Melomanía

Vilavida ante el fin de una década

Walter Rauch y Rodrigo Tamayo son Vilavida, una propuesta sonora que nació del gusto por hacer música sin pretensiones de llegar a la radio ni de éxito comercial. Raro, ¿no? V.T. es su disco y aquí lo desmenuza Carlos Egaña

Cortesía Vilavida / texto: Carlos Egaña
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La década se cepilla los dientes y se prepara para dormir. El balance es curioso para quienes vivimos nuestra adolescencia y la entrada a la adultez durante esos años: los celulares pasaron de ser un accesorio a ser tan necesarios como una silla de ruedas para un discapacitado, la política pasó de ser un chiste que aburre a un chiste que llena de euforia. Pero más curioso todavía es algo que ocurrió en la música: lo indie se volvió pop y lo pop se volvió indie.

Mientras el mundo dio cada vez más herramientas para generar contenido en las redes sociales, para hacer de la creación independiente una cosa sencilla, el modo de producción de quienes pensaban que las grandes disqueras promueven sellouts se volvió un género musical. Un género musical ampliamente escuchado, con exponentes conocidos por todos y estándares en sus canciones, nada que ver con lo que intentaban quienes de vaina leían Pitchfork en la década pasada.

En Caracas, el indie artificial tuvo sus influencias en ciertos grupos. Los Foster The People se escuchan en las melodías de muchas bandas que ni vale la pena mencionar. Y si bien casi toda la música que hemos producido en el siglo XXI es, estrictamente, indie, en muchos casos podemos poner el término en duda. ¿Soy el único, pregunto, que escucha demasiados clones de Los Mesoneros, Rawayana y Viniloversus en la radio?

Sin embargo, siempre quedan quienes tuercen el pasado para que su punta asome en el nudo del hoy. Tal vez se integren al zeitgeist sin darse cuenta, tal vez formen el espíritu de nuestros tiempos y nos sobrepasan por accidente, pero su intención de alejarse de lo que marca la normalidad está ahí. Como ejemplo, resalto en esta ocasión a Vilavida, un dúo de caraqueños ocultos en sus actitudes idfc. Recientemente publicaron un EP titulado V.T., que vale bastante la pena escuchar y que sirve para soltar un par de comentarios sobre estos últimos diez años.

Por gusto

Son dos los músicos que llevan Vilavida: Walter Rauch, estudiante de ingeniería química, y Rodrigo Tamayo, estudiante de administración. Su filosofía: “No estamos planeando hacer plata con esto. Es simplemente hacer la música que nos gusta. Si les gusta, nos encanta; si no, no nos importa”. Ante tantos que replican el falso indie sin darse cuenta que, ya con hacer música en Venezuela, es más que probable que se agrupen bajo tal etiqueta, Walter y Rodrigo se ríen sarcásticamente y proponen meterte en un trance donde los sintetizadores y la composición progresiva van por encima de las fórmulas pop.

Antes de adentrarme en su release, vale revisar la forma en que se hizo. Walter se metió en clases de canto y de bajo y Rodrigo aprendió a usar FL Studio en su proceso de creación. Digo de creación y no de grabación porque nunca fue su intención sacar un disco perfecto, volverse alguien ante cierto público o ciertos críticos, producir canciones que los obligasen a ciertos sonidos; más bien, exploraron y descubrieron cómo suenan al son de sus jams sessions y sus vivencias como amigos en una ciudad desolada.

“Creo que somos hasta bastante cerrados. Somos Walter y yo», insiste Rodrigo antes de contarme que su música no es popular en su círculo social, que los temas de Vilavida no provienen ni se procesan fuera de las ensoñaciones personales de sus miembros. Aunque creo que una buena dosis de ambición y claridad es necesaria para todo artista, aunque me encantaría escuchar lo que sacasen si se codearan con más músicos, aunque su disco nazca de la recolección de temas que cuadraron juntos y no de un concepto, los estudiantes de la Metro demuestran que la sinceridad y los lazos de hermandad pueden tanto como una industria que cada vez abarca más. El verdadero indie, edificado por tantos panas universitarios en busca de pasarla bien y desahogarse, respira cuando la batería y la guitarra despiertan a los vecinos en sesiones caseras en El Hatillo.

Play

El disco V. T. comienza con No sé, puede ser, una introducción como pocas que condensa el estilo del disco, el tómate-la-vida-con-soda en lo cantado, y que hipnotiza sin engaños. Como pocas: solo se me ocurre Mirador como tema semejante en Venezuela, aunque los 80 que resaltan Tlx se parezcan más al primer Soda y a The Cure que a Depeche Mode. Sigue Mevra, canción que mezcla las sombras digitales de Kavinsky con el tamborileo que se percibe antes de enfrentarse con un enemigo digno. Luego de convencernos cual Willy Wonka vistiendo de púrpura a fascinarse por lo fabricado que viene, el EP nos sumerge en la pálida que debemos atravesar para conseguir el ticket dorado.

