En Tocuyito, dejarlos solos no es opción: el relato de los que se quedan frente a la cárcel
De Bolívar, Táchira, Lara, Trujillo, Apure y más estados de Venezuela son las familias que hicieron de los alrededores de la cárcel de Tocuyito su zona de espera. Están cansados, pero no se irán hasta que vean a sus seres queridos en libertad. Hablan para no olvidarlos y demostrar al mundo que están ahí por razones injustas | Por Valentina Rivas y María José Dugarte
Frente a la cárcel de Tocuyito lo primero que llama la atención no es el tamaño de la prisión, sino las personas que desde la acera miran ansiosas hacia los edificios que componen el complejo carcelario. Se protegen del sol inclemente de Carabobo bajo un samán inmenso y desde ahí, a orillas de la autopista, señalan, tratan de encontrar algo, de ver a alguien.
Son más de sesenta quienes hoy miran, conversan y analizan en silencio una situación tan absurda como dramática. Por momentos se quedan estáticos, como idos en sus pensamientos y luego regresan en sí para continuar a la espera de que algo ocurra a las puertas de la prisión. Quieren que alguien salga y los llame. Quieren creer que pronto solo tendrán que correr a abrazar a sus hijos, esposos, nietos o sobrinos.
Los que viven en la zona dan pie a la presentación: «Ellos son los familiares de los que agarraron después de las elecciones». Los conocen porque los han visto ir y regresar durante 45 días seguidos. Esa dinámica les ha convertido en casi vecinos. Pero los que llegan nuevos son vistos con desconfianza.
—¿Ustedes son infiltrados?
—No, somos periodistas.
Ligia, madre de uno de los detenidos en Tocuyito, es la persona que hace la pregunta y escanea al grupo. Aunque sabía que estaríamos con ella esa tarde, porque conversó con el equipo de El Estímulo días atrás, la inseguridad del contexto la lleva a desconfiar. Tiene motivos: «Es que aquí hay muchos infiltrados». Los ha visto. Asegura que se hacen pasar por familiares de los detenidos y luego de unos días desaparecen. Ella cree que es para tomar nota de lo que hablan, registrar si hay conversaciones sobre política. O de lo que pasó el 28 de julio.
El motivo por el que Ligia se para frente a Tocuyito se llama José, su hijo de 24 años, quien fue detenido el 30 de julio cuando regresaba a su casa tras acompañar a un primo a hacer una diligencia. José había salido en la mañana para echarle gasolina a su moto y vio las protestas en la avenida Bolívar de Valencia, pero ignoró la situación porque ya conocía las noticias de las detenciones. Como no le ocurrió nada temprano, no tuvo miedo de regresar a la calle.
Sobre las 6 de la tarde a Ligia le llegó un mensaje por WhatsApp. Era una imagen con la foto de su hijo y arriba decía «desaparecido». Su primera reacción fue pedir que bajaran la foto: «¿Qué es esto? Dile que no, que quite eso, que se ve feo». No creyó que estuviera preso hasta que la llamó otra persona y se lo confirmó.
«Ahí empezó el suspenso», dice Ligia, quien tuvo que trasladarse a un penal de Naguanagua y luego a Los Guayos III, otro centro de reclusión controlado por la Policía Nacional Bolivariana (PNB).
Ligia pudo verlo una sola vez en el penal. Ni siquiera recuerda la fecha: «Fueron 20 minutos. Me dijo: ‘Mamá, quédate tranquila. Hazte la imaginación de que yo estoy viajando’. Más nada. No pude hablar más con él». Esa última conversación ocurrió días antes de la madrugada del 26 de agosto, cuando José fue trasladado a Tocuyito.
Mientras Ligia cuenta su historia, los rayos y el viento advierten que una tormenta se acerca. Frente a Tocuyito no hay muchos lugares para refugiarse cuando llueve porque solo funcionan pequeños galpones industriales. La única opción segura, donde nadie los corre por empatía o porque son los compradores principales de agua y refresco, es una licorería. Bajo el techo de ese local se acomodan todos los que pueden: sacan sus viandas y almuerzan. Comparten el café y unas galletas. Revisan las redes sociales. Esperan algo.
