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Traducción literaria, entre anonimato y trascendencia

Hay que meterse en la mente del autor para poder convertir su obra a otro idioma. En Venezuela muchos escritores comparten su producción propia con el manoseo de letras ajenas. Un oficio de tradición con repercusiones internacionales, que tuvo mejores épocas en el país. Algún aventurado recorre la senda en sentido opuesto, queriendo llevar a Japón la obra de Rómulo Gallegos  El nombre del traductor literario suele aparecer en la letra pequeña, como esas cláusulas enrevesadas de los contratos, imperceptibles, pero fundamentales para el entendimiento entre las partes. Pareciera que el interés por identificar a estas figuras es más un asunto de ávidos lectores, críticos y académicos, quienes no dudan en considerar la tarea como una obra de arte, un ejercicio de precisión, conexión y empatía. No es solo cambiar palabras de una lengua a otra, es meterse en las entrañas del texto, y las ondulaciones de su autor, para hacer una reproducción cabal de palabras, sí, pero también de intenciones, jugueteos, emociones. Para el dramaturgo y profesor cubano Roberto Pérez León, autor de Virgilio Piñera: vitalidad de una paradoja (2002), la traducción es repensar cada línea escrita con la idea de ir más allá de la simple precisión en trasladar a otro idioma significados. Eduardo Cobos, traductor chileno-venezolano, considera que su profesión es la de un lector afortunado que puede rehacer la obra original desde el interior de sus frases o versos. “Y así seguir sus recovecos y sus sinuosidades”. El crítico y editor Roger Michelena indica que pese a que algunos dicen que el traductor puede ser un traidor, esta persona lleva a cabo una misión titánicamente complicada. “No es para nada fácil eso de llevar a otra lengua no solo palabras, sino también sentimientos”.

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