Cultura

FOTOS | Noche de entierro palero en La Mariposa

Cuatro muchachos cavan una tumba de dos por seis metros. La tierra fresca se acumula poco a poco a sus bordes mientras discuten si hay que ensancharla más o si la dejan tal cual. La débil llama de una vela ilumina a San Lázaro, quien observa el hueco desde un pequeño altar.

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Fotografía: Andrea Hernández

Los enfermos piden a San Lázaro salud a cambio de un ritual complejo y engorroso. A las orillas de un río que desemboca en el embalse que abastece de agua a gran parte de Caracas, La Mariposa, un grupo de paleros se congregó en la oscuridad de las 7 pm para rezarle al santo que les devolverá la lozanía.

Las direcciones no valen de nada en el verde oscuro que rodea el embalse. Llegar al sitio solo es posible si alguien que ya lo conoce te lleva. El babalawo Luis Veloz –u Obetumaco, su nombre en la religión africana de Ifá– ya ha practicado muchas ceremonias allí y puede llegar hasta con los ojos cerrados. Da lo mismo porque esa carretera, ubicada en el estado Miranda, es tan oscura que abrir los ojos no sirve para más nada que para ver el tablero del carro.

A pesar del frío y la humedad, los excavadores continúan su faena sin camisa. Reciben a Veloz con un “bendición, padrino” y a mí con un seco “hola” acompañado de un tácito “¿quién eres y qué haces aquí?”. Los forasteros no son bienvenidos donde los vivos y los muertos conviven con naturalidad.

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Los practicantes del Palo Mayombe -o las Reglas del Congo-, saben sin pedir nombre quién pertenece y quién no. Esta creencia llegó a Venezuela a mediados del siglo XX, comenta el babalawo. San Lázaro o Cobayende es una de las deidades menores de esta religión y lo asocian con la muerte y las enfermedades, añade.

Obetumaco aclara que esta religión no debe ser confundida con el espiritismo, la santería y con Ifá, si bien el sincretismo las une. Para ser babalawo –la ocupación de Veloz–, se debe pasar primero por todas las anteriores.

– Adivina, adivinador –

Una mujer que ronda los 60 años observa a los jóvenes envuelta en una toalla para resguardarse del “fresco”. Carmen Contreras vino a La Mariposa para que San Lázaro le cure la diabetes y una dolorosa artritis que le impide pararse del banquito donde se sentó hace una hora. «Estoy tullida», se queja.

Un grupo de personas sentadas alrededor de una vela me ofrecen un tabaco. Lo prendo y comienzo a fumar. «Eso se agarra con dos dedos y no lo inhales, que te vas a emborrachar”, instruye la única señora del conjunto, María. El tabaco, explica, también es un oráculo; se pueden leer los espirales del humo y de las cenizas. El único asiento disponible es una gavera de cervezas.

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Frente a la mínima candelita, Oswaldo «El Negro» habla con una voz clara como si estuviera sobre un púlpito: “No es necesario que yo sepa tu nombre. Con solo observarte sé qué puedes estar viviendo y cómo es tu alma”. Por ejemplo, dice, tú –me señala– eres una persona muy sensible. «Tu profesión, que escogiste porque quieres saber y conocer sobre el mundo, te cobrará un precio alto. Mientras más conoces, más sufres”, sentenció. Yo asentí extrañada por lo preciso y arriesgado de su análisis mientras él le pasaba la batuta a un joven con gorra sentado también sobre una gavera: “Consúltale a la niña”.

El muchacho lanzó cuatro conchas de coco sobre la tierra pisada. Cayeron casi formando un triángulo. Unas boca arriba y otras boca abajo. “No te gusta estar en tu casa. Desde que te hiciste mujer a los 12 años sabes lo que tienes que hacer porque sabes cómo es la vida. No te gusta que te amarren ni que te digan qué debes hacer”, explica y de nuevo asiento. María apunta hacia un sitio en el que se distinguen varios puntos de luz.

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– Seis de rodillas – 

La ceremonia para San Lázaro había comenzado en el monte. Seis personas arrodilladas y con los ojos vendados escuchaban lo que decía un sacerdote apodado «El Enano». De pie, la cabeza del joven apenas sobrepasaba las de los que estaban de rodillas.

Esta es una simulación de lo que sufrió el santo en vida, esclarece apartado de los demás mientras espera que le traigan varios tobos del río. Cuando llegan, toma uno y se coloca detrás de una mujer que aguantaba una velita con las manos. Le lanzó el agua con tanta fuerza que ella cayó de bruces. Repitió la faena con los demás.

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«El Enano» toma a la primera de la fila por las manos, le quita la venda de seda morada de los ojos y le señala un hueco entre los matorrales. Ella se adentra entre los arbustos, pero segundos después se asoma y pide un celular para alumbrar su camino. Baja por unas escaleras embarradas hasta un descanso justo antes del río. Un olor a descomposición animal y vegetal señala el camino.

– Una prenda para San Lázaro –

Montículos de tierra brotan del suelo. El joven le indica dónde se debía arrodillar para desenterrar la “prenda” que le había ofrecido a San Lázaro tres días antes. La joven sube de nuevo los escalones resbalosos con lo que parece un huevo de cerámica del tamaño de un bebé recién nacido.

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Una “prenda” es un pequeño universo que se le ofrece al santo, explica «El Enano». Aclara que lo que se incluye en el cosmos miniatura es representativo de los elementos de la naturaleza. Es algo “simbólico”, apunta.

La mujer deja su universo diminuto sobre la tierra fresca que excavaron los cuatro muchachos antes de que oscureciera por completo. Mira la estatuilla de San Lázaro y se acuesta en la tumba que habían cavado para ella y los otros cinco. Poco a poco se incorporan los demás. En silencio esperan mientras se rascan el pie, la espalda. Más temen a los insectos que se mueven bajo ellos que al santo que invocan desde una tierra que no es esta.

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“Nos vamos”, ordena Veloz a las 10 pm, justo antes de que comience el entierro. En la penumbra, unas piernas y brazos se mueven inquietos mientras «El Enano» se acomoda cual sacerdote sobre el hueco donde yacen acostados. Esperan nerviosos que los cubra la tierra y los gusanos que habitan en ella. Cualquier sacrificio por las bondades de San Lázaro.

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