Crónicas

El conuco audiovisual de "Rapea Pa'Ve"

Otro malandro del barrio era lo que quería ser, pero usó la cabeza y con inteligencia y constancia encontró un mejor camino entre los beats del hiphop. Valentín Guimaraes, alias Rastavá, dirige el proyecto "Rapea Pa'Ve". Fuimos hasta La Vega a conocer mejor su trabajo

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Fotos: Daniel Hernández
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Valentín Guimaraes tenía un hobby poco común a sus nueve años: esconderle la cocaína al dealer del barrio.

La puerta de su casa estaba en un callejón en La Vega que algunos usaban para guardar motos y otros para orinar las borracheras. El vendedor de la zona decidió que era buen lugar para esconder los pitillos de perico entre las rendijas de una pared.

Valentín lo vio un día y se le ocurrió una «travesura». Cuando el jíbaro se distraía, él -bajito y con alma de gato callejero- se escurría y movía la mercancía unas rendijas más allá o más acá. Luego se iba a un rincón a mirar cómo el tipo, malote confirmado, metía la mano en un hueco vacío una y otra vez, se rascaba la cabeza, escupía un “coño, de la madre, no joda” y empezaba a buscar por todos lados. Hasta que daba con su mercancía, se encogía de hombros y -desconcertado- seguía trabajando.

Valentín, desde su escondite, se desternillaba de la risa.

El dealer nunca pensó que alguien le estuviera robando. Tampoco se le ocurrió que se la estuvieran escondiendo. ¿Quién iba a coquetear con un plomazo por hacerse el gracioso? Lo que creía era que tanta vaina que se metía le estaba friendo el cerebro. Hasta que vio a Valentín haciendo de las suyas.

Y le dio un coscorrón. Después, con más pinta de abuelito que de narco, lo regañó. Valentín no volvió a esconder la droga ajena. Con los años, entendió que no lo habían matado porque el malandro era su vecino, lo conocía desde siempre y lo tenía identificado como uno más de los niños que ya empezaba a pasar muchas horas en la calle.

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Si le das play al video, vas a ver a Edgar Daniel Ramírez, aka El As, parado en una esquina de un barrio caraqueño.

Si no sabes quién es El As, aquí va un resumen rápido: fue malandro, estuvo preso par de veces, uno de sus encierros fue en la PGV (sí, sí, esa cárcel de régimen abierto controlada por pranes que luego fue destruida por funcionarios), allí conoció a un grupo de raperos, formaron Free Convict, se reformaron. Pasaron muchas otras cosas más, pero lo importante es que sepas que El As tiene calle y tiene tarima.

Bueno, otra vez: si le das play al video, vas a ver a El As parado en una esquina, un carro se estaciona al lado suyo y le hace un encargo. El As responde que okey, que será su última chamba porque ya está retirado. Traslada el bolso que le dieron (le encomienda era llevar un paquete de un punto A un punto B) hasta el lugar señalado. Allí aparece una camioneta, manejada por un Valentín Guimaraes treintón, con barba desordenada y cabello al cuello. Al niño de nueve años que escondía pitillos de cocaína ahora lo conocen como Rastavá.

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Una de sus tres hermanas mayores –todas le llevan más de 10 años– le preguntó qué quería ser de grande.

—Yo lo que quiero es ser malandro.

Eso respondió Valentín cuando todavía no cumplía los 11.

Desde los siete tenía permiso de sus papás para jugar en el callejón. Ahí empezó a compartir con los vecinos. En La Vega, sin importante qué tanto espíritu de Guido Orefice (el protagonista de “La vida es bella”) tuvieran los padres, el destino era inaplazable: no hay ojos de niño que no hayan visto todo lo que un europeo o estadounidense clase media probablemente no va a ver jamás.

Y Valentín muy rápido hizo una asociación digna del reguetón de principios del siglo XXI: armas, drogas, cadenas de oro, carros del año, mujeres, efectivo = malandro.

Estudió en una escuela católica llamada María Antonia Bolívar. Cuando terminó sexto grado y fue a buscar la zonificación (una especie de carta de recomendación que las primarias otorgaban a sus egresados para que pudieran entrar a un bachillerato en específico), las monjas preguntaron por sus papás.

—Están trabajando.

