Opinión

La revolución fea

Hubo otra estética, otro panorama visual en el país y hay que revisitar esos tiempos para no acostumbrarnos a esto de hoy: Elías Aslanian conduce este tour de reflexión

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“Por décadas ya, una suerte de nube oscura se había posado sobre el país y la realidad se había trastocado, lo que era bello se había tornado horrible, y lo moral en inmoral”, dice Francisco Suniaga en su novela Adiós Miss Venezuela (2016). Nada “podía ser una excepción”, nada “podía salvarse de esta peste”.

Es la revolución fea, mal llamada ‘bonita’ por sus líderes, que llueve torrencialmente sobre el panorama nacional. Es la proliferación del mal gusto, la encarnación de una violencia estética desorganizada contra las formas; un discurso de prolefeed y poshlost –es decir, maldad mezquina o vulgaridad auto-satisfecha– que desde la poderosa Miraflores se impone vehemente hacia toda esquina de Venezuela. Esta es la era del des-formalismo chavista, del descuido de las formas.

La vulgaridad violenta del des-formalismo chavista emerge desde las entrañas del discurso oficial, desde Aló Presidente, las cadenas nacionales y Zurda Konducta hasta los museos estatales y esa bandera fascistoide en el brazo.

Aun así, su radiación no se limita: prolifera en amplios sectores de la sociedad civil y de la oposición por igual; está en la Asamblea Nacional, en los sets de programas de farándula en Televen, en el Miss Venezuela y el Miss Earth. Está hasta en los titulares de La Patilla, en las páginas web de las organizaciones públicas y en el vestir de un comensal (recientemente) adinerado que, en bermudas y Crocs, acude a un restaurante elegante en pleno corazón de Las Mercedes.

Utilizado por la revolución para propagar su control a través de valores y normas, el desformalismo chavista es el nuevo ‘sentido común’ de la hegemonía dominante, como la entendía Gramsci, y simultáneamente el reemplazo a la cultura que el chavismo ha considerado burguesa: sea un traje y corbata, el Ateneo de Caracas, la gestión de Sofía Imber, la curaduría de museos públicos, un muro de Cruz Diez en la Guaira o simplemente cualquier sentido de formalidades republicanas.

Así, siendo un mal gusto auto-satisfecho, el des-formalismo chavista (que ya se dijo, va más allá del chavismo) toma formas llamativas y notables: las chaquetas tricolores de Chávez y Capriles, las groserías televisivas de Pizarro y Mario Silva, la deificación de las ‘bendecidas y afortunadas’ –sea una vedette famosa de mega-tetas operadas o cualquier animadora tusi– o simplemente los bufones y nulidades engreídas que tenemos de ‘celebridades’: sea por sus manejos cual proxeneta de concursos de belleza o sus canciones repetidas y plagadas de autotune mientras visten como un J Balvin chimbo de Traki.

De estas mil formas, no hay mejor exponente de lo terrible que ha sido la estética oficial que cierta pintura horrenda –al estilo realismo socialista soviético, pero con colores más chillones y con pintura de clase de arte de primaria– de Chávez, Maduro y Bolívar. O quizás el honor lo merece aquella pirámide aterradora y nefasta de vidrios fucsias que se alza sobre una autopista a la entrada de Caracas. ¿Y dónde dejamos a las “misiones viviendas” que poco o nada hacen para esconder su cometido de control social a través de su imitación de una palomera o su apariencia de lego mal armado con materiales baratos y propensos a desmoronarse?

Esta es la estética del despilfarro: del hurto y del lujo desechado. Figura en baratijas de estilo narco de los nuevos ricos: Hummers emperifolladas, gorras de estampado Gucci y decoración de prostíbulo para su mansión. En la vieja élite de clubes campestres y Le Club, la estética se impone con el miedo: ni los más afluentes de Caracas, aterrorizados de llamar la atención para levantar resentimientos o atraer secuestros, osan ahora deslumbrar miradas con vestimentas y accesorios. De bajo perfil, ya poco se ve en Caracas la opulencia visual de esa tribu socioeconómica de antes que en conspicuo consumo saudita se mimetizaba con sus pares de Nueva York y Milán.

