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Retrato de dos sifrinas durante el fin del mundo

Sí, es el fin del mundo, al menos como lo conocemos. Y está ocurriendo ahora. Elías Aslanian, del team Sifrizuela, cuenta la triste historia de Daniela y Sofía en este trance: una atrapada en el Caribe y la otra enloquecida por el tedio

fin del mundo
Composición gráfica: Yiseld Yemiñany
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Sofía tiene una melena catira y usa ropa holgada que contrasta los colores pasteles con el negro. A pesar de estar en sus veintes tempranos, su personalidad sirve de espejo a la de una mamá de La Lagunita: es melodramática, está constantemente escandalizada, es adicta a un buen chisme y su voz brinca del mandibuleo profundo al grito de ave de la noche. Esto le da paso libre para propiciar mamarrachadas ocasionales entre su sifrinismo y sus compras nerviosas en ropa de gym. Ahora, durante el fin del mundo, todo va a más.

La cuarentena, en su quinta en las profundas selvas de Oripoto, ha absorbido en ella esa energía neurótica que sus clases en la Metropolitana y las diligencias de su marca de ropa drenan normalmente. “Yo estoy comiendo pan dulce”, me dice, “lista para suicidarme.” Se siente como su bulldog inglés, un perro sedentario de cara depresiva que se sienta como lo haría un humano gordo.

El aburrimiento nos está carcomiendo: bien lo demuestra la epidemia de tiktoks, los stories en cadena de zanahorias dibujadas y los quizzes de personalidad para ver qué tan bien nos conocen nuestros amigos. Netflix and chill se hizo Netflix por imposición y las clases online no terminan de calar seriedad alguna en los alumnos.

Las tías y las doñas de El Cafetal, pieza esencial del apocalipsis, están sobre-alborotadas con sus cadenas de predicciones del 2008 sobre el coronavirus y sus recomendaciones de aceites esenciales y sus rumores de toque de queda. Quizás es nuestro castigo generacional por repetir en loop, y con sonrisa en la cara, que nos queríamos morir.

Nadie esperó que el fin del mundo fuese así. Se suponía, según las promesas de los trips ácidos de los profetas, que unas nubes veloces y dinámicas bajarían sobre las ciudades del mundo con llamaradas de relámpagos y truenos para dejar ver, entre los nubarrones, el rostro de cornalina y jaspe de Dios y su resplandor de arcoíris y esmeralda.

De las nubes surgiría Jesucristo – con ropajes blancos y dorados de glam rockstar y con cara de Paul Newman barbudo – para enfrentar al régimen satánico (pero outrageously cool) del Anticristo: ese businessman yuppie del Upper West Side, guapo y extravagantemente famoso, criado en cuna negra por un aquelarre de ancianos.

Pero no fue así. En cambio, fueron las escamas del pangolín en Wuhan y los trucos vampirescos de los murciélagos. Entonces, en un parpadeo –o en un coñazo súbito– despertamos en cuarentena.

Spring break en el fin del mundo

En el futuro –como ahora se pregunta la gente “¿dónde estabas tú el 11 de septiembre?” y “¿dónde estabas tú cuando se murió Chávez?”– nos preguntaremos: “¿dónde estabas tú cuando el mundo entró en lockdown por el coronavirus?”

Por su parte, la sifrinidad fragmentada y globalizada de hoy, compuesta de pequeñas comunidades opíparas en el mundo, enfrentó el fin del mundo separados: tus papás en cuarentena en la casa en Caracas, tus hermanos emborrachándose con sangría en el encierro en Madrid y tú corriendo a Miami antes de que haga efecto el cierre de fronteras.

Daniela recibió el golpe existencial del fin del mundo en su spring break. En medio de la resaca de la rumba puertorriqueña y con el delirio del calor tropical de su corto escape del invierno atroz, recibió el email que suspendía su semestre en Boston y lo transformaba en una serie de videollamadas.

Así que retornó a su ciudad estudiantil y la encontró “súper depressed”: un pueblo fantasma de arboles secos y residencias vacías. El Elysium estudiantil, aquella fantasía de la burguesía, se había desvanecido con sus risas risueñas y sus discotecas frenéticas y lujosas de luces rojizas y púrpuras donde Daniela brincaba –con su cuerpecito delgado y su pelo marrón bajo bucket hats de print de leopardo, como buena fashionista nacida en el 2000– sobre multitudes ebrias de bcbg latinoamericanos.

Su apartamento lo consiguió vacío: sus roommates caraqueñas no volvieron del spring break, quedándose en el sol de Miami. Entonces, decidió entrar en cuarentena, haciendo tiktoks de bailes con efectos de siluetas y destellos multicolores saliéndose de sus movimientos. El tedio la devoró al segundo día. Y apenas empezaba el fin del mundo.

El virus de Wuhan

En Caracas, tras los anuncios de los primeros casos, Sofía vivía un déjà vu de su viaje a Hong Kong a principios de enero desde donde, forzada por su mamá a usar un estiloso tapabocas negro, montaba stories, con los letreros multicolores de la ciudad como fondo, hablando de un tal ‘Wuhan virus’ que amenazaba a los locales y que todos conoceríamos en las semanas por venir.