Papá como albañil y mamá cuidando niños en casa. Las monjas, en represalia porque Valentín había ido sin sus representantes, le negaron la zonificación. Acostumbradas a caminar tan firme como la Biblia, las religiosas no dieron su brazo a torcer ni siquiera cuando días después fueron los padres del pequeño que soñaba con ser malandro a explicar que no sabían lo de la zonificación, que además, en efecto, estaban trabajando, etcétera.

Los lados de la moral y la religión tampoco iban a convencer a Valentín de virar su horizonte. La actitud de las monjas más bien había enviado el mensaje de que no todos son hijos de Dios. Él era un niño más: jugaba béisbol, futbolito, nadaba; jugaba al escondite, hablaba en la acera, hacía chistes tontos. Pero con la estadística en contra: los narcotraficantes, ladrones y secuestradores del barrio también habían sido un niño más.

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Sí, sí. Es medio cliché, lo sabes: casi todos los raperos hispanos de cierta edad –y traperos y reguetoneros– tienen dentro de sus momentos bisagra en la infancia cuando escucharon a Vico C por primera vez. A Valentín, alias Rastavá, también le volaron la cabeza las rimas del puertorriqueño. Con la diferencia de que él nunca trató de ser rapero.

Deja de pensar en tonterías y dale play al otro video. En este, vas a ver a Robert José Blanco, aka Trébor El Extraterrestre, compañero de El As en Free Convict, ex malandro también, quizá el mejor host del país. Está en un bar en La Vega, hablando con una productora que le pide que, por favor, acceda a grabar una canción con ellos.

Trébor, con unos lentes electrónicos que alternan dibujos en sus cristales y te distraerán, se niega con actitud de ser mucho gallo para ese corral. Hasta que, mira con atención, una mesonera le aliña el trago y este cae drogado.

Verás que la cámara lo enfoca de nuevo, esta vez amarrado a una silla, despertando. Su secuestrador es Rastavá y sin florituras le explica que o le hace caso o su secuestro será eterno.

***

Valentín terminó estudiando el liceo en el Pablo Acosta Ortiz, que queda por La Quebradita. A su modo de ver, sus compañeros sólo estaban pendientes de estudiar, hacer deporte o de tirar piedras en los disturbios. Había un chamo que rapeaba y era visto como el rarito del salón.

El hip hop era algo que Valentín vivía más en su barrio. Al igual que el malandraje.

Tenía alrededor de 13 cuando mataron al primero de sus amigos, que era unos tres años mayor que él y desde hacía tiempo manejaba dinero de la calle.

Esa parte de la historia no se la habían contado. Esa en la que los hampones no sólo eran tipos que hacían gestitos de reguetonero con la mano, mientras silbaban a mujeres y tuneaban sus carros, sino que, además de todo eso pocos viven los suficiente para verse canas.

En los siguientes años, varios de sus panas de toda la vida empezaron a dividirse en cuatro columnas: los honestos, los presos, los muertos y los sobrevivientes. En la que menos nombres había era en la cuarta. Y quienes estaban ahí, notaba Valentín, vivían o muy estresados o se iban convirtiendo en caricaturas del mal.

¿A qué edad el niño que soñaba con ser astronauta o futbolista se desentiende de las fantasías infantiles? En el caso de Valentín, fue en la adolescencia. Entre sus 13 y 17 años quizá se preguntó qué era lo único más arrecho que un malandro. Bingo: alguien que cura a los malandros. Quiso ser médico, hasta que se enteró, pues parecía que nadie le avisaba las cosas con tiempo, de que para eso había que estudiar mucho.

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Valentín Guimaraes, aka Rastavá (Fotos: Daniel Hernández)

Salió del liceo con la misma orientación de un trompo que baila sobre el aceite. No tenía nada que hacer en las tardes, así que se inscribió en una escuela de hip hop que estaba casi nueva en el barrio. Se trataba de una iniciativa que, aunque ya venía desde tiempo atrás, las recién creadas EpaTú del gobierno (una especie de programas sociales) decidieron impulsar y de algún modo reorganizar, manteniendo los mismos profesores.

Allí daban capacitación en cuatro áreas: graffiti, beatmaker, escritura y rap. Se inscribió en graffiti. Si para ser malandro o médico le faltaba voluntad, aquí lo que le faltaba era talento.

A él y a sus compañeros les dieron unas latas y salieron a poner en práctica lo aprendido. Veía los resultados de su muñeca y bufaba. Pero al menos hizo buenas migas tanto con los que estudiaban también graffiti como con los de las otras materias. Al poco tiempo, el gobierno decidió finalizar las EpaTú y con eso murió la escuela de rap.