La tercera canción del EP es un Interludio. Sin letra, la rola, tal vez muy breve, es el fantasma que espanta tus sueños cuando inicias una relación y las dudas y las memorias son obstáculos. Sigue Vuelta atrás, obviamente el single del disco, más allá de que sea la única canción que siga la estructura estrofa-coro-puente. Versos como «Tú eres la razón del festejo» y «Si te sientes mal me llamas», dejan de ser consignas aburridas cuando el guitarreo obliga que tus palabras tengan sentido mientras bailas lento con alguien que tal vez no vuelvas a ver.

El último tema, Finale, es mi preferido de V.T. Comienza con un «Y si te muerdo la boca / ¿qué harías tú?» que contradice el enamoramiento del tema pasado, que implica una self-confidence inexistente en los temas pasados. A partir del tercer minuto, cambia la sensualidad de los acordes por la insistencia en tomar una sangría. Finale es un final abierto que demuestra la vigencia del dicho de que un clavo saca otro clavo. Es el himno de quien, después de calarse los comentarios de los panas y romperse los huesos amando, toma clases de meditación para contrarrestar la diáspora que nos deja solos. Es el himno del fuckboy que se ha resignado a romper corazones mientras pega con teipe el suyo.

Si bien el synthwave progresivo al que se aferra Vilavida es, para estándares venezolanos, único, creo que su EP se inscribe en la ola de nostalgia que azotó la segunda década del siglo XXI.

La confusión ante tanta información que exagera, contradice o distorsiona nuestra realidad, devino en partidos políticos que se fundamentan en un pasado supuestamente mejor, y en remakes y reappropriations de obras de los ochenta que inundan las salas de cine y se colean en el algoritmo de YouTube.

Devino también en que Estados Unidos e Inglaterra tomasen decisiones inesperadas sobre su futuro a partir de recuerdos de tiempos más sencillos, en que videojuegos de pocos bits y remakes de filmes de superhéroes se prefiriesen a piezas que solo hubiesen sido posibles en la contemporaneidad, ¡en que la estética del Memphis Group protagonizase hasta un video de Paramore! Seguramente hubiesen sido confusos en la década pasada o a inicios de esta, pero hoy en día, en que un Tame Impala, que homenajea constantemente la psicodelia de los 60, es escuchado por futbolistas y burócratas, Vilavida puede pegarla a pesar de su distancia.

Electrónica y neón

Vale, tal vez no sea único, pero definitivamente el giro que le dan Walter y Tamayo a la síntesis es muy propio. Puede que me frustre la mayoría de las bandas que han surgido recientemente en Venezuela, pero sería falso decir que no hay similitudes entre lo que hace Vilavida y otros nombres. “Lo que está haciendo Gran Radio se parece a lo pop en Vuelta atrás”, dice Walter, aunque no los acepta como influencia: V.T. llevó tres años en producción. Lo que ha propuesto recientemente José Hoek también se puede asemejar a la búsqueda de Vilavida. Queda preguntarse para otro texto: así como el neoclasicismo llegó tarde a Venezuela –la Casa Blanca estadounidense fue construida en 1790, nuestra Casa Amarilla data de 1874–, así como Uber no ha llegado a Caracas mientras que en países aledaños funciona desde hace un buen tiempo, ¿llegamos tarde al tributo musical a las últimas décadas del siglo pasado?

O, incluso: ¿tuvimos que llegar al país de bodegones para que los homenajes al new wave nos hagan efecto?

Walter no está tan seguro: “Siento que la ola de la nostalgia está muriendo, pero creo que fue necesaria”. Bien admite que Tame Impala, cuyo cantante da vibras de John Lennon, es una influencia; bien asocia su sonido con Mac deMarco, cuyo video de Another One depende del icónico Michael Jackson y parece grabado con una videocámara de los noventa.

Pero quienes inspiran a Rodrigo no tienen nada que ver con la movida: Camilo Séptimo, Paradis, Troyboi. Digamos que, como mezcla del desenfreno electrónico que pulsa a través de Rodrigo y la ensoñación de neón que ocupa a Walter, el tema nostálgico revive y se desvive en los experimentos de V. T. El disco representa mucho de lo que fuimos hace poquito, pero también se expone como puente a lo que escucharemos pronto.

Puede que el incendio que encarnaron Henry d’Arthenay, Beto Montenegro y Rodrigo Gonsalves, entre otros, no ha dejado de humear; puede que la originalidad se haya puesto en jaque en esta década, pero todavía hay voces en Venezuela que gritan entre las tinieblas. Vilavida, con su closer del año, son dignos representantes de los que rompen sus cuerdas vocales mientras ríen. Escuchemos su EP con intriga, demos gracias por la música que pega en los corazones sin interés de que pegue en la radio y soñemos con ecos virtuales de fondo.

Los tiempos de hiperconexión nos han hecho repetir y llorar mucho; no obstante, V.T. nos confirma que en la marea que aguantan las pantallas, todavía conseguimos y conseguiremos islas calurosas.

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