La madre de José nos pide unirnos al grupo por seguridad. Le da miedo que la tormenta tumbe ramas de los árboles y ocurra un accidente. Eso sí, la guardia no la baja: «Ahí podemos hablar mejor, pero esconde la grabadora».
Ligia y su esposo fueron testigos del traslado arbitrario de José, quien es uno de los jóvenes del «Caso de los 103» que estaban recluidos en Los Guayos III.
Pudieron estar presentes porque un privado de libertad, que tenía años en ese centro de reclusión, le prestó el celular al joven para que le avisara por WhatsApp: «Ellos (presos comunes) los trataban bien. Fino. Mientras que estaban allá, claro (…) A las 3 y 32 de la madrugada escribió: ‘Mamá, hay traslado'».
Esa fue la última fe de vida de su muchacho. Desde entonces, Ligia se ha convertido en una madre receptora de preguntas. Mientras espera algún avance legal del caso de José, ha recibido a personas de Apure, Barinas, Yaracuy, Bolívar y Táchira que vienen buscando información sobre los familiares que trasladaron a este penal.
Escuchando los testimonios de padres y madres, Ligia confirma lo que reportan organizaciones como Foro Penal y Provea: «Son puros chamos. Solo hay un señor de 60 y otro de 70. Nosotros lo que más queremos es que estén libres, pero sobre todo saber si están bien».
«Uno aquí pierde la noción. Yo te puedo ver hoy y mañana no te reconozco», explica una de las consecuencias de lo que está viviendo.
Romper la barrera
A medida que conversamos, las miradas de los otros familiares se hacen más inquisitivas. «Esta nos está viendo mucho», repite Ligia con nerviosismo, con temor al reproche colectivo. Es cierto y esas caras tienen preguntas: «¿Por qué estos llegan con una cámara y grabadora a un lugar que está en constante vigilancia? ¿Son gente confiable? ¿Por qué solo hablan con una mujer?».
Cuando la lluvia arrecia, el silencio se impone y se percibe más tensión en el ambiente. Solo se escuchan nuestras voces. Y aunque no hay cruce de palabras, el pensamiento es compartido: «Tal vez, si nos sentamos y nos presentamos, quieran hablar».
Sentarse en el piso húmedo, mojarse como ellos, iguala las condiciones y quienes están allí comienzan a hablar como con uno más del grupo de familiares. Pasan cinco minutos y hay que sincerarse: «Miren, la verdad es que somos periodistas y queremos hablar con ustedes».
Tras la aclaratoria sobreviene una pausa, pero una de las mujeres continúa contando lo que le ocurrió a su familia: «Yo estoy aquí por mi nieto de 19 años. Él estaba yendo a su trabajo. Es profesor de béisbol y lo agarraron cerca de la escuelita donde le daba clases a los compoticas, a los niños. Él no estaba haciendo nada».
Quien habla es Carmen, una mujer de 70 años cuyo nieto fue detenido el 30 de julio por las autoridades de Carabobo. Relatar la historia, otra vez, no deja de ser difícil. Carmen contiene las lágrimas, pero su nieta de 25 años no. Ella es testigo de la desesperación familiar.
—Nosotros no sabemos nada de ellos. Saludamos a esos edificios con la esperanza de que alguno nos vea, así no sea mi muchacho, y sientan que no los olvidamos.
El deseo es el mismo: «Queremos que nos digan algo, que los muestren, que les den una visita aunque sea para uno saber que ellos están bien, porque prácticamente están secuestrados […] ¿Quién me garantiza que él está ahí y cómo me lo garantizan?».
Al lado de Carmen está Ana, quien viajó más de 400 kilómetros desde Trujillo. Su hijo fue detenido en Valera pocos días después de las elecciones cuando iba comprar unas medicinas: «Desde esa tarde que salió no lo he vuelto a ver».