Hizo lo mismo que todo joven desorientado de familia más o menos estructurada: tratar de seguir los pasos de su padre. Se puso a estudiar construcción civil. Sufría con las matemáticas, le costaba solucionar problemas, se preguntaba al ver a los alumnos que tenían años tratando de graduarse si él sería uno de ellos. Abandonó rápido.

Malandro, médico, grafitero, albañil. En sus veintipicos, Valentín Guimaraes sólo había descubierto para qué no servía.

***

Supón que es 9 de diciembre de 2023. Supón que vas a La Vega. Pero no a la entradita, cerca del Centro Comercial Galerías Paraíso, sino bien adentro, donde las calles se vuelven serpientes enroscadas en las que el GPS es inútil. Supón que son las siete de la noche.

Si hubieses estado ahí, habrías visto lo siguiente:

A Chester, rapero de vieja escuela venezolana, parado en una esquina. Vestido ancho, flow 90. Bebiendo de una cerveza estirando mucho los labios.

Hubiesen visto a una decena de jóvenes –todos varones, salvo una mujer– embutidos en franelas negras estampadas con la frase “Rapea Pa’Ve”. Eran conos que se movían en medio de una calle estrecha, en la que se vendían cachapas, pizza, parilla. En las que la gente hacía su vida sin prestarle demasiada atención al dron que empezaría a volar más tarde para grabar a Chester fingiendo que cantaba una canción de su autoría mientras lo apuntaban varias cámaras.

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Chester durante la grabación de Rapea Pa’Ve en La Vega (Fotos: Daniel Hernández)

Una calle por las que circulaba uno de los perros más flacos del mundo y un muchacho que parecía que venía de darse un chapuzón en el basurero, empujando un contenedor ida y vuelta.

—Mano, trancaron la calle, no puedes pasar.

Le gritó, recostado de un carro, el tipo que dentro de un rato encendería el dron.

El joven que parecía gotear basura vio a varios lados, nervioso. Luego se topó con la sonrisa de su interlocutor y devolvió una risa.

—Dale, mano, levanta la cinta y pasa.

Un tramo de la calle estaba delimitado por una suerte de precinto de seguridad. Justo el mismo tramo que da a la entrada de la casa de Valentín. Pero para todos los que estaban allí, ya se dijo, él es Rastavá. Y se desplazaba como un director se deslizándose sobre su teatro, moviendo el cuello al ritmo del bombo y caja que salía de las cornetas. Era una canción de Tamgo que muchos parecían conocer y que rapeaban con todo el cuerpo, Mentira:

Cada vez más revólveres en manos de menores

nos hacen sentir como intrusos en nuestros sectores.

Confiar en leyes es un don de los torpes

la universidad atrae a menos gente que la morgue.

Aquí hay más muerte que socialismo

no importa si no hay pan

si comer discurso nos hacer un pueblo digno.

La prosperidad, ese discurso homicida,

avanza con la rapidez de la fila pa’comprar la comida.

Encontrar medicina es ganar la lotería

es más seguro estar en prisión que con policías.

Cuídate de protestar con algarabía

porque incluso hasta el más pobre ha sido acusado de ser espía

de la CIA o del Imperio, da igual

cuando todo sale mal siempre hay un buen yanqui para culpar.

***

Las vacaciones escolares las pasaba en Barquisimeto, en casa de un tío. En uno de esos viajes, lo vio con una cámara guindada del cuello. Aquello le pareció hermoso. Un objeto que disparaba y no hacía daño, sino que volvía tangibles los recuerdos. El tío le hizo unas fotos y Valentín no las vio, pues eran tiempos en los que se necesitaban días para revelar una imagen.

En las siguientes vacaciones pudo constatar el resultado. Para él, era magia. “Me gustaría ser fotógrafo”, pensó en aquellos años en los que todavía soñaba con pólvora y zapatos caros.

Todo eso lo recordó cuando dejó la carrera. Y dijo: “¿Por qué no?”. Se inscribió en fotografía en el Iutirla de El Paraíso.

Clic. Enfoca. Dispara. Graba.

El casete de Vico C que descubrió de moño soltando rimas en la canción Donde empiezan las guerras.

