El deseo, ese tigre
Un tigre y no un gatito es el deseo. Y da miedo. ¿Pero quién, de verdad, quiere escapar de los encantos y la turbación que produce el encuentro con Eros?
Eros puede volver loco a cualquiera. Decir esto no es ninguna novedad. Sócrates hablaba de “la locura erótica”, la locura que el deseo puede provocar en una persona. Digo Sócrates porque es antiguo y se lo cita a menudo, pero salvando las distancias de su genio, lo que él dice podrías decirlo tú, que también has vivido.
Cuando yo tenía veinte años leí Fuegos. Me interesó porque supe que en ese libro Marguerite Yourcenar, su autora, habla de un amor que casi le hace perder el juicio. “Crisis pasional” dice ella en el prólogo, pero consiste en lo mismo que lo de Sócrates: una fuerza invisible que, si se antoja, irrumpe en tu vida y la pone patas arriba. En mi caso fue que me enamoré de mi mejor amigo, que me emperré por él, pero la anécdota no tiene la menor importancia, o solo tiene importancia en la medida en que apunta a un trasfondo en el que no importa nada sino el puro fenómeno: la fuerza del deseo, que fácilmente pudo haber sido el nombre de una telenovela de Delia Fiallo.
No en vano Safo llamaba a Eros “el dulce-amargo” y “el tejedor de tramas”. Apenas te flecha, te sacude la imaginación y la pone a funcionar, la estimula al modo de una droga alucinógena, pero por vía natural. De hecho, sin caer en moralismos, he pensado que la adicción a ciertas sustancias es una búsqueda desesperada de Eros, quien por supuesto se escapa porque ese, finalmente, no es su juego: él no busca pudrir el mundo sino hacerlo más bello aunque duela, aunque te deje medio muerto oyendo boleros, o en el consultorio del terapeuta, o trotando en un gimnasio como una bestia. Más bello, digo, no más bonito.
Y aquí entramos, me parece, en un asunto en el que es fácil entramparse no sé si desde siempre, pero hoy en día sin duda. Me refiero al hecho de que Eros, esa fuerza tremenda que reconocemos pero de la cual es tan difícil hablar, no es moral. Al menos no necesariamente. Criatura sigilosa, se mete donde le da la real gana y no responde a prerrogativas que no sean las suyas propias, da igual si estas coinciden o no con las prerrogativas de la costumbre y, para mayor escándalo, incluso de las leyes.
Desde luego, esto no es un alegato en favor del crimen pasional. Todo ciudadano tiene una responsabilidad civil y está obligado a responder por ella hasta las últimas consecuencias. En eso reside el vivir político. Pero eso es una cosa y otra es olvidar que, como dice Alfred E. Taylor, un filósofo británico especialista en Platón, Eros es “un tigre y no un gatito”. ¿Que si da miedo? Por supuesto que da miedo. Y tengo la impresión de que, para huir de ese miedo, hay hoy la pretensión de quedarse solo con el lado “dulce” de Eros y negar o proscribir el lado “amargo”, sin el cual, al perderse la tensión, tampoco hay belleza y entonces andamos en el mundo de Mickey Mouse, del coaching para la felicidad y del fanatismo enquistado en causas muy justas. Y como de belleza se trata, me gustaría saber si existe una fuerza más bella y más libre que Eros, que pone a correr el deseo como otra sangre, sin distingo de nada: ni de raza ni de religión ni de género, de nada.
No podemos olvidarnos de Dante, que el día que vio a Beatriz por primera vez –el amor de sus amores, la fuente de sus dones y de sus males–, se dijo a sí mismo, tocado por la luz de la aparición: “He aquí un dios más fuerte que yo que viene a dominarme”. Y luego: “Ay de mí, que en adelante seré entorpecido a menudo”.
“El deseo no es simple” le basta decir a Anne Carson para señalar una verdad que uno creería tan obvia y tan evidente. Tanto, que es legítimo preguntarse si acaso existiría el arte si no fuera gracias a semejante lío, sin esa pulsión endemoniada que incorpora lo invisible a nuestras vidas y que de pronto nos hace sentir, en palabras de Lezama Lima, “un ansia de devoración”. Lo que pasa es que suena demasiado brutal y, obsesionados por ajustar la experiencia al bienestar a como dé lugar, despreciamos la complejidad de la propia experiencia.
Hace un par de años tal vez, un chico que coincidía conmigo en un parque donde hacíamos ejercicio se acercó para comentarme algo: “Eros es un demonio, ¿verdad?”. Atónito y asombrado, quise saber a qué se debía esa pregunta tan rara. “Es que esta mañana, en el supermercado, me encontré con una mujer que siempre me ha gustado y, de solo verla, empecé a sudar”. Yo me reí y no le dije nada, pero luego supe, investigando, que el chico era evangélico y que el comentario que me había hecho a mí también se lo había hecho a los demás.
Nos volvimos a ver. “Entonces Eros es un demonio, ¿no?”, le dije. Él reaccionó: “Sí, y como Jezabel en el Antiguo Testamento, hace caer a los santos”. Me quedé dándole vueltas a eso, pensando, como en el principio, que Eros puede volver loco a cualquiera. Pero loco como ese chico que, evangélico y todo, temeroso de las tentaciones del demonio cristiano, todavía tiene un cuerpo que puede sudar por la belleza.
“¿Es este el rostro que lanzó mil barcos al mar?” se pregunta un personaje de Marlowe, en la Inglaterra del siglo XVI, ante la súbita aparición en escena de Helena de Troya, vivísima. ¿Qué diferencias hay entre ese personaje y mi compañero evangélico? Pues con las diferencias del caso, más que todo anecdóticas, uno diría que a ambos les pasó lo mismo.
“Yo paseaba sin ningún propósito; no fue culpa mía si aquella mañana me encontré con la belleza”, le dice el Alexis de Marguerite Yourcenar a su mujer mientras le confiesa su homosexualidad, pero aquí lo de la homosexualidad es secundario, está claro. Se trata, una vez más y en fin, de la experiencia, del fenómeno, de la fuerza de Eros, “esa pequeña bestia dulce y amarga –vuelvo siempre a Safo–, contra la que no hay quien se defienda”.
Yo prefiero esa confusión deliciosa, esta herida en el corazón entreabierta, que una existencia cómoda o acomodada en la que no pinte por ninguna parte el deseo que me atormentó a los veinte años y que todavía me atormenta. No solo para provocar diré que por él volvería a ponerme al borde de todo riesgo y que, para rescatarlo, iría a la guerra.