Internacionales

Sobre Dilma y Brasil: El laberinto de las conveniencias políticas

Por Pavel Gómez (Economista) .- Una mañana cualquiera de 1990, los miembros de una familia venezolana desayunaban cabizbajos. Aún faltaban siete días para la próxima fecha de pago de sus salarios y su disponibilidad de dinero no alcanzaba siquiera para cubrir los gastos de transporte hacia y desde sus sitios de trabajo. Y así les ocurría a muchos otros.

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Foto: EVARISTO SA / AFP

Una tarde cualquiera de 1992, demasiadas familias brasileñas observaban una dramática caída de su calidad de vida y las perspectivas eran lúgubres. El desempleo crecía y la prensa mostraba escandalosamente varios casos de corrupción en el alto gobierno y los grupos relacionados. En ambos casos, en la Venezuela y el Brasil de aquellos años, los gobiernos de turno experimentaron severas crisis de legitimidad y sus presidentes fueron destituidos anticipadamente.
Una noche cualquiera de 2016, millones de brasileños sufrían los efectos de la inflación, el desempleo y una carga tributaria relativamente alta, mientras veían deteriorarse los servicios que recibían del Estado y las noticias mostraban cómo los recursos públicos se desviaban turbiamente hacia los bolsillos de unos cuantos privilegiados de la política. Entonces parecía que ocurriría de nuevo.
La noche del domingo 17 de abril de 2016, el 71,5% de los diputados votaron a favor del impeachment – juicio político- de la presidenta Dilma Rousseff (la aprobación requería dos tercios de los votos para tener efecto). Como próximo paso, los senadores deben decidir si se confirma la decisión de los diputados, para lo cual bastaría con una mayoría simple, de 42 de los 81 senadores.
Si esto ocurre, entonces el tercer paso implica que la presidenta Rousseff debe apartarse del cargo, que sería ocupado por el vicepresidente Michel Temer mientras el Senado decide sobre su suerte definitiva, la cual se sellaría con el voto favorable de sus dos terceras partes. Esta tercera etapa puede durar hasta 180 días, tras los cuales la presidenta retornaría, si no se alcanza la supermayoría requerida, o quedaría definitivamente despojada de sus atribuciones si se juntasen los votos necesarios para aprobar su salida.
Hay gobiernos que se convierten en una calamidad para muchos de los ciudadanos que habitan bajo su sombra. Hay hastíos prematuros y decepciones, hay profecías autocumplidas y pérdidas masivas de confianza, hay círculos viciosos y pantanos económicos, hay poderosos intereses circunstanciales y oportunismos políticos. Finalmente, hay convergencias y alineaciones que hacen posible la deposición de un gobierno.
Primera discusión: ¿Cuánto se cuida el formalismo constitucional y la justificación del impeachment?
Frente a la orquestación de un despido presidencial, el primer punto de observación es la constitucionalidad y la justificación de este. Allí radica, principalmente, la diferencia con un golpe de Estado: en el uso de un mecanismo previsto en la Constitución para un despido anticipado del presidente. La democracia es el reino de las formalidades y el cuidado riguroso de estas es clave en la estabilidad del sistema político. El mecanismo usado debe entonces estar previsto en la carta magna y deben cumplirse estrictamente los pasos y las formas especificadas en este.
El segundo punto de observación es la manera como se justifica la activación del mecanismo de destitución presidencial. Me valdré de un ejemplo para ilustrar este punto.
Supongamos que la constitución establece el procedimiento conocido como impeachment, cuyo primer paso consiste en que una comisión del Congreso evalúa la existencia de una falta del presidente. Luego, para que el presidente pueda ser apartado del cargo, la argumentación preparada por este comité sobre la presunta falta es discutida en la plenaria y votada en las cámaras correspondientes, donde la separación debe ser aprobada por una supermayoría (ejemplo, dos tercios de los diputados y senadores).
Solo entonces ocurriría el juicio al presidente, el cual puede ser un juicio político, en cuyo caso suele corresponderle al Senado (es el caso de Brasil) o una querella jurídica que debe ser atendida por la Corte Suprema de Justicia.
