre lo jalonó hasta ponerlo, ya viejo, nada menos que en la Presidencia de la República, lugar tan codiciado por todos, y que él habría preferido postergar indefinidamente aun viendo la oportunidad servida.

“La política es muy aburrida”, dice Román Velandia, trasunto de Ramón J. Velásquez en la exitosa novela El pasajero de Truman (Mondadori, 2008) del escritor Francisco Suniaga. La sentencia dicha en medio de la larga conversación —trama de la novela—entre Velandia y Humberto Ordoñes –personaje a su vez figurado a partir de Hugo Orozco, secretario del prominente político y diplomático venezolano Diógenes Escalante —es una licencia de la ficción según admite el autor. Nunca le oyó decir la frase de marras a Velásquez en las conversaciones que le concediera para nutrir su narración. Pero Suniaga imaginó que no sería ajena al hombre que inspiró su personaje. Velásquez, si bien siempre atraído y ocupado por la política, supo trascenderla entre sus libros, los que leía y pergeñaba. Y de ella tomó distancia cuando la consciencia le reclamaba.

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La novela en cuestión exhumó al público actual un episodio de la historia del siglo XX venezolano, uno muy crucial, pero que no sobrevivió tampoco a la amnesia vernácula: la demencia súbita de quien en 1945 era el candidato de consenso a la Presidencia de la República, por tanto próximo presidente, Diógenes Escalante, seguro sucesor del general Isaías Medina Angarita. ¿Qué habría pasado si Ramón J. Velásquez no atiende aquella llamada telefónica del general Medina, la mañana del 3 de septiembre de 1945?

El joven abogado Velásquez trabajaba en la redacción del Últimas Noticias, a cargo de la información política. El director de entonces, Kotepa Delgado, le encomendó la primicia de la llegada del candidato, para lo que fue destacado en Maiquetía, al pie del avión. Entre las prisas propias de un arribo tan esperado —miles de personas rodearon el aeropuerto, una caravana de 3.000 automóviles acompañaron al ilustre recién llegado a la capital—, el reportero obtuvo poca cosa de boca del entrevistado para llenar las dos páginas del diario —que esperaba la ansiada exclusiva.

Con una mezcla de olfato periodístico y político en una sola nariz, el redactor se valió del gentilicio tachirense compartido con Escalante y tocó a la puerta de su hermana Lola, quien archivaba primorosamente discursos y recortes de prensa profusos con el verbo del destacado diplomático venezolano. El joven Velásquez ya se entendía bien con papeles archivados y tras detenida lectura, escogió un pasaje aquí y otro allá, y con precisión de editor ensambló una entrevista de preguntas y respuestas, imaginaria sí, pero en la que nada de lo dicho era invención.

Escalante, impactado, al leerse en las páginas de Últimas Noticias con tanta fidelidad a su pensamiento y sin haber concedido en rigor una entrevista, hizo llamar al intrépido muchacho para que le sirviera de baquiano —y en calidad de secretario ad hoc— en el terreno agreste de la política local a la que llegaba tras años de ausencia por su cargo de embajador de Venezuela ante los Estados Unidos.

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La historia patria parecía seguir su curso como dictaba el buen juicio, pero una serie de pequeños acontecimientos alertaban sobre la eventualidad de que el candidato no gozara ya plenamente de un atributo por el que mucho se le estimaba. Secretamente, la arterosclerosis prosperaba en una de las mentes más lúcidas con las que contaba la nación.

Hugo Orozco, el secretario privado, sería testigo de esos efímeros aunque preocupantes desvaríos mentales. Cuenta la conseja que el doctor Escalante habría alucinado la víspera de aquella llamada telefónica del 3 de septiembre de 1945. Habría asegurado, en arrebato paranoide, que el general López Contreras, a quien había retirado la confianza de antaño, se había deslizado secretamente en su suite para espiarlo. Y de persistir don Diógenes en su manía algo ingeniaría Orozco, a lo mejor una indisposición momentánea como excusa para que el presidente Isaías Medina Angarita, con quien habría de desayunar el candidato el lunes 4 de septiembre, no se alarmara al verlo en esos trances y la cosa pasara a mayores.

Pero ocurrió que Velásquez llegó más temprano que Orozco al Hotel Ávila y tomó la llamada y, fiel tal vez a su vena de reportero, transmitió taxativamente lo que le manifestara su jefe: “El doctor Escalante me dice que no puede asistir, general, porque le robaron todas sus camisas”. Eso fue lo que dijo Velásquez al mismísimo presidente Medina, quien ya estaba impaciente por la tardanza de su invitado. Eso informó mientras atónito posaba sus ojos en Escalante, impecablemente vestido como siempre, impertérrito y silente, y luego en el closet, pleno de camisas recién planchadas.