Estar entre tantas familias te obliga a escuchar múltiples testimonios. Cada quien va soltando datos diferentes de cómo fue el sistema de detención en cada estado del país. También de lo que han vivido esperando a que salgan sus familiares por el portón de la cárcel. El cruce de información entre ellos es constante y genera dudas sobre lo que está pasando adentro.
—Yo los vi. Tienen a dos por celda. El uniforme es azul y el fiscal nos dijo que si no hay evidencia, los sueltan. Me dijo que si seguíamos aquí nos iban a mandar a quitar porque hay algunos familiares que se van a la pasarela a hacerles señas y gritar y eso les afecta a ellos mentalmente. Me comentó que tienen psicólogos, que les ponen a hacer deporte y orden cerrado. Yo le creí porque eso también me lo dijeron los custodios que están ahí — comenta Juan, un hombre de 45 años que se trasladó desde Lara para hacerle seguimiento a su hijo.
Su chamo tiene 19 años, lo sacaron de su casa el 7 de agosto y lo trasladaron a un penal de un pueblo de Lara. El 13 del mismo mes lo presentaron a distancia bajo cargos de terrorismo. «Fue la sapa del barrio que trabaja en la alcaldía. Ella pidió que se metieran porque supuestamente había varios», expresa.
En el penal de Lara, antes de su traslado a Tocuyito, Juan pagó 5 dólares para ver a su hijo. Ese dinero le permitió un breve abrazo. Menciona que hubo algunas personas que pagaron hasta 1.000 dólares para liberar a sus familiares: «Aunque es inocente, yo también lo hubiera hecho, pero no los tenía».
Con Juan viajaron cinco personas más de su comunidad. Decidieron alquilar por 30 dólares una habitación en un caserío cercano a la cárcel de Tocuyito. No piensa regresar pronto y le preocupan sus otros hijos: «Tengo uno de 10, una de 15 y este, que trabajaba conmigo. Ahora ellos están solos allá».
Una espera sin certezas
Hasta el día de nuestra visita, el 16 de septiembre, el Foro Penal reportaba 1.692 detenidos en el contexto postelectoral de Venezuela. Algunas de las 60 personas que están en los alrededores del penal aún tienen dudas sobre si su familiar está recluido allí.
«No lo sabemos a ciencia cierta. Es una posibilidad que estén desaparecidos porque aquí nadie da respuestas», dice una mujer.
—¿Y qué piensan de la situación con María Corina y Edmundo?
—María Corina no me interesa nada. Siempre me ha gustado estar alejada de los problemas. Pero yo sé, yo sé que allá adentro hay gente presa por expresar su opinión. Entonces, no se puede hablar. Esas son las cosas que hacen las dictaduras, porque si tú no tienes el derecho a expresarte, ¿cómo se llama eso?— comenta otra.
Lo que dice es una postura común entre la mayoría de los familiares. Se habla de justicia, pero no de política porque no saben quién los ve o los escucha. Sin embargo, siempre hay excepciones, como Isabel, una mujer cuyo esposo de 61 años fue detenido el 2 de agosto mientras cocinaba el almuerzo que compartiría en el velorio de su mamá.
—Estábamos en la casa. En ese momento, entraban personas para hacer un rosario y luego salir al entierro de su mamá. Las cenizas estaban en la sala, íbamos a la misa y luego al cementerio para darle cristiana sepultura. Llegaron distintos cuerpos de seguridad, lo agarraron por el cuello de la camisa y se lo llevaron.
El esposo de Isabel es comerciante y líder comunitario activo de un pueblo de Trujillo. Más de 35 personas quisieron atestiguar ante las autoridades para conseguir su libertad, pero la fiscalía aceptó a pocos. Aun así, lo acusaron de «terrorismo e instigación al odio».
A él lo trasladaron a Tocuyito el 25 de agosto y su familia confirmó que estaba allí cuatro días después de haber recorrido distintos penales: «Él me llamó. Me dijo que el viernes tenía visita y que estaba en el Internado Judicial de Tocuyito. Entre tanto dolor eso fue un alivio».
