Crónica

El extraño mundo de Los Valentinos

Texto: Mercedes Rojas y Fabiola Ferrero
Publicidad

Cualquier niño en Venezuela está familiarizado con Los Valentinos. Más allá de que las caras de Renato y Valentino invadan vallas y pantallas, los días detrás del telón, es decir los que no se tiñen de magia y fantasía, forman parte de un mundo paralelo muy poco conocido. El grupo familiar, dueño de este circo, deja pasar soles y lunas hasta marchitarse en cada función

E

l circo Los Valentinos está en Maracay, ofreciendo funciones en el Centro Comercial Parque Los Aviadores de la capital aragüeña. Pero no es la habilidad de sus trapecistas o lo asombroso de sus rutinas lo que los convirtió en titulares en pleno Día de todos los santos. Según informaciones extraoficiales, dos tigres asiáticos fueron robados del campamento por unos delincuentes que estarían cobrándose así una extorsión. Al parecer, los animales fueron trasladados a la cárcel de Tocorón, donde antes se ha sabido de zoológicos improvisados para complacer a los pranes.

Más tarde, el asunto fue desmentido por la Gobernación de Aragua y Rodolfo Valentino, pero el rumor puso al circo Los Valentinos en boca de todos, a pesar de que su trayectoria nacional es de larga data.

Era el dos de julio de 2013. Renato Fuentes, cabeza y protagonista del ya famoso circo Los Valentinos, el que desde hace 27 años brinda sonrisas a los niños en vacaciones, recibió una llamada que cambió su expresión. Lo descabaló. Su padre, Juventino Fuentes Gasca, alias “El Tarzán mexicano”, había muerto de un infarto. Días después, el féretro no era despedido en silencio sino entre aplausos. El show se presentaba como era habitual, al tiempo que se velaba detrás del telón. Incluso cuando la muerte hace malabares: “La función nunca puede parar”, dice Renato con semblante sobrio y refrenda la célebre frase que acuñara el dramaturgo Noël Coward. Y es así: la existencia bajo la carpa es un espectáculo que no se detiene y del que parece imposible salir.

Todos los años, cuando el televisor hace sonar la frase “¡Qué baratooo!” muchos piensan que, de nuevo, Los Valentinos llegaron al país. La verdad es que nunca se han ido. Siempre están. Residen en Venezuela. Entonces, ¿Por qué temporada tras temporada siguen capturando seguidores? ¿Por qué  llenan los palcos? Sus dueños descubrieron un modelo de negocio que arroba a generaciones. Regalan entradas a los niños y obligan a los padres a comprar sus tickets. También promocionan ofertas y mitad de precios. Tres de este cuarteto de hermanos, Marlon, Rodolfo y Lidia, se encargan de la carpa que los caraqueños ubican en el CCCT. La cuarta, África, encabeza El Circo de México, que lleva más de un lustro en Puerto La Cruz. Estos son apenas dos de los más de 30 que maneja la estirpe Fuentes Gasca. “Es la cadena más grande del mundo”, comenta orgulloso Marlon, cuyo nombre de pila no existe para los medios. Él es simplemente Renato Valentinos: el trapecista. El que hace tirabuzones en el aire y se guinda de otro. “Porque para mi papá el apodo resultaba más seductor. A Rodolfo lo llamó ‘Valentino’ y a Lidia la mentó ‘Campanita’”.

De ellos se conoce su look que los diferencia. Renato, caracterizado por su pelo largo y rizado, contrasta con Valentino, que lo lleva corto. Lo demás viene por los años en escena. Pero al apagarse las luces de la arena, cuando la fanaticada la abandona para irse a casa, ellos permanecen en la suya: el circo. Allí también los llaman por sus nombres artísticos.

Alfonso Paciocco es la primera persona que invita a hurgar en este mundo. Él, conocido en estas tierras como “Alfonsito”, llegó a las filas cuando, en medio de una función, quedó deslumbrado por la equilibrista. Nada más y nada menos que Campanita. Nueve años más tarde, Paciocco desposó a la menor del clan. Carta que le sirvió para formar parte de la ficción. Pasa sus días trabajando detrás del telón. Cumple labores administrativas. Su hogar es un tráiler estacionado en el destino de turno. Según él es mucho más cómodo que una vivienda de paredes y jardín.

