Opinión

Baby gyms y discotecas fantasmas: el frenazo económico acaba con la rumba

Ya no se forman filas a las puertas de los locales nocturnos que no se sabe bien cómo siguen activos en Caracas. Se acabó la ilusión del "venezuelasearregló" y la euforia pinchó: adiós rumba

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Hubo un tiempo en el que Eco –la discoteca enclavada en un edificio cyberpunk de El Rosal y conocida por el bochornoso show pistolero que hizo un actor de telenovelas– prometía ser la nueva meca de la rumba bon chic bon genre de la Caracas bodegónica. Atrás habían quedado los días del Bar Caracas, primera proclamación del retorno de la fiesta con la dolarización eufórica a finales del 2019, y Mezzanina –eventualmente conquistada por tipitos con chemises Psycho Bunny– se había desvanecido tan rápido como apareció. Pero, seis meses después, me encontré con Eco convertida en baby gym.

El reguetón a todo volumen, las luces rojas y moradas, pero la población fiestera aún atravesando los tormentos de la pubertad. Freshmen de la Metropolitana, niños sin pelos en la cara, o alumnos de quinto año de algunos de los colegios del este de la ciudad. Una sociedad a lo Mad Max, donde tribus de niños han iniciado una limpieza étnica contra quienes cruzaron la frontera de los 25 años.

Algo extraño pasa con la rumba en Caracas, fiestera y frenética; secreto mejor guardado del Caribe. “Caracas está más pangola”, diría el protagonista de Pim Pam Pum en 1998: “Hay una nube negra sobre este maldito lugar”. Por supuesto, sin saberlo, Alejandro Rebolledo simplemente expresaba el ennui del privilegio de vivir en la Caracas de los noventa: una ciudad, un mercado, que podía darse el gusto de fundar un Sambil gigantesco no solo con un acuario, sino con dos franquicias de cines en un mismo centro comercial.

Pero no nos enfrasquemos con el tedio neoliberal de la generación X. Ya bien lo decía Boris Izaguirre en el documental “Zoológico” (1992): “A mi generación le gusta muchísimo ser intensa porque a lo mejor no le gusta ver a la gente llorando, ver a la gente desgarrándose por algo (…) yo creo que nosotros preferimos ser bellos y estar intactos”.

Por supuesto, la frivolidad es hoy más grotesca en las fantasías tusis y boliburguesas de esta Caracas de Trakis enormes encegueciendo mortales, y de luces neones y pantallas ridículas sobre las autopistas. Nuestro aburrimiento no se debe al ennui del privilegio noventero. Nuestro aburrimiento es, simplemente, el peso del frenazo económico: el downturn emocional que siguió al reventón de aquella burbuja de corta vida; al fin del “Venezuela Se Arregló” –que nadie se creyó, pero todos disfrutamos.

2022: primer año, en casi una década, que la economía experimentó un repunte y disparó la euforia de los caraqueños, anonadados por el sinfín de restaurantes nuevos, “activaciones”, rumbas, tráfico, vallas en la autopista y el extraño sentimiento de seguridad en las calles. Pero, como a todo high, le siguió el ratón.

Los desplomados salarios de la clase profesional ya no alcanzan para financiar la vida nocturna de muchos caraqueños. La inercia, el aburrimiento crónico, se ha apropiado de una juventud que de nuevo pierde el poder adquisitivo. Sin nada que hacer más que ver Netflix en un sofá, una epidemia de empates hace erupción. Súbitamente, los solteros –entre parejas sin sexo y futuros infieles– se convierten en una especie en peligro de extinción. No hay duda de aquello. Algún día Ricardo Hausmann o Asdrúbal Oliveros lo probarán: la soltería y el empate van de la mano con los ciclos económicos.

rumba

Mientras tanto, vamos a englobar a toda una generación en Andrés, personaje inexistente, pero del cual seguramente conoces decenas de versiones. Una generación de jóvenes profesionales emergiendo en un país con una economía liliputiense y un Estado ineficiente, desbaratado y rabiosamente anti-técnico.

