Y no es sólo porque, según la información del diccionario inglés, posverdad haya sido la palabra más consultada en el año, especialmente durante el referendo sobre la salida del Reino Unido de la Unión Europea o durante las elecciones presidenciales de los Estados Unidos.
El Brexit y la elección de Donald Trump son decisiones que muestran una particular manera de pensar de las masas y multitudes que no difiere demasiado del pensamiento de las audiencias venezolanas embelesadas por los programas televisivos de Hugo Chávez o del de los votantes filipinos insensibles a las implicaciones morales de los exabruptos de Rodrigo Duterte.
Si algo caracteriza nuestro modo de vivir contemporáneo, ello es la superficialidad. La profundidad y veracidad de las ideas no sólo han dejado de ser importantes, molestan. La telerrealidad y el mundo de las celebridades se ha apoderado de nosotros.
El Psicoanálisis nació en el siglo XIX a partir de los estudios sobre la histeria. Pero desde aquellos trabajos de Charcot que atrajeron a los mejores pensadores de fin du siècle para entender el origen y la dinámica de una afección psíquica individual, la histeria casi desapareció de la práctica clínica privada para constituirse en dominante arquetipal de la psicología colectiva.
El psiquiatra suizo Carl Gustav Jung describió la histeria como una especie de plataforma o caparazón donde rebotan los acontecimientos, como una armadura que impide que nada de lo que nos sucede toque fondo y se convierta en experiencia psíquica, como una máscara que mantiene todo en la superficie. La simulación histérica y el histrionismo remiten al dominio de lo aparente y visible, a una mente irreflexiva y tremendamente inconsciente.
Es el mundo de la exageración emocional que vemos en las tomas televisivas de los jugadores de fútbol tras un gol o en la alegría desbocada de un reality show.
La superficialidad y el histrionismo van de mano con la velocidad y la aceleración. Y en un mundo gobernado por la prisa, predomina la brevedad del mensaje. Los artículos de prensa pasaron de mil a 400 palabras y la exposición de ideas se redujo al formato de 140 caracteres. Un tempo que ha penetrado hasta en la reflexión académica.
Recuerdo épocas en que los congresos profesionales contemplaban charlas y conferencias de extrema erudición y profundidad seguidas por horas de acalorada y sesuda discusión. Hoy, la mayoría de los congresos han derivado en una inmensa sucesión de rápidas intervenciones con mínimos espacios de conversación porque dan prioridad al número de inscripciones mediante el derecho a someras presentaciones.
Vivimos en el reino de la palabra efectista, del espectáculo y el show, un espacio fácil para la mentira. Probablemente, la mayor amenaza al futuro político de las naciones, el principal peligro para las democracias en el año 2017, sea la superficialidad.