Cultura

Pablo Montoya, en primera persona

El escritor colombiano vino a Venezuela a recibir el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. Su obra, Tríptico de la infamia, lo sacó de la invisibilidad en la que estaba para llevarlo a las primeras planas. Tiene más de 20 libros publicados y una vida para contar

Fotografía: EFE service
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Mi nombre es Pablo Montoya y esta es mi historia:

Nací en Barrancabermeja en 1963. En esa ciudad de Colombia viví mis primeros tres años y no tengo memoria de entonces. Mis recuerdos iniciales son de Medellín. Crecí en medio de una familia conflictiva. Soy el décimo entre 11 hijos. Tuve una madre católica, un poco fanática, que quería me convirtiera en cura; un padre médico, con tendencias al alcoholismo, que la delincuencia común asesinó cuando yo tenía 22 años; un montón de caracteres de hermanos que hacía que mi casa fuese un manicomio. La literatura fue un refugio. Uno escribe o lee para resistir ciertos ambientes. Fui la oveja negra de mi hogar.

Mi infancia estuvo marcada por el descubrimiento de la lectura. Fue un gran encanto, una curiosidad, una sensación de estar sumergido en un mundo ideal por las historias que leía. Lo hacía, al principio, por imitar a mi mamá. Tenía siete u ocho años y tomaba muchos de los libros que ella leía durante su menopausia. Novelas de Rafael Pombo o Jorge Isaac. Antologías de cuentos peruanos, ecuatorianos o bolivianos. Una colección de 100 tomos de clásicos ilustrados que significó mi primera aproximación a grandes obras: Edipo Rey, Prometeo encadenado, Antígona, Los miserables, Crimen y castigo, Guerra y paz. Ya después tuve que ir a escondidas por otros textos. El Manifiesto del partido comunista lo leí forrado en papel periódico. También otros más existenciales: Hermann Hesse, Jean-Paul Sastre, Albert Camus. Mi madre, que hacía de censora, no sabía bien muy quiénes eran esos señores.

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Ya en la adolescencia surgieron un par de momentos que me impulsaron a escribir. Cuando estaba en segundo año de bachillerato presenté una composición sobre un árbol que tenía en mi casa. Mi profesor de español elogió mucho ese trabajo y vaticinó en medio del grupo que yo sería escritor. Ahora que miro en retrospectiva mi vida pasada creo que fue importante. Luego, en el quinto año de bachillerato, realicé un texto sobre Huasipungo, la novela de Jorge Icaza, que otro profesor también alabó. Me invitó a tomar un café y me preguntó que qué iba a hacer con mi vida. Yo le dije que iba a estudiar Medicina y me contestó que no perdiera el tiempo, que me dedicara a la literatura. No le hice caso y al cabo de un rato me di cuenta de que él tenía razón.

Yo empecé a estudiar medicina por mi padre. Desde el primer día supe que no debía estar allí, que eso no era lo mío. Sólo que no tenía fuerzas para irme de casa. Hasta que en el cuarto semestre me rebelé. A los 19 o 20 años me fui a estudiar música en Tunja. Ya en Medellín había integrado varias orquestas: la Sinfónica de Viento de Boyacá, la Sinfónica Juvenil de Colombia, la Filarmónica de Medellín. Tenía gran curiosidad por esa vida porque mi papá también era un melómano que escuchaba todos los domingos óperas italianas. En la academia vi a compañeritos de 12 años que tenían oído absoluto y sentí que había una distancia que ya yo no podía recortar. Me retiré tras dos años para hacer de intérprete musical. Fui la segunda flauta del maestro Óscar Álvarez. Dábamos conciertos, recitales, presentaciones. Fue un período de aprendizaje, pero surgió un vacío muy fuerte que la escritura comenzó a llenar.

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Fue cuando llegó Filosofía y Letras, que estudié a distancia en la Universidad Santo Tomás de Aquino de Bogotá. Iba y venía desde Tunja para presentar exámenes cada mes. Cuando me di cuenta de que eso que vivía como músico era posible escribirlo, poco a poco lo hice. Publiqué mis primeros cuentos en periódicos y revistas, gané mis primeros concursos literarios. Eso me motivó a decidirme por la escritura. Imitaba a los autores que me gustaban. El que más me influyó entonces fue Álvaro Mutis, con el que todavía tengo una hermandad estética. Luego vino una presencia muy fuerte de Alejo Carpentier y Jorge Luis Borges, que me hizo preocuparme por el pasado y el ayer. Mi primer libro, Cuentos de niquía, que publiqué en París, es muy rulfiano. Mi segunda obra, La sinfónica y otros cuentos musicales, es cortazariano. En la literatura francesa también encontré escritores que me marcaron: André Gide, Pascal Quignard, Marguerite Yourcenar. Mi tránsito por Francia me ayudó a hallar el camino estilístico que después intenté plasmar en mis otros libros.

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Yo viví 11 años en París. Allá estudié una maestría y un doctorado en Literatura en la Nueva Sorbona mientras trabajaba para sobrevivir. Al principio toqué la flauta en el Metro, en los bares. Luego di clases de español y después fui profesor en la universidad. Regresé a Colombia porque quería ser escritor y allá era difícil lograrlo. Sentía que en París había muy pocos lectores para mi obra, que el círculo era muy marginal. También acababa de terminar una relación y Colombia me permitió la posibilidad de rehacer mi vida afectiva. Hoy tengo una segunda compañera, Alejandra Toro, que es profesora y editora, y dos hijas, Sara y Eloísa. También tengo a dos gatos que me acompañaron en la escritura de Tríptico de la infamia: Tao y Pixel, macho y hembra.

Mi vida antes de ganar el Premio de Novela Rómulo Gallegos era distinta a la de hoy. Anónima, invisible. Enseñar literatura, investigar, dar conferencias, disfrutar de la familia. Tengo 22 libros que apenas se consiguen en mi país. Cuando estoy en un proyecto me concentro mañana, tarde y noche. Desde que me dieron el reconocimiento no he podido escribir nada. Las entrevistas, los compromisos, el viaje, el discurso. Ya volveré a las páginas, a otro libro. Porque escribir es lo único que sé hacer. A veces pienso que me gustaría ser jardinero. Sólo que también tendría que estudiar para eso. Yo creo que si dejara la literatura me dedicaría a escuchar música. Nada más.

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