Opinión

Así se vivió la caída de la Vinotinto en un cine

¿Por qué alguien pagaría 480 bolívares por una entrada para ver a la Vinotinto contra Perú de la Copa América en la sala 5 del Cinex San Ignacio, cuando en el mismo centro comercial de Caracas existe una “zona Oscar Mayer” en la que pasan los juegos en pantalla gigante de manera totalmente gratuita? Digamos que la diferencia es similar a la de comprar a bachaqueros o hacer cola.

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Sí, para la “zona Oscar Mayer” (especie de plaza de toreros en miniatura con decorados de sánduches pasteleros) había una larga cola al menos desde las 5:00 pm del jueves. En la sala de cine, no. Pero yo pagué casi 500 bolívares no por esa razón, sino porque tenía ganas de contar una crónica sobre una manera diferente de ver un partido de fútbol. Nada me salió bien esa noche. Perdí una fracción importante de mis ingresos mensuales. Perdimos. Pero veamos si puedo echar un cuento medio entretenido, algo así como esa falacia a la que llaman “casi gol” y que no sirve para clasificar a cuartos de final.

Entré a la sala de cine sobre la hora por andar raspando las últimas reservas de Colgate en una perfumería de Chacao. Ya habían sonado los himnos, pero igual me aguardaba mi butaca con la numeración “E-8” (compré mi ticket con anticipación en la tarde). Sorpresa: yo era apenas la sexta persona que entraba. Me asusté: no había crónica posible. Recordé la vez que vi el documental Venezuela, la Película en 2009 al mismo tiempo que se jugaba otro Venezuela-Perú de la eliminatoria de Sudáfrica 2010 (tenía que escribir obligatoriamente de la película al día siguiente), y yo era la única alma en el cine, también en el San Ignacio.

Pero mientras corría el primer tiempo, los que salieron de la cola de cotufas fueron entrando hasta completar unos 50 espectadores, más o menos un tercio de la capacidad del cine. ¿Es negocio para Cinex pasar partidos de fútbol en vivo con la señal de Directv Sports, en vez de, pongamos, una película venezolana? No lo sé. 50 personas que pagan 480 bolívares da 24.000 bolívares, si me los depositan no me quejo.

Repito, ¿por qué alguien paga para ver un juego de fútbol en un cine? Además de contar con ciertos recursos (con mi excepción, probablemente), quizás lo que nos unía a los que estábamos allí entre la oscuridad era el deseo de ver el juego “tipo tranquilo”, en contraste con el criollísimo bululú de una zona de fans llena de mamis que te distraen. Delante de mí, un matrimonio de mediana edad bastante apacible. A la derecha, un joven solitario permanentemente interconectado a través de su teléfono-tablet. Un poco más atrás, cuatro panas. En la otra fila, quizás dos hermanas y dos hermanos. En la fila de atrás, ese tipo de mujeres a las que automáticamente llamamos “tías”. Y así. Todos unos lujos de seres humanos, seguramente. Ni un solo gritón.

No es la primera vez que veía fútbol en algo parecido al cine. Cuando estudiaba en la UCAB, pasaron el Mundial de Estados Unidos 1994 en pantalla gigante en uno de los auditorios de la universidad de Montalbán, aunque claro, no existía la alta definición. Recuerdo que me metí a ver un Brasil vs Suecia (1-1) de la primera ronda, en la época en que todo el mundo en Venezuela iba a Brasil, y que yo fui el único en la sala que celebró cuando marcó Kennet Andersson. Después empató Romario y un desconocido de la fila de atrás me asestó un lepe. Deporte extremo.

El televisor más grande de mi casa es de 17 pulgadas. Como aficionado más o menos iniciado y con una pérdida importante de visión en mi ojo derecho, el cine me permitió apreciar de manera un poco más cómoda esas jugadas que no se observan claramente cuando no estás en un graderío de estadio, por ejemplo la tarea de los mediocampistas defensivos. Los primeros planos son impresionantes y te ayudan a establecer mejor las comparaciones, por ejemplo entre el volante izquierdo Christian Cueva, de gran labor ante la Vinotinto, y el fallecido diputado Robert Serra.

Tenía que ocurrir algo que rompiera el hielo entre los 50 seres humanos que estábamos allí, pero lamentablemente el juego no contribuyó. Los comentaristas de Directv tampoco, porque a diferencia de los del resto del continente (se pueden seleccionar los audios chauvinistas a través de un botoncito del control remoto), son demasiado decentes, ecuánimes y comprensivos: “Sí, fue expulsión”, comenta uno después de la repetición de la acción de la roja a Fernando Amorebieta, y el rebaño en la sala se apacigua un poco, pues lo dice un especialista. “No, no fue penal”, confirma el joven de la TV sobre una carga a Salomón Rondón en el área en el segundo tiempo, y bueno, es el que sabe.

En el minuto 9, el primer aplauso colectivo en la sala: Luis Manuel Seijas roba heroicamente el balón ante una peligrosa incursión por la derecha del peruano Joel Sánchez. Minuto 26, segundo aplauso colectivo: el portero Alain Baroja se cuelga del balón en un centro de Cueva. Minuto 36, tercer aplauso: amarilla a Carlos Lobatón. Final del primer tiempo y escuché la única grosería de toda la noche: toma del árbitro Raul Orosco y un señor mayor pronuncia respetuosamente “hijo ‘e puta”. El mismo señor le dedicará en el segundo tiempo un comedido “payaso, payaso” a Paolo Guerrero, el delantero de fascinante rostro andrógino. Únicas risas en el cine, minuto 70: el comentarista critica que el cambio de Josef Martínez “se ha tardado 68 años y medio”. Después del gol de Perú, aquello se volvió todavía más un congelador. Nunca se produjo ese mágico momento en que, por una celebración deportiva, se abrazan dos tipos que ni se habían visto ni se volverán a ver, como en la película Grandes Ligas. Algo así como el saludo de paz, mi momento favorito en una misa.

Final del partido. Esta vez nadie dejó un cartón de cotufas medio vacío por ahí abandonado. Ellos se fueron a sus carros, yo a mi Metro con mi cargamento de Colgate. La próxima vez creo que veré el juego con los huelguistas de hambre en la plaza Bolívar de Chacao.

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