Aquellos tiempos

Venezuela no siempre fue el castillo de la fealdad.

La abstracción geométrica era un significante de modernidad. Al menos eso pensaban los artistas jóvenes –como Mateo Manaure, Alejandro Otero y Jesús Soto– que, trabajando junto a europeos como Victor Vasarely e Yves Klein, se habían establecido en la París de la posguerra y formado allí el grupo artístico “Los disidentes” y su cruzada en pro de la abstracción geométrica y el cinetismo.

Así, en 1950, “Los disidentes” publicaban en su revista un manifiesto donde rechazaban al establishment caraqueño y sus pinturas históricas y paisajistas que consideraban un impedimento al progreso, un ejemplo de conformismo local y una tradición de atraso, provincialismo y colonialismo.

El manifiesto de “Los disidentes” encarnaba un ímpetu estético que ahora soplaba con fuerzas en la intelligentsia venezolana –a su vez sacudida por un tropel de inmigrantes como Gego, Gerd Leufert y Federico Beckhoff– que visualmente encarnaría la modernidad como las autopistas y represas en la selva hacían para el Estado. Así, para la década de 1960, con la democracia ya establecida, la abstracción geométrica y el cinetismo se habían convertido en el estilo oficial del Estado.

Las décadas de 1950 y 1960 –definidas por la ‘modernidad espectacular’ de la Junta Militar y por la creación del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes (INCIBA) en 1965 de la mano de Mariano Picón Salas, respectivamente– vieron un apogeo de la cultura; un piloto de utopía arcadia de ‘lo bello’ en las colinas verdes de Caracas.

Carlos Raúl Villanueva climatizaba la arquitectura moderna al trópico, llenando su Ciudad Universitaria de murales y esculturas, y adaptaba la Unité d’Habitation de Le Corbusier en la forma de superbloques para los pobres. Así, la Ciudad Universitaria era salpicada por obras de artistas nacionales como Otero, Manaure y Oswaldo Vigas y de internacionales como Férnand Léger, Jean Arp, Vasarely y las famosas nubes colgantes de Alexander Calder, que el artista consideraba el mejor monumento a su arte.

De igual forma, la ciudad servía de playground para todo tipo de experimentación arquitectónica: desde los murales de mosaicos de Ennio Tamiazzo –mezclando mitos fundacionales criollos con arte metafísica italiana– hasta aquella nave espacial naufragada que es la colgante Villa Monzeglio en Colinas de Bello Monte. El Helicoide se construía en espiral (dirigiéndose a sueños vacuos), el italiano Gio Ponti llegaba de Milán para construir Villa Planchart –su obra maestra; una verdadera encarnación de sus filosofías modernistas– en Lomas del Mirador, mientras el aclamado norteamericano Richard Neutra enclaustraba su Quinta Alto Claro en las faldas de El Ávila.

Ante este oasis del Nuevo Mundo que el modernismo hacía laboratorio estético, el escritor cubano Alejo Carpentier se impresionaba por las esculturas de Henry Moore y las pinturas de Renoir, Degas, Picasso, Juan Gris, Miró, Kandinsky, Paul Klee y Vasarely que encontraba en las casas de la gente rica, contrastada con la burguesía de La Habana (filistea en su descripción), y de cómo estos invitaban a escritores, filósofos y artistas a sus fiestas. Su alter ego en la novela “La consagración de la primavera” no podía creer que se estuviesen ejecutando dos cuartetos de Béla Bartók en la casa de un millonario filarmónico caraqueño.