Esa visita nunca se concretó. Isabel y uno de sus hijos no han dejado de estar en los alrededores desde el 26 de agosto: «Apenas nos reciben las medicinas. No sabemos si se las llevan. Él sufre de la próstata, es hipertenso y diabético».
—Parece que disfrutaran vernos aquí y tener a nuestros familiares adentro — suelta Isabel antes de retirarse para hacer una oración con el resto del grupo.
El efecto dominó
— ¿Todavía se puede declarar? — pregunta la esposa de uno de los detenidos.
Después de un rato hablando aquí, las miradas inseguras y desafiantes se transformaron. Ahora hay lágrimas en los ojos mientras relatan lo que han tenido que vivir en las últimas semanas.
María es mamá de un joven de 18 años y todos los días se acerca al penal de Tocuyito para ver si pasa algo. La historia del proceso de detención arbitraria de su hijo la cuenta para reafirmar su inocencia.
— Él iba con su moto por la autopista, buscando gasolina. En un momento se le cae la gorra y cuando fue a buscarla, había una caravana de policías viniendo hacia él. No le preguntaron nada, le taparon la cara con la camisa y lo montaron en la patrulla.
La han llamado varias veces para decirle que hay visita, pero las suspenden por «falta de logística».
— Mi hijo no sale en ningún video, no tiene motivo de estar aquí […] Ese muchacho ni siquiera está inscrito en el CNE, ni siquiera votó — expresa María.
En algún momento de la jornada, planteamos la posibilidad de una foto grupal, de espaldas a la cámara, mirando hacia el penal.
La petición genera renuencia. Los familiares se miran entre sí esperando a que alguien dé el primer paso.
— ¿Qué más nos van a quitar? Vamos — dice una de las mujeres mientras cruza hacia el samán.
Se une un grupo y luego otro. Se hace una especie de cordón humano, donde hay niños y adultos mayores. De forma espontánea levantan sus brazos y agitan las manos hacia la cárcel. Aunque tienen mucho para decir, el silencio se impone al emular lo que se convirtió en su rutina cuando logran ver a un recluso moviéndose detrás de las ventanas del penal.
Apoyarse: la única forma de continuar
La pequeña comunidad que se ha formado es el único apoyo que tienen los familiares. Aunque el Código Penal permite a los detenidos tener una representación legal privada, el Estado venezolano los obliga a depender de defensores públicos que no aparecen o simplemente no dan respuestas. En la espera, se contienen. Entre ellos se abrazan y se secan las lágrimas por aquel ser querido al que no les permiten ver.
La fe es una herramienta para mantenerse fuertes. A las 3 de la tarde, todos los días, el sonido de un cuatro avisa que ha llegado el momento de orar. Madres, padres y abuelas hacen un círculo frente a un galpón y comienzan a cantar alabanzas. La melodía avanza y más personas se acercan. Y ya no importa que un grupo de periodistas graben o hagan fotos. No hay vergüenza en arrodillarse y rogarle a Dios. Esperan saber algún día si sus hijos o esposos los escucharon o al menos vieron que nunca se fueron.
—Cuando nuestros muchachos estén libres, vamos a ayudarlos a hacer un documental de esto — nos dice el pastor que ha guiado la hora de oración desde hace semanas. Su hijo, quien está a punto de ser papá, fue detenido mientras caminaba por una calle cercana a su casa.
—¿Por qué no se van? — volvimos a preguntar al hombre.
—Porque ellos serán libres pronto. Los vamos a ver salir con el uniforme azul y su cabeza rapada. Estamos aquí porque ellos van a ser los héroes del mañana. Te lo digo yo, ellos van a salir en los libros.
Nota del editor: los nombres de las personas entrevistadas fueron cambiados para proteger sus identidades e integridad.
Este trabajo fue escrito por Valentina Rivas y María José Dugarte. Las fotos son de Daniel Hernández.
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