Guacamayas en Petare
Si te enamoras te olvidas de Caracas, dice Iván Zambrano. Pero también te puedes enamorar de la ciudad en un destello, en un segundo, cuando no es malvada
Si te enamoras te olvidas de Caracas, dice Iván Zambrano. Pero también te puedes enamorar de la ciudad en un destello, en un segundo, cuando no es malvada
“¡Iván Jesús, sácale una foto al árbol de la prefectura que tiene un poco e’ guacamayas”
Mi mamá me paró de la siesta sabatina para anunciarme el milagro. Es rarísimo ver guacamayas por mi lado de Petare. Esta zona es de zamuros y policías, el comando aéreo y terrestre del matraqueo. Pero ellas no les temen. Cualquier cosa, con alas se escapa más rápido dentro de la ciudad y también coges más brisa.
Venían preciosas y pretenciosas. Llegaron con sus trajecitos de plumas a la parroquia, como sifrinas de El Hatillo que se perdieron buscando La California.
“¡Dale! ¡Saca la mano por la ventana para que se vean más de cerca en la foto!”.
Y la vieja me hizo sacar el brazo por la ventana con mi perol de celular en la mano.
“Yo le saqué una foto así a la luna ayer”.
Las guacamayas llegan con su escándalo para no pasar desapercibidas, para que su belleza no sea en vano. En la avenida Francisco de Miranda los curiosos se asoman desde los carros y los balcones. Todos pausan su indiferencia y miran por encima de los techos. La magia de ver a 10 guacamayas juntas solo la supera el poder ver a un dragón en el valle.
Tenían el cielo para ellas solas, con permiso para sobrevolar cualquier espacio aéreo. Llegaron con la brisa caliente que levanta la media sonrisa y menea a los postes y las matas. Las nubes se iban graneando, como pequeños delfines blancos atravesando el firmamento.
Ahora tenemos delfines y guacamayas en la misma escena, y todavía no son las 4:20 pm.
El azul efervescente es el color que más se repite. Los árboles mueven su copa saludando a las aves. En mezzanina vaguean las palomas que esperan que les lancen un pedazo de galleta María desde el piso 4. La lora de la vecina sabe cantar el himno y mentar madre. Y por ahí anda suelto el gallo que toma Riko Malt.
Caracas por instantes parece La Habana. La sensación es la de vivir entre varias postales arrugadas de la isla. Esos carros viejos que van tosiendo y pidiendo perdón en la vía, los colores vivos y pasteles muertos que se aguantan de las paredes de las casas, las costras de cemento rodeadas de flores, los kioscos con el casco oxidado, el viento tropical que sopla sin despeinar, como un suspiro que rueda desde la montaña.
A Pacheco se le retrasó el vuelo y llegó en enero. Los 16 grados hacen de las suyas por estos días. El frío sigue siendo turista en este pueblo que pocos visitan. Ni por aire, ni por tierra. La mejor manera de llegar a Caracas es a través de los recuerdos. La ciudad no se vive en una sola época. Lo que falta en el paisaje la memoria lo completa.
Caracas es un trance. Un viaje entre ruinas arquitectónicas donde crecen la grama, los bodegones y la gente guapa. Sí, hay gente guapa. Sentirse sexy es un acto de resistencia.
Si te enamoras te olvidas de Caracas y migras a la mirada de esa persona que se cruzó contigo en el semáforo. El amor dura hasta que te aburras de la cursilería o te toquen la corneta para que avances. Amores desechables. Si te despechas puedes llorar acariciando a los gatos que tienen un reino detrás de Parque Cristal.
Hay torres entre las ramas de los samanes. A los nombres de los edificios les faltan letras y los intercomunicadores están de adorno, o no sabes quién te atenderá si los marcas. Los primos se fueron al sur y los vecinos al norte, o no me acuerdo si fue al revés. Así como el tiempo ha oxidado los toldos, también ha barrido la piel muerta de la memoria.
No he visto el Ferrari que grabaron en Las Mercedes, pero me lo creo. “No tengo pruebas, pero tampoco dudas” es nuestro lema, una nueva estrofa para el himno nacional. Después de ser una ciudad que no creía en nada, ahora hasta unicornios y carros de lujo pueden aparecer frente a cualquier plaza.
Manejas por la Cota Mil con la canción que te suena a la adolescencia. Sacas la mano por la ventana. A la derecha está la falda de El Ávila y a la izquierda la ciudad en un solo vistazo. Uno es Dios por ese instante. Los ojos levitan en cámara lenta. Adivinas dónde queda el obelisco, la mezquita, el Poliedro, el edificio donde vivía el chamo que te gustaba o las antenas de Venevisión. Los colores se van mezclando en el cielo hasta que la suma de todos pinta de negro a las 7 de la noche.
Caracas tiene destellos hermosos. Hay apartamentos en donde las luces de Navidad se quedan todo el año guindadas en la reja de la ventana. Unos guiños que seducen por sobre el acoso del miedo.
Caracas es otra cuando no es villana, cuando te da una tregua para no termerle, para verla como si fuera un hermoso dragón acostado en el valle, o como 10 guacamayas volando.