Venezuela

El vertedero de Pavia: tierra de nadie y de muchos

A pocos minutos de Barquisimeto, este lugar constituye el medio de trabajo de aproximadamente trescientas personas, que en estos tiempos desafían no solo a la covid-19 sino a todo tipo de riesgos por insalubridad. Una visita caritativa y para efectuar un registro fotográfico derivó en esta crónica, que muestra el día a día de venezolanos que sobreviven entre basura y desperdicios / Por María Mercedes Guevara  

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María Mercedes Guevara  
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Desde que era niña, cada vez que iba a Caracas prestaba atención al vertedero de basura que estaba en la entrada de la ciudad. Sin embargo, desviaba rápidamente la mirada si no veía ninguna persona cerca. Eran solo desechos y malos olores.

Aparte de esos momentos fugaces, no me topaba con escenarios así en mi cuidad, San Felipe, capital del estado Yaracuy. Allí los vertederos estaban fuera del alcance de mi vista.

Hasta un día en que nuevamente pasé muy cerca de uno, al punto de que logré detallar un pequeño rancho hecho de palos y cartones. Desde el carro en marcha, pude distinguir un bolso tricolor y hasta algunas ollas y camisas colgadas adentro del rancho. En ese momento, me embargó la insistente necesidad de conocer de cerca uno de esos lugares.

Medio de subsistencia

La sola idea de pensar que alguien trabaja en un lugar así me entristecía. Sabía que se trataba de personas, de vidas humanas, de seres que sienten, sufren y sueñan. Gente que no acepta esa vida con gusto, sino llevada por la necesidad, por el hambre.

Pensaba que quienes se encontraban allí tendrían algo que contar o, cuando menos, un rostro que mostrar. Que algo de reconocimiento hacia ellos, por poco que fuera, era más que justo.

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Fotos: María Mercedes Guevara

Visitar un vertedero de desechos es todo un desafío. No es únicamente el tema de la contaminación, sino también lo peligroso, hostil e inseguro del lugar. Sobre todo en estas circunstancias de pandemia, cuando podría ser una locura exponerse de tal forma. Tampoco se sabe qué grupos, sean estos adscritos a iglesias u otras organizaciones, se ocupen de atender asiduamente a los que allí trabajan.

Tender una mano

Pero logré ubicar a un voluntariado del Pequeño Cottolengo Don Orione, en Barquisimeto, capital del estado Lara, en el centroocidente de Venezuela. Esta institución desarrolla un trabajo social con estas personas, además de visitar centros de salud, psiquiátricos y cárceles de ese estado.

Y por fin se dio mi oportunidad.

El plan de esta obra social comienza en la casa del pequeño Cottolengo, en la vía de El Manzano, población aledaña a la capital larense. Además de atender a más de 100 personas, entre hombres y mujeres con alguna condición especial que allí viven, programan jornadas de solidaridad entre poblaciones vulnerables. Se comienza desde temprano, un sábado al mes, con la preparación de las 500 arepas que se reparten gratuitamente mediante campañas de asistencia que desarrollan.

Una experiencia impactante

Estoy acostumbra a este tipo de actividades. Pertenezco a la Pastoral Social de la Iglesia Católica “Cáritas”, que nos brinda la oportunidad de acercarnos a las periferias, como dice el papa Francisco, en donde nuestras comodidades y pequeños gustos son un lujo soñado para otros. Sin embargo, no creo haber estado cerca de una realidad tan impactante como la que me tocó experimentar.

Iba preparada para un servicio y, además, para hacer un registro gráfico. Pero mi mente quedó shock y mi cuerpo actuaba en automático sacando las fotografías.

La entrada del vertedero de Pavia me pareció una película o un videojuego. De lejos, las montañas y un cielo azul que se cubre de polvo y humo, con zamuros por doquier posados sobre restos de desechos de los que emana un terrible olor a descomposición, que poco disminuye con las mascarillas para protegernos de la covid-19.

En el autobús donde nos trasladamos con todo el equipo, nadie conversaba. Solo se usaban monosílabos y unas pocas frases cortísimas para sopesar cuál era la vía menos complicada. Todos nos dedicamos a espantar una espesa nube de moscas del tamaño de abejas, que parecen surgir de la nada.

Portal del inframundo

La ruta de entrada que abre camino al tránsito de los camiones del aseo urbano es solo un canal de suspenso hasta el terreno devastado donde se vierte la basura. Pero no solo la basura puebla el lugar: al menos 300 personas, entre niños, mujeres jóvenes y adultos, adolescentes y hombres, además de perros, cerdos y hasta caballos y burros, se entremezclan con los promontorios de desechos.

Los pensamientos que fueron invadiendo mi mente me decían que todo eso parecía irreal, como si no entendiera por qué existe un lugar así; como si la basura simplemente desapareciera y no llegara a un lugar como este.

Mi mente bloqueó las emociones para no llorar y poder encargarme de mi trabajo: documentar fotográficamente la experiencia.

Por lo general, me gusta observar a las personas con discreción, pero siempre con empatía. Acercarme a ellas -si me lo permiten- y conocer un poco de su historia. Pero en esta oportunidad no hubo ocasión de entablar conversación con alguien. Todo sucedió muy rápidamente. Iba acompañada de otros dos fotógrafos, a los que perdí de vista. Ni siquiera llegué a alejarme 10 metros del autobús donde el equipo repartía las arepas.

Otra dimensión

Sentí que todo se reducía a la basura que tenía al frente. Al alzar la mirada pude ver que, a los lejos, en las montañas, aún había personas que no se acercaban a comer. No era un ambiente tenso; de hecho, intercambié sonrisas con algunos y eso me dio cierto alivio.

Los niños parecían sanos. Solo estaban sucios, cubiertos de trapos para protegerse del sol y de las moscas. Pero, obviamente, no puede haber salud en un lugar así.

¿Y qué decir del olor? Quizás no era tan fuerte como al principio, o al menos es lo que recuerdo. Supongo que los sentidos de esas personas, su olfato pero también su vista, han experimentado una desensibilización sistemática por todo lo que allí ven, respiran y pasa por su mente. Tal vez eso sea lo que les permite mantenerse allí y hacer de tal espacio su lugar de trabajo. El sitio en el que encuentran el sustento para sus hogares.

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Algunos de ellos bajaban la mirada; otros, ni siquiera parecían darse cuenta de que tenían una cámara al frente. Ahora rememoro toda la experiencia: sin sonidos ni palabras. Quizás todo se hubiera paralizado y nos hallábamos en otra dimensión.

Pero no: estábamos a tan solo 10 minutos de la ciudad de Barquisimeto. Y todo era -es- muy real.

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