La discusión relevante alrededor de este punto se concentra entonces en la configuración misma del delito o falta que se adjudica al presidente. Debe identificarse, de manera convincente, la existencia de una violación específica de la normativa jurídica que restringe la labor presidencial, sus prerrogativas presupuestarias o los códigos de justicia generales. El poder de convencimiento de que existe un delito es crucial. En los tres casos referidos (Brasil, 1992; Venezuela, 1993 y Brasil, 2016) la facción aliada del presidente, o presidenta, ha argumentado que existe una duda razonable en la configuración de la falta sugerida, por lo cual se dice que la decisión sería política y correspondería entonces a “una suerte” de golpe de estado.
Segunda discusión: ¿Cómo el mecanismo de impeachment afecta la estabilidad política?
Un primer aspecto en esta discusión es de naturaleza procedimental. Suele pasar que el Congreso produce un veredicto político, que conlleva a la destitución presidencial antes de que los tribunales de justicia generen una sentencia firme. La presidenta podría ser exonerada por los tribunales de justicia pero el desalojado ya ocurrió y suele ser irreversible. Esto introduce dudas sobre el respeto de la presunción de inocencia. Acá se desnuda un dilema de la justicia y la justificación del mecanismo entonces descansaría en el alcance del mal menor. La presunción de inocencia, en el caso de una figura con el poder del presidente, implicaría un juicio en funciones. Y esto implicaría, a su vez, que el presidente podría usar su poder para inclinar la balanza judicial. Entonces la salida previa al juicio sería el mal menor.
Pero hay un segundo problema cuyas implicaciones políticas, de largo plazo, son aún más profundas. Se trata de cuál es efecto de la destitución presidencial sobre la distribución del poder político y cuál es la legitimidad de origen de esta nueva distribución. Supongamos que en este punto hay dos alternativas: a) el presidente es sustituido por otro funcionario, que gobierna entonces durante un periodo significativamente largo (por ejemplo, hasta que culmine el período presidencial formal); o b) se convoca a elecciones inmediatas.
Como se observa hay una diferencia política e institucional sustantiva entre estas dos opciones. La primera implica que el poder es transferido de una manera que no deriva de la voluntad popular directa. Esto dispara tremendas dudas sobre la legitimidad de origen del gobierno interino, el cual no gobierna durante “el menor lapso posible”, sino durante un periodo mayor al mínimo posible, y esto como consecuencia de una decisión no electoralmente directa. Esto sería algo así como una violación al contrato político que gobierna la asignación del poder.
Acá entonces, la convocatoria de elecciones inmediatas sería la alternativa de respuesta que mayor legitimidad democrática otorgaría a una potencial transición. Como ha sido ampliamente argumentado, esta es una de las virtudes más notorias de los regímenes parlamentarios frente a los presidencialistas.
El desafío más relevante desde el punto de vista institucional, sería entonces cómo dotar al sistema político de una válvula de escape que no incentive la inestabilidad de largo plazo del sistema mismo. Pareciera que la figura del impeachment, tal como existe en Brasil en el 2016, es una fuente de inestabilidad de largo plazo, en tanto crea un incentivo perverso en el futuro y siembra resentimientos políticos de largo efecto. (En este punto, piense en el caso venezolano y en cuál de las opciones para una potencial transición sería la más deseable: ¿una enmienda constitucional decidida por un grupo de diputados, o un referéndum decidido por los electores?)
Dicho todo esto, es el momento de hablar de mis íntimas simpatías. Para muchos venezolanos, en estos tiempos de dolores familiares y rabias políticas, no hay asepsia del análisis que permita obviar lo que a uno lo hace sonreír, sea descaradamente o en su fuero interno.
En este punto suscribo las palabras que hace unos días escribió Francisco Monaldi: “No estoy seguro si en el largo plazo el impeachment de Dilma sea lo mejor para Brasil, puede ser el inicio de un período de inestabilidad y polarización. Pero como venezolano no puedo dejar de sentir un «fresquito» de que salga del poder uno de los gobiernos, principales aliados del chavismo, que se benefició abusivamente de contratos con Venezuela y contribuyó a que se destruyera la democracia venezolana”.]]>

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