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Ramón J. Velásquez supo tejer su intuición al destino, y estar a un tiempo al frente y detrás de los acontecimientos, como protagonista y testigo, a la vez.

Si le tocó ser el heraldo de la locura de Escalante que torció el decurso del país, el episodio parece ser para él un paso definitivo hacia la vida pública. Ya no sería el periodista de información política del Últimas Noticias, sino una figura de la política, de la que no descansaría hasta que le tocó por cosas de la diosa Fortuna ajustarse la banda presidencial. Vinieron: el derrocamiento del presidente Medina; la junta de gobierno; la elección del presidente Rómulo Gallegos —la primera por el voto secreto, directo y universal— y el golpe que lo desalojó de su breve mandato. También ocurrió el asesinato de Delgado Chalbaud y, por supuesto, la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.

Es durante el mandato del general Pérez Jiménez que, junto a José Agustín Catalá, edita en la clandestinidad en 1952 El libro negro, un acucioso acopio de denuncias sobre abusos de poder, persecuciones, prisiones, violaciones a los derechos ciudadanos y demás ilegalidades de la tiranía. Es detenido y enviado a la cárcel de Ciudad Bolívar donde permanece hasta 1956. Volvería a ingresar a prisión más tarde para ser liberado con todos los presos políticos la madrugada del 23 de enero de 1958, mientras el avión del despavorido dictador alzaba vuelo.

“Lo que no se perdona en este país es el sectarismo, Ramón. Nosotros nos metimos en el Palacio de Miraflores, en ese Salón de los Espejos y nos vimos multiplicados, cuando en realidad éramos cuatro gatos”. Esas serían las palabras de Rómulo Betancourt, tal como recuerda José Rafael Velásquez del relato que hacía su padre Ramón Jota.

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Velásquez nunca militó en partido alguno, lejos de lo que pudiera imaginarse el menos avisado. Siempre fue visto como un hombre de consensos —esa figura política que hoy, en un país tan dividido, despertaría tantos recelos y rencores. Ocupar esa posición tiene sus ventajas, pero desventajas más. El tachirense había sido elegido senador por el estado Táchira y simultáneamente diputado por Miranda, cuando Betancourt lo llamó para que ocupara la Secretaría de la Presidencia.

—Yo quiero que me atiendas a la mitad del país que no me quiere a mí. Tú eres amigo de los sindicalistas, del clero, de algunos militares… —dijo Betancourt, al que muchos consideran padre de la democracia en Venezuela.

Ya fuera de toda obligación gubernamental, Velásquez fue llamado para otra tarea de buen conciliador: llevar el timón de una nave a contracorriente, el diario El Nacional, enfrentado al mar picado de un veto publicitario que lo amenazaba con hacer aguas. Llegó el experto periodista a la dirección y la tormenta amainó: renovó el plantel de las páginas de opinión. Las firmas harían un coro polifónico. Como dato conspicuo: por invitación de Velásquez, Pedro León Zapata inaugura los Zapatazos. Todo iba muy bien, muy agradecida la familia Otero con Velásquez, hasta el año electoral de 1968.

“El candidato a la presidencia Rafael Caldera decide pactar con la Cadena Capriles unas curules a cambio del apoyo de ese grupo editorial y eso fue interpretado por los Otero como una afrenta a El Nacional”, cuenta José Rafael Velásquez. “Así que le exigen los dueños que Caldera no puede salir en las páginas del periódico”.

“¿Cómo es la cosa?”, respondió Velásquez: “El director soy yo y debo honrar la pluralidad y la libertad de expresión, por tanto darle cabida a todos los candidatos”. Los Otero insistieron en que se debía excluir a Caldera de los plomos de la rotativa, a lo que Ramón Jota respondió: “Muy sencillo. Aquí está la llave de mi oficina. El periódico es de ustedes”.

Al parecer, Miguel Otero Silva quiso retenerlo. Le dijo que le mejorarían su paquete contractual, que por favor no se fuera, que ¿qué iba a hacer? Y el periodista no dudó: “En mi hambre mando yo”. Pocos meses después, Rafael Caldera lo llama para ocupar el Ministerio de Comunicaciones en un gobierno del Comité de Organización Política Electoral Independiente (Copei), cuyo fundador fue el mismo Rafael Caldera.

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Ahora nos vamos

“Hemos cumplido, más nada. Ahora nos vamos”, con estas palabras, sencillas y tajantes, sin adorno, inició Ramón Jota su breve discurso para despedir su gestión como Presidente interino de Venezuela en 1994.

