Opinión

El día que dirigí una reunión de condominio (pensando en Luis Salas)

Ahora que nombraron a Luis Salas como ministro de economía, quiero traer acá cierta anécdota que me aconteció un montón de tiempo atrás. Corría quizás el año 1989, yo era estudiante de Letras y vivía en un edificio de Montalbán III. Recuerdo que una de las vecinas era una señora bajita, regordeta que siempre andaba en tacones larguísimos y peinada de peluquería.

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Era joven pero mayor que yo, una mujer franca que hablaba siempre con cierto dejo autoritario pero cargado de confianza. Una de esas pájaras bravas que no le temen a nada; una arpía, dirá alguno.

Siempre me la encontraba en el ascensor y conversábamos. Era hábil para sacarme de mi mutismo y de mis aires de grandeza. Tanto, que terminó enterándose que yo era estudiante de Letras.

Un día, sin más, me dijo algo así como:

—Chico, tú deberías dirigir una de nuestras reuniones de condominio. Necesitamos gente como tú, letrada, culta, que sepa manejar la palabra.

Por supuesto, yo me sentí halagado, inocentemente halagado. En aquella época, ya lo asomé, yo me creía lo máximo del universo, alguien distinto, privilegiado y clarividente que no se había entregado a la materialidad del mundo. Un estudiante de Letras, un poeta, un artista bastante orgulloso, soberbio, radical, digamos, en mis apreciaciones del mundo. Pongámoslo así de sencillo: yo tenía razón y los demás eran una cuerda de pendejos.

Total que en la víspera de una reunión de condominio, la muy querida vecina me propuso que dirigiera yo la mentada asamblea. Que no me preocupara, me dijo, que ella era la presidente de la junta y ya había hablado con otros que habían estado de acuerdo con su propuesta. Yo, un tanto nervioso, acepté. Mi orgullo, mi soberbia, como puede verse, habían de nuevo jugado conmigo.

Por fin nos reunimos a eso de las siete de la noche del día siguiente en el salón de fiestas. Estaban allí presentes unos ocho vecinos, contándome. Minutos antes nuestra querida presidente me entregó una carpeta y me señaló brevemente los puntos a tratar.

—Necesitamos un director de debates, alguien culto e inteligente como tú, un letrado, un intelectual —dijo para cerrar, acariciándome de nuevo el ego y, acto seguido, me llevó ante los vecinos. —Dale pues, trata los puntos que corresponden —dijo bajito, sonriente. Nunca olvidaré (coño de su madre… y disculpa, lector) esa sonrisa.

Lo que siguió fue —¿cabe duda?— un infierno.

Apenas dije un par de cosas sobre el primer punto y me cayeron encima. La muy querida vecina, a mi lado, me veía con su enorme sonrisa amable y complacida y me decía:

—No te dejes, no te dejes… lo estás haciendo bien.

Llamé a la calma, pero fue inútil, los otros comenzaron a discutir, a gritarse. Hice intentos para organizar, propuse hablar por turnos, acoté la importancia de la escucha. Hablaba con un tono inaudible de señorita asustada que hoy día me da risa.

Y bueno, nada, incluso nuestra incólume presidente de la junta empezó a pegar alaridos. Luego, exacerbados al tope, dos vecinos se pusieron de pie y se lanzaron uno sobre el otro con los puños cerrados. Sus mujeres y otros vecinos los detuvieron a tiempo. La querida presidente, a mi lado, me urgía:

—¡Pero haz algo, chico, haz algo!

Yo me puse de pie, amagué autoridad, nadie me prestó atención. Por fortuna, los vociferantes y sus señoras, más por resolución propia que por influencia mía, volvieron a sus puestos. La gente guardó incómodo silencio por un instante. Todos me veían, me odiaban. Un vecino me reclamó:

—¡Pero bueno, chico, ¿tú no ibas a dirigir esta reunión?! ¡Esta vaina es un desastre!

Otro hizo comentarios similares.

La muy querida presidente también se puso de parte de los insatisfechos:

—¡Pensé que como estudiante de Letras podías hacer algo distinto!

Quise explicarle que ser estudiante o licenciado en Letras nada tenía que ver con esa vaina, que yo no era político de parlamento ni árbitro de boxeo ni un carajo de nada. Que en realidad las personas que amamos la literatura solemos ser calladas, retraídas, poco dadas a la discusión pública. Que yo, inocentemente, había aceptado porque había pensado (no sé bajo qué referencias, pues la verdad que antes sólo había vivido en casa) que aquello sería distinto, amable, llevadero. Pero no, nada dije. ¿Qué iba a decir?

—Disculpa, yo… —fue apenas lo que alcancé a articular con un hilo de voz.

—¡Ay no, chico, tú no sirves! —soltó la muy querida vecina y se puso ella a dirigir la reunión.

Allí me quedé, apretando la mandíbula y las lágrimas que me aguaban los ojos. Estaba asustado y enfurecido. Mientras, aquellos vecinos seguían en su discusión, odiándose como evidentemente se odiaban desde hacía mil siglos.

Ahí fue cuando entendí: en realidad yo había sido invitado a «dirigir» aquella reunión porque a todos les había parecido una buena carne de cañón. Yo no había sido más que un pobre pendejo puesto a presidir una junta donde todos se odiaban y donde nadie, absolutamente nadie, quería dar su brazo a torcer ni transigir o dialogar a la búsqueda de soluciones comunes para los asuntos de nuestro edificio. Porque yo, al no saber llevar las cosas y dejar aquel inmenso agujero de autoridad, les permitiría a ellos soltar —tal como ocurrió— todo la frustración y el odio que llevaban por dentro.

Eso fue lo que comprendí, por eso fue que me pusieron allí.

Siempre hay gente que cae en la trampa. Son la carne de cañón de los mediocres, de los facinerosos. En ocasiones, eso sí, el inocente también puede ser muy mediocre. No todo inocente tiene talento. También sobran los casos en los que el inocente pierde su inocencia y se vuelve tan igual o peor que aquellos que le engañaron.

Por cierto, siempre he pensado que el radical es radical por ignorante. ¿Recuerdas?, yo despreciaba a los demás, me creían la gran cosa. La ignorancia es, sin que esto nada justifique, la forma más baja, más lamentable de la inocencia. No sé, hoy pensé en el ministro Luis Salas y recordé esta anécdota.

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