Vemos a un joven atacando a su amigo
por un kilo de cocaína,
pues en el negocio de la droga,
la traición y la codicia es la rutina.
Vemos a un pueblo que se ahoga en la violencia
y se pregunta ¿hasta cuándo?
Porque no sabe verdaderamente
donde su problema está empezando
.

También el hit Tony Presidio.

Quería ser arquitecto
y los estudios su padre pagó.
Pero al crecer, su ambición era enorme
y el crimen escogió.

Las primeras canciones de hip hop que escuchó después de las de Vico C: las de Guerrilla Seca y Los Tres Dueños.

Lo bien que la pasaba en la escuela de hip hop, pese a ser tan malo en graffiti.

Su tío haciéndole fotos. Su tío mostrándole fotos. El papel, firme, reluciente, con las imágenes en las que salían él y su familia.

Estaba experimentado lo que tan pocas veces había pasado en su vida. Lo que tan pocas veces pasa en la vida de cualquier persona: magia.

Amó la carrera, se entregó, resultó que era bueno.

En cuarto semestre, un compañero lo invitó a hacer un documental en una granja de bioconstrucción en Táchira. Fue por unas semanas y se quedó viviendo unos meses. Descubrió que eso lo disfrutaba tanto como todo lo que estaba aprendiendo en audiovisual. Así que al regresar a Caracas, tal como Michael Jordan una vez buscó en el béisbol lo que ya tenía en el baloncesto, decidió poner en pausa a los estudios y montar un conuco en el barrio.

Quizá por lo mismo que cantaban esas canciones de Vico C, porque más allá de su pasión algo en el estómago le gritaba lo de pinga que sería colaborar con hacer más limpio el suelo lleno de casquillos sobre el que había crecido. La realidad es eso que rara vez coincide con los sueños. Una vecina en el sector en el que Valentín estaba sembrando le robó herramientas, le dañó tubérculos, lo insultó. Un día Valentín llegó y se encontró con 200 matas de pimentón asesinadas.

Volvió a su casa, agarró su cámara y retomó la universidad.

Quizá había lugares malditos, en los que están condenados a vivir los versos de Wos en Luz delito: Mírala a la muchacha cómo besa su rosario / pide al Cielo y suspira con su rezo diario / pero se ve que Dios no escucha a los de su barrio.

***

Haces clic en el video y ves lo siguiente: Rastavá en el medio de compañeros suyos, todos con indumentaria de Rapea Pa’Ve. Semblante de partido político. Hoja entre sus manos. Escuchas:

—Proclamamos con fervor nuestras intenciones de rendir tributo al rap venezolano y a cada uno de los exponentes que se suman a este proyecto (…). Anhelamos colaborar con los maestros de este país, aquellos cuyas rimas son un legado de un Caribe en constante lucha. Nuestra intención es clara: no nos interesa hablar de balas, ni de lo virtual, ni de lo trivial (…). La calle atraviesa momentos difíciles y no pretendemos ser una carga adicional. Anhelamos contribuir con un mensaje enaltecedor lleno de positividad y significado (…).

Te lo resumo: Valentín Guimaraes se graduó de TCU en fotografía, se especializó en todo lo que tenga que ver con audiovisuales, trabajó en un canal de televisión, en un periódico digital y todo se fue a la mierda. Hizo lo que hace la gente sin dinero, con talento y ambición en un entorno empobrecido: se volvió freelance. Y, al tiempo, apostó a su proyecto.

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Ya sabes que siempre le gustó el hip hop. Te imaginas que a esas alturas, rumbo a los 30 años, la mayoría de sus panas eran raperos. Claro, esto no es España, México, Argentina, Chile o Colombia. ¿Quién vive del rap en Venezuela? Sin ninguna retribución económica, empezó a hacer fotos en las batallas de freestyle. Quería volverse conocido. Justo después de la pandemia, tuvo una idea.

Un proyecto en el que se grabaran a los raperos haciendo lo suyo. ¿Qué le había faltado o le faltaba a los cypher venezolanos? Integrar más al barrio, mostrar los márgenes en un género musical que surgió de ahí. Y así creo Rapea Pa’Ve, un proyecto estilo Bizarrap, en el que convoca a raperos para grabar en La Vega de noche, con el pesebre de casas sobre la montaña de fondo, al frente de la entrada de su casa.

—¿Y los vecinos colaboran?

—Algunos –hace un gesto con la mano que significa más o menos–, hay otros que no: que uno les pide corriente o una vaina y dicen que no tienen.