Sauditas del Caribe

Christian Dior abría su tercera boutique a nivel mundial en la Avenida Francisco de Miranda para un público bañado en el mar negro del petróleo y ávido de looks tan modernos como sus edificios. Para la década de los setenta, el escritor uruguayo Eduardo Galeano hablaría de ‘la civilización del oro negro’ y sus perfumes Chanel y sus foulards Dior, Pierre Cardin, Givenchy e Yves Saint Laurent; quizás una prolongación del “natural buen gusto del bello sexo de la metrópoli” que James Mudie Spence describiría en su crónica viajera a principios de la década de 1870. En esta, Mudie Spence mencionaba a los “costureros franceses de conocida habilidad” que “abundaban en Caracas” cual atávico eco de los diseñadores europeos –entre ellos el francés Guy Meliet y la italiana Piera Ferrari– que vestirían a las caraqueñas del siglo XX.

Para 1973 la prosperidad y la democracia liberal habían permitido el desarrollo de todo tipo de nuevas direcciones en la cultura venezolana. Nacida la “Venezuela Saudita” del influjo masivo de petrodólares, el Estado subsidió toda suerte de proyectos artísticos: desde cine, pasando por sinfonías de orquesta, hasta ballets.

En 1975, de la mano del escritor Juan Liscano, el INCIBA daba paso al Consejo Nacional de la Cultura (CONAC): un órgano estatal pero plenamente autónomo bendecido con un vasto presupuesto, mayores responsabilidades y una estructura administrativa más comprimida.

Simultáneamente, con un grant del gobierno de la ‘Gran Venezuela’, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas hizo su aparición con la periodista Sofia Imber y así Caracas –ahora con su propio Pensador de Renoir y con una colección de grabados de Picasso que solo el Museo Británico y el Museo de Arte de Filadelfia podían jactarse de tener– se consagró entre las metrópolis del Tercer Mundo como poseedora de una de las mejores colecciones de arte moderno.

Para 1981 el quinto Festival Internacional de Teatro de Caracas acogía a 22 grupos de teatro de 18 países y para 1983 el Teatro Teresa Carreño –agraciando sus orquestas con obras de Soto– se posicionaba como el más grande de Sudamérica. El dramaturgo Isaac Chocrón se refería a Caracas como la tercera capital latinoamericana del teatro, después de Ciudad de México y Buenos Aires.

«¿Culta? Es verdad, si el adjetivo se mide con el termómetro de las convenciones”, escribía en 1980 el argentino Tomás Eloy Martínez sobre Caracas, que lo acogía en su exilio: “hay seis grandes salas de concierto, siempre pobladas; cuatro museos de alto nivel y una decena de museos menores consagrados a salvaguardar la memoria nacional; siete universidades y unos diez institutos de altos estudios; seis orquestas sinfónicas, más de veinte salas de teatro en actividad y un festival babilónico -el mejor del mundo- que acerca a los espectadores en la ciudad, una vez cada tres años, las más fértiles experiencias dramáticas de la imaginación humana”.

Para él, al menos en cuanto a “la esfera de la imaginación” de su gente, Caracas era “la ciudad de cultura más viva en Latinoamérica”.

El demoledor

La autonomía del CONAC empezó a venirse abajo en enero del 2001. Chávez, desde Aló Presidente, anunciaba una ‘revolución cultural’ y con ella el despido súbito e inesperado de los directores de una treintena de organismos culturales tutelados por el CONAC: entre ellos, Mirla Castellanos y Sofía Imber.

Era la primera vez en 43 años de democracia que un presidente intervenía los cargos culturales del país. Un año antes, Manuel Espinoza, viceministro de la Cultura, afirmaba que había que “desmontar las fundaciones del Estado, hay que desmontar los principados”. La estética oficial, ante los ojos y dientes de la revolución bolivariana, era la expresión viva de un aparataje elitista –y burgués– que debía ser dejado de lado para dar paso a una nueva hegemonía de normas y valores bolivarianos.