_MG_8168

La pareja es venezolana. Paciocco es maracucho y Lidia nació mientras su papá estaba de gira en Caracas. Ella puede pasar por modelo cuando no se le ve vestida para su número. Sus ojos marrones están bien delineados. Va siempre en tacones y tiene una sonrisa tan blanca que distrae. Es madre de 26 años. Quedó atrapada por la fanfarria y alegría de los fans que escrutan. Cuando llega su turno y la cortina se descorre, se transforma en “Campanita”:  La equilibrista que arriesga sus curvas sobre una cuerda tensa. Ahora su hijo crece y corre entre camerinos, plumas y lentejuelas. El colegio depende de la ciudad itinerante. Al terminar, ella le dará la libertad de elegir. “Lo que escoja me hará feliz”, lo jura. Sin embargo, no esconde sus ganas de que siga sus rumbos circenses. Allí es donde ella también quiere estar. “Sueño con que nunca se apaguen las luces ni cese la música”.

Pero contactar al dúo, Renato y Valentino, el que dirige la función, no es tarea fácil. Encontrarlos fuera de su camión es cuestión de suerte. Una vez que ambos se sientan y conversan, el tono es mucho más calmado que el que acostumbran. Comparten en la mirada una nostalgia de la que se desprenden al salir a escena.

Al momento de la entrevista, Valentino Valentinos se toma cinco minutos para decir que hay que adaptarse a sus tiempos, nada sencillos. Por lo que hay que volver otro día y tratar de pescarlo en algún rato libre.

A las cuatro de la tarde retumba la frase “falta un minuto, un minuto” entre el público expectante. Renato la dice en vivo mientras escribe en su teléfono y sintoniza Venevisión. Está viendo su actuación en el trapecio, transmitido en un popular magazine nacional. Al anuncio le siguen los vítores desenfrenados de la audiencia. Mientras se ejecuta el primer acto, el de Josha.

_MG_8132

Josha Padilla es una rubia de 29¡0 años a quien presentan como “La Ragazza Italiana” y quien curiosamente tiene un marcado acento chilango. No se concibe fuera del circo. A pesar de que su corta edad la priva de un largo historial amoroso, teme seguir los pasos de su hermana mayor: una artista del alambre que abandonó a la familia circense para casarse con un hombre de otras aspiraciones. Todos los días, cuando el reloj marca las dos, rompe en llanto. Es la hora en la que su fraterna solía practicar su representación. Por eso, Josha busca el amor en la pista.

No es la única. Varias parejas caminan fuera del anfiteatro tomados de manos, besándose o cuidando a sus hijos. Son los aplausos. Una vez que los conocen, no pueden abandonarlos. Para los que nacen dentro, con los contorsionistas, domadores y magos, el mundo exterior existe de a ratos.

La vida se desenvuelve en la arena. “Chicharra”, cuyo nombre real es Juan Ramírez, no olvida su primer momento como payaso. “Por mi papá me dieron mi primera ovación”, recuerda. Fue de pie, y “Chicharra”, que heredó el nombre artístico de su progenitor, llevaba entonces pantalones negros, camisa blanca y frac —el mismo vestuario que sigue luciendo hoy en día. Tenía 18 años. Desde entonces, no se imagina en otro lugar que no sea el escenario.

_MG_8238

_MG_8304

A Renato también lo conquistaron las palmas desde pequeño. Su hijo repite sus maniobras a temprana edad y no hay baranda de la infraestructura que se le escape a la hora de retar a la gravedad.

Hay quienes han sido criados por el circo y otros que son adoptados después de alcanzar la madurez. Alexis, tiene casi una década. Este modelo devenido trapecista llegó por una vacante en el departamento de sonido. Se dejó embelesar por ese “je ne sais quoi que esconde el toldo de colores. Una noche el maestro de ceremonia se encontraba indispuesto y le tocó salir al ruedo.

“Juventino me llamó esa misma noche después de la función. Yo pensaba que me iba a regañar. Pero al contrario, me felicitó y mandó a que me compraran un traje para que siguiera presentando”, recuerda risueño.

A pesar de que disfruta de sus cinco minutos de fama volando por los aires en una insinuante lycra blanca, y sabe que “el escenario ayuda a conseguir mujeres”, quiere ser convencional. Se visualiza dentro de una casita de rejas blancas, con una esposa e hijos. Ahora, salir al mundo representa una tarea titánica. Para Los Valentinos pasa lo contrario. Afuera están los medios y algunos viajes, pero ellos se expanden hacia adentro. Renato tiene dos morochos, Valentino un bebé de seis meses, y Campanita uno de tres años. Todos venezolanos. Todos en un mismo show.

Bajo las luces y reflectores los colores cambian. Los trajes, que en los camerinos lucen exánimes, se animan y respiran en escena. Un espectáculo decadente que hipnotiza a algunos por un par de horas y a otros por toda una vida. Y es que la emoción que se aloja por segundos en el estómago, producida por la fuerza de una aclamación, se convierte en inevitable adicción. Los pulsos y palpitaciones en el circo son ecosistemas que conviven y entretienen a otro de mayor dimensión.

Publicidad
Publicidad