“Mi mamá le tiene miedo al virus supuestamente, pues dice que de 4 casos de coronavirus, 2 son en el municipio El Hatillo. Pero ella me hace bajarme La Muralla para no bajarse ella. Me tengo que bajar tipo con mascarilla y guantes”. Su mamá, del otro lado de la cocina, le indica que son ordenes de la Alcaldía.

Con la mascarilla negra, dice “esta es la historia de Hong Kong que se repite, mamá”. Su mamá responde: “read the news”. Entonces Sofía se rasca la cabeza, nerviosa, y voltea los ojos mientras hace una sonrisa picarona: “Yo siento que no va a haber nadie con guante y mascarilla en La Muralla. Y yo, la loca”.

Y así, con guantes de latex azul, hace su mercado de la era dolarizada.

Grenadan Holiday

Tras dos días de cuarentena y tiktoks, desde un Boston Logan International Airport cubierto por el resplandor dorado del amanecer, Daniela dejó su ciudad estudiantil por Miami. Allí la esperaba su mamá, quien había quedado náufraga tras la suspensión de todas las rutas aéreas a Caracas.

“Perdí mis llaves, o sea que no pude cerrar la puerta de mi casa”, dice Daniela: “Un desastre. Llegué tardísimo al vuelo”. Aun así, llegó a Miami –cuyos habitantes, en fiestas en botes y escotes, no parecían haberse percatado de la pandemia– y se enteró de que tomarían un vuelo comercial a la isla de Granada donde una avioneta las recogería para llevarlas finalmente al hogar familiar en Caracas. “Ya pues, buenísimo”, se dijo a sí misma: “No han cerrado el espacio aéreo privado, entonces no pasa nada”.

Cayó la noche sobre los edificios y las palmeras de Miami y Daniela supo que las rutas entre Caracas y el aeropuerto habían cerrado. “De picada nosotras como que: ahora si no nos vamos”, dice: “Nos quedamos en Miami, qué fastidio”.

La familia había vendido su carro y su apartamento de Miami, desde donde se mudaba la hermana de Daniela a Nueva York para estudiar en Columbia. Y llegada la mañana el panorama cambió: recibieron un mensaje del piloto de la avioneta que indicaba que había logrado llegar al aeropuerto.

Partieron ellas a su vez al aeropuerto de Miami donde, ante las indicaciones de un señor puertorriqueño, “tuvimos que, literalmente, deshacer las maletas y hacerlas otra vez, porque tenían sobrepeso. Y chequear una maleta más”.

Mientras pasaban los sensores de seguridad recibieron un nuevo mensaje: la avioneta no iba a poder despegar desde Caracas. Daniela, su hermana y su mamá pensaron en devolverse. Entonces, llegó otro mensaje: falsa alarma. Así que tomaron sus asientos en el vuelo comercial a Granada y se prepararon para el despegue.

El avión movió sus ruedas sobre la pista del aeropuerto de Miami y las aeromozas revisaron los cinturones de seguridad. Pero entró otro mensaje: por decreto, suspendido todo transporte aéreo, comercial y privado a Venezuela.

Ya no podían bajarse.

Jurassic Park en Oripoto

“Hay un lagarto –que no es una iguana– que vive aquí”, dice Sofía caminando por la vegetación del jardín de su quinta: “Él es un mini dinosaurio, estamos en la cacería para que yo lo pueda ver”. El elusivo reptil se asoma de su refugio entre arbustos y palmeras y Sofía pega un grito y da brincos bajo el inclemente sol caraqueño.

Sofía decide sentarse en las escaleras de su sala a ver a su mamá “escuchar el speech feminista de Madonna mientras ella lloraba”. Entonces su mamá le grita una sugerencia. Sofía responde: “¡Mamá, no voy a hacer un programa de televisión con los perros! Estoy aburrida, no loca”.

Su familia pone un plato de comida para lagarto y Sofía le pregunta a su papá dónde puede comprar sacos de arena.

Ahora con un traje de baño fucsia metálico explica su nueva idea de hacer una playa casera en uno de los barrancos de su casa. “Voy a convertir una de las terrazas del jardín en como un espacio así, estilo el Fontainebleau en Miami Beach”, dice mientras señala una terraza que describe como “abandonada” por la vida, pues el barranco es “muy monte y culebra para mí”.

En la terraza Sofía planea “poner una cabaña. Voy a hacerla. La voy a hacer, ya lo dije. Y voy a poner la tumbona y mi mini-piscina inflable que en realidad es de los perros, no de humanos, pero no importa. No sabes, me va a quedar atómico”.

5 cosas que mantienen a Granada en calma

Ahora varadas en Granada, la inmigración del país caribeño estaba renuente a dejar pasar a Daniela, a su hermana y a su mamá a la isla. “Se supone que íbamos a estar dos horas en Granada mientras nos montábamos en el otro avión”, dice, “ahora no nos querían dejar pasar a Granada por todo el tema que somos venezolanos”.