Muchos años antes, la ocasión lo había rondado. Finalizaba el gobierno de Betancourt, corriendo el año 63, y el Presidente lo invitaba a un extemporáneo desayuno en su residencia. “¿Para qué?”, se preguntaría el secretario si más tarde se verían en Palacio.

“Mira, Ramón”, le dijo el presidente Betancourt a su secretario en aquel desayuno en la quinta Los Núñez en Altamira. “Ayer me visitó Rafael Caldera y me propuso ir unidos a las elecciones. Yo le voy a decir que no y quería que lo supieras de boca mía. Porque quiere que el candidato seas tú”.

Nada personal, por supuesto. El asunto es que esta vez, la no militancia de Ramón Jota obró en su contra. Betancourt no quería ir a elecciones con un candidato único, sino con un adeco: “Mi principal obra no es haber sido Presidente sino haber fundado a Acción Democrática”, parece que dijo Rómulo Betancourt antes de encender la primera pipa del día.

Décadas más tarde, la oportunidad hizo aparición otra vez, menos calva en este caso. “Carlos Andrés Pérez es destituido de la Presidencia y Octavio Lepage, por ser presidente del Congreso, asume constitucionalmente, pero no era la figura de consenso que se necesitaba”, cuenta José Rafael, quien para entonces era presidente del Inavi. “Me llama Luis Alfaro Ucero, secretario general de Acción Democrática (AD), y me dice que quiere hablar con mi papá. Así que lo llevé a casa”.

“Yo estoy muy viejo”, fue la respuesta del senador Ramón J. Velásquez. “A este país le iría mejor con un gerente”. Y propone dos nombres: Francisco Aguerrevere y Gustavo Roosen, dos tecnócratas, una apostasía para un adeco de la vieja guardia como Alfaro.
La casa de Velásquez también sería visitada por Hilarión Cardozo, entonces presidente de Copei. “Alfaro y Cardozo fueron los operadores para encontrar la figura de consenso”, cuenta otro hijo de Ramón Jota, el abogado Gustavo Luis Velásquez, que en aquellos días de crisis era viceministro de Interior, cuando el titular era Jesús Carmona.

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Si el doctor Ramón J. Velásquez entrañó alguna vez la ambición tan extendida y popular entre los venezolanos de la Presidencia de la República será siempre un enigma hasta para sus hijos. Lo que sí consta es que la evadió hasta último minuto. Gustavo recuerda que una mañana de aquellas jornadas turbulentas de 1993, lo llamó su padre desde su oficina en el Parlamento: “Dile a Carmona que le voy a enviar una carta”. El hijo le propuso que viniera a almorzar con ellos en el despacho del ministerio en Carmelitas, Caracas.

Y es así que el senador Velásquez se acerca al Ministerio del Interior y coincide con Luis Piñerúa Ordaz —político adeco, ex ministro de Relaciones Interiores en tiempos del primer gobierno de Carlos Andrés Pérez y cadidato presidencial para sucederlo— que también venía a hablar algún asunto con Carmona. El senador y el dirigente adeco deciden hacer tiempo en la antesala con una charla sobre lo mucho que había que conversar para el momento. Gustavo esperaba junto a ellos: “Yo veía el sobre de la carta sobresalir del bolsillo del paltó de mi papá”. Piñerúa habló con Carmona y siguió camino. Los Velásquez almorzaron con el ministro y departieron amenamente. Se habló de muchas cosas, de esto y aquello, menos de lo que se suponía había convocado aquel condumio. El senador se despidió del ministro y su hijo. La carta nunca fue entregada. En ella expresaba probablemente que no aceptaría la presidencia interina. Hay olvidos que el psicoanálisis explica.

Aceptó. Cardozo y Alfaro respiraron aliviados y a continuación le dijeron tan tranquilos: “Es su gobierno, nuestra militancia no participará”. El hombre de consenso, es un hombre solo. Es el costo de no estar en un bando y concertarlos a todos.

Fueron unos meses muy duros. Al gobierno interino de Velásquez le tocó tomar medidas impopulares y enfrentar conspiraciones como las del almirante Radamés Muñoz, sorprendido de visita en Washington con fines inconfesables. “¿Quién nos ha defendido?”, se preguntaba el día en que luciría por última vez la banda presidencial. “Nos ha defendido la propia conducta. Críticas, agresiones, infamias son el material diario de la vida en libertad”.

Una llamada que el destino lo llevó a atender sin que le correspondiera; una carta que olvidó entregar; pequeños hechos que insospechadamente deciden la historia mucho después.

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