“La cultura se vino elitizando, al ser manejada por elites”, dijo Chávez en su programa al referirse a la elite intelectual a la que reemplazaba por simpatizantes de su gobierno, muchos no calificados: “Príncipes, reyes, herederos, familias, se adueñaron de instituciones, de instalaciones que le cuestan miles de millones de bolívares al Estado”.

“Nosotros somos la revolución”, espetó desafiantemente Sofía Imber ante su despido, pero ya los motores se habían echado a andar. El resto es historia.

Primero, fue la orden explícita de “bajar la cabeza” a los curadores del Museo de Bellas Artes, anunciando una nueva era donde su función y su autonomía se reducirían enormemente.

Luego, fue la llegada de Farruco Sesto al puesto de viceministro de Cultura y su apartheid político –fortalecido con la Lista Tascón– en las instituciones culturales. Sesto buscó, mediante un veto, censurar la obra de Pedro Morales que representaría a Venezuela en la Bienal de Venecia del 2003. De todos modos, la obra –que era virtual– fue divulgada en las redes de las mismas autoridades de la Bienal, acompañada del veto del ministro.

estética

Pero el proceso siguió: en 2005, el CONAC fue reemplazado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura y las fundaciones autónomas del Estado –con sus consejos directivos, autonomía y especialización– fueron fusionadas bajo una centralizada Fundación de Museos. Un año después, los diferentes logos históricos de las instituciones culturales y museos fueron eliminados y reemplazados por un logo único.

Incluso, en 2009, el Ateneo de Caracas fue expulsado de su sede tradicional –un edificio público– por ser “un burdel de abolengo oligárquico” según la simpatizante del régimen, Norma Rivas.

El desmantelamiento de la cultura oficial fue tal que para ese mismo año, José Manuel Rodríguez –viceministro de Cultura– proponía devolver las colecciones de arte africano, arte egipcio y cerámica china a sus países de origen. La autocracia había tomado la cultura oficial, exiliando de sus salones a la disidencia y poniéndola a los servicios ideológicos del Estado.

¿El panorama? Museos sin público, castigados por el vacío de una audiencia alienada; un Museo de Arte Contemporáneo con un Soto oxidado por goteras, un Calder deteriorado, un Chagall con moscas y un Matisse robado y reencontrado en un hotel de Miami Beach; una editorial nacional venida a menos plagado de obras propagandísticas sobre los vicios del capitalismo y las supuestas agresiones de Washington a Venezuela y un Teatro Teresa Carreño –que ante la feliz visita de Aristóbulo Istúriz– profanado, con puestos de verduras y huevos, por el culto a la vulgaridad.

Y así, ante la hegemonía pesada de un mamotreto de Estado que acérrimamente rechaza la buena estética y el cuidado de las formas –que se vanagloria en su vulgaridad y filisteísmo, que desprecia instituciones y expresiones autónomas– la sociedad bajó la cabeza. Se aceptó la fealdad, o la estética del despilfarro, y se escondió el buen gusto ante la saliva de las cadenas nacionales y las líneas difusas entre criminalidad y movimientos populares. Los restaurantes se hicieron horribles, el Miss Venezuela se transformó en aberración visual, la boliestética hizo de las suyas en Las Mercedes y Chacao y los museos expusieron al Che y a Fidel junto a Cruz Diez y Warhol.

Una cosa o la otra

Ante un desierto purpúreo, solo queda el soplo de la brisa fría del desformalismo chavista y su vulgaridad auto-satisfecha.

Quizás, en un zambullido caleidoscópico a la Radio Rochela de 1995, una parodia despelucada de Irene Sáez afirmó una verdad profética –un vistazo de filosofía estética– cuando dijo que “todas las cosas buenas son bellas y todas las cosas bellas son buenas” porque “aquí en tu país, ¿Cuándo has visto tú un presidente que sea bello?” y “¿Cuándo has visto tú un presidente que sea bueno?”.

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