Y no eran las únicas: en total ahora habían doce venezolanos provenientes de Miami tratando de conseguir un vuelo de vuelta a Estados Unidos. “Era solo un vuelo back y no cabíamos”, dice Daniela: “Y era demasiado short time para montarnos en el otro”.

Así, con un pase de una semana entraron a la isla y se dirigieron –siguiendo las indicaciones del guardia de inmigración– a un hotel. Daniela tardó en enterarse de que estaba en un país independiente. Pensó que era una colonia británica.

“Llegamos y los del hotel, literalmente, estaban haciendo Tiktoks. Me metí en uno”. Daniela me manda su video. Una granadina, con el uniforme azul del hotel, indica en su acento caribeño “5 things keeping Grenada calm”. Sus estantes de papel toilette están hasta el tope, porque tienen su propia fábrica.

Otra empleada dice que “we have big beaches, perfect for social distancing”. Otra se lava las manos con una botella de ron y dice que tienen una destilería de ron, perfecta para desinfectante de manos. Entonces, se echa la botella de ron encima –como bañándose– y bebe de su lluvia alcohólica. Terminan con una coreografía de cinco empleados, “we have each other… and TIK TOK!”, y Daniela y su hermana se unen a la coreografía al mismo son. Buen lugar para esperar el fin del mundo.

El trend de los tapabocas

En las calles sinuosas de El Hatillo, dirigiéndose una vez más a La Muralla, Sofía se encuentra con una alcabala. Se detiene y los guardias, como los de inmigración en Granada, no la dejan pasar, al menos hasta que no se ponga un tapabocas.

“Es una orden que tengo que andar en el carro con el tapabocas puesto, me dijo el guardia y yo tipo: señor, estoy en el carro. Y él: es una orden”, dice Sofía indignada: “Y yo le mostraba la bolsa de mi tapabocas. Y él me decía: no, no, tienes que andar con él puesto”. Sofía se pone su tapabocas negro y los guardias exclaman: “¡Coño es que ella se ve bonita hasta con el tapabocas”. Sofía mueve la cabeza de lado, con una sonrisa a medio camino de ser mueca y les da las gracias.

Ya en Los Naranjos, Sofía nota que las personas en los demás carros llevan los tapabocas puestos. “Esta gente se nota que está pasando el trend de los tapabocas”, dice manejando: “Yo que empecé esa vaina en enero, no saben, yo tenía esa cara achicharrada. Todo el día en la calle con el tapabocas puesto. To-do. El. Día. Y de paso después me tocó hacer tres vuelos: Tres. Vuelos”.

Sofía empieza a hablar gritando: “¿Saben? Ya. ¡Ya! Se van a cansar de usar el tapabocas. Yo me imagino que hay gente usándolo en su casa. Yo a este punto ya estoy segura de que soy inmune”.

Y con sus guantes de látex, ya en La Muralla, compra nachos, papas fritas, Pringles, bolsas plásticas llenas de vegetales, té frío Parmalat, gomitas y paquetitos de papitas Cape Cod. Munchies para el fin del mundo.

El pez

Daniela amanece con la arquitectura colorida del hotel y las hojas anchas de la vegetación tropical en su ventana. Tiene que esperar dos días para poder volver a Estados Unidos. “Nos dijeron que si queríamos que el avión nos buscara teníamos que hablar con Delcy Rodríguez. No voy a hablar con Delcy Rodríguez, what the fuck”.

Con el tedio de su naufragio en Granada, monta en su story un pez larguísimo y plateado que nada bajo hojas que tocan el mar turquesa. Pregunta qué es. Llegan la respuestas.

Una picúa. Un pez flauta. Un pez aguja. Un pez trompeta.

En los tiempos de cuarentena, ante un mundo que se hace más lento, empezamos a observar los detalles de lo que ignoramos en nuestro zaperoco rutinario.

El fin del mundo en El Cafetal

Sofía me manda un voicenote de fuentes dudosas. El hombre de la nota de voz dice que, según la gobernación, van a aislar a El Cafetal –acordonarlo como Chernobyl– porque un brote epidemiológico ha causado más de 120 casos de coronavirus.

El estómago se me revuelve pensando en todas las personas mayores que habitan en sus bloques residenciales. Los minutos pasan y el alcalde de Baruta, con su tapabocas puesto, desmiente la noticia: solo se han suspendido los mercados al aire libre. No hay ningún brote epidemiológico. Solo un vórtice de rumores y desinformación, el mismo que siempre ha anidado en la zona para fomentar la histeria de la clase media adeca. La elección del área devorada por la epidemia, en el rumor, no es al azar. El Cafetal; siempre El Cafetal.

Los rumores son la peste eterna de este país, la siembra del irresponsable. En su lugar, escucho a las autoridades competentes: sea el alcalde, la Organización Mundial de la Salud o la Federación Médica Venezolana.

En Irán escucharon los rumores sobre las ventajas de consumir alcohol médico contra el coronavirus: hay casi setenta muertos por intoxicación. Yo prefiero darle la espalda a la desinformación y al pánico mediático que hemos creado para sacudirnos el ennui: mejor pensar en peces y lagartos.

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