—¿Y no les dicen nada por trancar la calle?

—No. Nada. Hasta ahora nada. Y si alguien dice algo, lo mandamos a lavarse ese culo y ya. Porque aquí pasan muchas vainas y nadie dice nada. Ahí en esa acera nos sentábamos toditos a fumar marihuana y nadie decía nada, porque cada uno era más malo que el otro. ¿Así que nos van a venir a decir algo ahorita, que lo que estamos haciendo es cultura, que estamos haciendo algo por el barrio?

Llevan más de diez capítulos, con diez canciones de raperos diferentes. En los videos se oyen versos como los de, por ejemplo, Trébor: Si Julio era así y Julito sigue los pasos / todo termina igual: / en la cárcel o en el cementerio.

Con el tiempo, al igual que Bizarrap, empezaron a ponerle más creatividad a las promos. A usar más storytelling. Así surgieron los videos cortos a los que les diste clic en los primeros párrafos: uno, en el que El As finge que hace un último encargo para Rastavá, pero resulta que el paquete misterioso en realidad en una libreta para que rapee; y el otro, en el que Trébor es secuestrado por el equipo de Rastavá para que, sí, lo adivinaste: rapee. Hay más ejemplos. Como el del manifiesto del cual escuchaste las palabras que están arriba, que se pronunciaron para convocar a Chester.

Obvio que te lo estás preguntando: ¿por qué se puso de aka Rastavá?

—Porque en algún momento usaba dreadlocks… y «va» por Valentín.

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Rastavá ha logrado convencer y cohesionar a un equipo de más de diez personas, todas trabajando ad honoren, para llevar adelante este proyecto que incluye mucha logística, equipo, tiempo. Un proyecto en el que esperan incorporar a los más famosos raperos del país, grabar en otros barrios, grabar en otros países.

De momento, hay tres estrellas del hip hop que fueron contactadas. La respuesta de las tres fue la misma: quieren que Rapea Pa’Ve mejore sus estadísticas en plataformas digitales antes de aparecer.

—Lo tomo como un reto –sonríe Rastavá.

***

Tenía ocho años. Quizá un poco más. Valentín y su grupo de amigos, espías al estilo Rugrats pero con aventuras no aptas para pañales, se colaron en una casa de drogas. Una casa donde se colaba y empaquetaba el perico que iban a vender. Los niños, con la curiosidad de quien ojea una revista prohibida, se pararon detrás de una ventana.

Meses antes, el pequeño Valentín había visto por primera vez a chamos fumando marihuana. Más o menos durante ese mismo año vio de cerca un arma por primera vez. Un revolver. Se preguntó cómo se sentiría hacer clic.

Dos años después, estaba junto con su mamá en el bulevar de La Vega. Estalló un tiroteo. Policías versus malandros. Corrieron. Valentín siempre recordaría la imagen de ese policía que disparó directo a la mano del malandro: sangre, piel, dedos. Boom.

—Dentro del barrio llegué a ver cómo le caían a tiro a la gente, cómo le daban un tiro en la cabeza a alguien, cómo le daban puñaladas a otro; dentro del barrio llegué a ver tiroteos, llegué a estar muy muy cerca de tiroteos; y bueno, la verdad es que no son cosas de las que yo me siento orgulloso, como si dijera: “Viví en un barrio, soy arrechísimo”. Pero, como diría una frase por ahí, soy yo y mis circunstancias. Y pues las acepto y las valoro como valoraría cualquier otra circunstancia que haya tenido.

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En esas circunstancias creció el chico al que le llevó años darse cuenta de que su pasión estaba en lo audiovisual, el hombre que quiso dedicarse a la agricultura para abastecer al barrio. Si le preguntas por uno de los momentos más significativos de su historia hasta ahora, te mencionará a esa novia con la que tuvo una “bonita relación” hasta que ella decidió irse a Ecuador –por lo mismo por lo que han migrado más de ocho millones de personas–, mientras que él decidió quedarse.

No porque no pudiera vivir afuera. Al contrario, le resultaría atractivo despertar todos los días en Argentina, México o España, países con una fuerte movida de hip hop.

Su motivo para quedarse fue, precisamente, ese: está alimentando un proyecto de vida –su misión, pasión, visión– y no quiere perder el foco.

¿Sí lo entiendes, verdad? Valentín un día quiso sembrar un conuco para alimentar a La Vega. Rastavá quiere cosechar rimas para construir el país.

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