Andrés nació en Chacao o en Prados del Este, hijo de profesionales formados en alguna universidad de la Cuarta República, y creció yendo a Miami todos los veranos. Fue a uno de los colegios más prestigiosos de la capital, es abogado summa cum laude de la UCAB, tiene un MBA del IESA y tres diplomados. Overachiever, spanglish-fono, fue parte de una delegación de MUN universitario y trabajó en alguna ONG (o estuvo en los Global Shapers). Actualmente trabaja en una de las transnacionales más reconocidas en el país, gana 350 dólares al mes y probablemente se vaya a estudiar a Nueva York dentro un año. Será parte de una nueva fuga de talentos y jamás regresará a Venezuela, consciente de que sus salarios africanos nunca le permitirán comprarse una casa como la de sus padres, tener un carro nuevo o mantener una familia.

La realidad económica nos abofetea, desvaneciendo la euforia de la pax bodegónica. Recientemente, por ejemplo, un diplomático europeo me hizo ver que toda la calle en torno al Centro Comercial San Ignacio súbitamente se ha apagado. Hace un año, recordó aquel catire, los pequeños locales iluminaban la calle y un sinfín de personas entraban y salían como proclamando el exilio del crimen que alguna vez devoró la vida nocturna que definió al San Ignacio por muchos años.

No me malentiendan: todavía se rumbea, pero la ciudad ha perdido algo desde aquella contracción de 8,3% en el primer trimestre. Aunque hubo años peores (un 2019 de noche completamente apagada, a merced de secuestradores, tras el cierre de Sawu y Le Club), el golpe se siente más fuerte después de un alza en comparación a una depresión económica larga y prolongada. La popularidad de María Corina Machado y la muerte de la vida nocturna caraqueña son dos caras de la misma moneda del descontento post-bodegónico.

Hay postales del desplome de la rumba caraqueña: de la era de la ladilla. Las insoportables colas que se formaban afuera de MoDo ya no existen. A pesar de que su buena música ofrece la ocasional rumba, a veces es común encontrar un sitio de tal magnitud apenas frecuentado por grupitos de edades dispares. Los bares de El Hatillo no se activan como antes. Recientemente, por ejemplo, llegué a mi preferido para encontrarlo completamente desolado y con música distorsionada que parecía provenir de una Encava.

El Pingüino, en el Country, volvió a apagarse: a veces ni abre. Y sitios como Twelve o 19 sufren del síndrome Eco: como si la norma parroquial caraqueña, a diferencia de cualquier ciudad cosmopolita del mundo, ordenase que la rumba fuese solo para gente de 20 años que aún recibe la bendición de la mesada. ¡Hasta me ofrecieron vodka con jugo de naranja!

Críafama tiende a no decepcionar. Pero, aunque su ambiente sea un zoológico sifrino (con la ocasional bandada de tusis traída por algún millennial viviendo una crisis de la mediana edad) y su música vintage no decepcione, el sitio realmente no es una rumba: es un mundo de gente conocida conversando y bebiendo en una licorería. Es que hasta los lleva tu cava caseros han desaparecido: quizás un bochorno para una población que redescubrió el nightclub durante el oasis que fue el año pasado.

“La vida en Caracas siempre ha sido así”, me dice un amigo, de la generación X, refiriéndose al tedio social de aquellos que rumbearon ¿Dónde estás corazón? en Bar Rock y partieron a estudiar un posgrado en Boston, escuchando Smashing Pumkins y The Cranberries.

“El 2022 y finales del 2021 no fueron así”, le digo yo. “Claro”, me dice él: “porque desde los 90 todos vivimos con la idea de que cada año es peor en Venezuela. Nadie había experimentado el feeling de una recuperación”.

Entonces, por un momento extraño las absurdidades que aquella euforia y frenesí produjeron: inauguraciones todos los fines de semana, afirmaciones ridículas sobre Venezuela adoptando un modelo político-económico como el de China y Singapur y centros comerciales repletos de muchedumbres haciendo shopping. Ahora brillan las tiendas con sus vitrinas cubiertas por papel, los restaurantes vacíos y una vida nocturna que deja mucho que desear.

Por ello, tras recorrer todas las opciones posibles después del baby gym en Eco, me decidí por aquella extraña aberración que es Greenwhich: una reliquia estilo inglés de 1988 de la cual otros zoomers, cada vez que lo monto en mis stories me preguntan como si fuese un sitio nuevo. ¿Qué es este sitio con alternative rock o new wave, donde hay comegatos, parejas sifrinas, veinteañeros, cincuentones, gente malbañada, grises empleados de oficina, hippies y pare usted de contar especies?

No lo sé, es la respuesta adecuada, pero siempre está activo. Allí, por momentos, Caracas promete ser otra. Otra vez.

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