Venezuela

Esto no es una carta abierta a un guardia nacional

Cualquiera hubiera pensado en escribir una carta a un guardia nacional. Una carta de esas abiertas que tan de moda se ponen de vez en cuando y como para que el guardia nacional la lea y reflexione. Pero a estas alturas, ya no vale la pena.

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FOTOGRAFÍA: ANDREA HERNÁNDEZ | EL ESTÍMULO

¿Una carta para que un guardia reflexione? ¿De verdad? ¿Una carta para que un guardia lea? No, no voy a escribir una carta, porque al guardia (sea sargento o sea coronel) le va a interesar tres pepinos, porque ya de nada sirve, porque parece que se ha abierto un camino por el que no hay vuelta atrás.

En estos días veía un documental sobre sicópatas americanos, de esos que aparentan ser personas normales pero que, poco a poco, en la oscuridad, van fraguando sus crímenes. Un sicópata empieza de a poco. Se va a atreviendo, desde la fantasía, hasta el merodeo y el acoso, y luego, el encuentro final. Con cada paso que se da, no hay vuelta atrás. Todo se vuelve oscuro, más oscuro. Pero sobre todo eso: no hay vuelta atrás. No hay vuelta atrás.

Hay quienes se preguntan qué pensarán los guardias que lanzaron las bombas lacrimógenas al interior de la clínica, qué pensarán al ver, por ejemplo, que el pequeño Matías, mes y medio de nacido, respiró aquellos gases (por no nombrar lo del helicóptero, y lo de los francotiradores en las azoteas). Yo, a estas alturas, no sé si piensen que han hecho mal, si en su cabeza cabe un ápice de arrepentimiento o si quiera de reflexión. No lo sé, me parece, que no hay vuelta atrás. Que en ellos no hay vuelta atrás. Que sólo queda ir hacia adelante, hacia la oscuridad, por el agujero.

La sensación de poder absoluto, o de huir hacia adelante. ¿Qué es?

¿En qué momento alguien empieza a decir «ya no me importa nada?

Ya no me importa nada, es lo mismo que ya no vuelta atrás. Y si esto va seguido de la sensación de poder absoluto, de que las acciones no traerán consecuencias para la persona que las ejecuta (porque obviamente para los demás sí), pues no queda más que decir, «No hay vuelta atrás», y tener miedo. Mucho miedo.

No veo por ningún lado sentido de las acciones con relación a la trascendencia. Pareciera que se trata, por un lado, de ignorar toda posibilidad de entender que las acciones arrojan resultados o consecuencias importantes o muy graves, sobre el mundo, y sobre el mismo que las ejecuta. Como si no existiese un rescoldo de reflexión, de conciencia, de razón, de voz interior que hable hacia adentro y le permita medir el alcance ético de sus acciones.

Como si tampoco existiese una ley de los hombres, y mucho menos una ley que está más allá de los hombres, una ley, digamos, de Dios. Pareciera que no existiese ley ética, sino más bien el dominio del más fuerte, la simple obediencia, que no nos hace exactamente humanos en casos delicados que requieren de mayor meditación sobre la trascendencia, precisamente.

Perdimos la ley, y ante gente que no tiene la más mínima conciencia de la ley, ¿qué puede hacerse? Escribir una carta que los llame a reflexión, eso no. Eso pareciera que ya de nada sirve. Pero hermano, qué feo: usted ha lanzado una bomba lacrimógena al interior de una clínica y ha afectado la salud de un bebé de un mes y medio. Qué jodido, hermano, qué jodido no entender que usted está haciendo daño, mucho daño. ¿Esta es la revolución que usted defiende?

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