Crónica

Parque Central, espejo del deterioro caraqueño

El complejo arquitectónico Parque Central se levanta sobre la arquitectura caraqueña  y mostrar el sueño urbano que alguna vez fue. Cuatro décadas más tarde, el lugar que se prometía como vitrina del futuro posible apenas sobrevive. Vecinos y comerciantes quisieron evolucionar, pero ahora enfrentan una pesadilla

Fotografías: Andrea Hernández
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“Venga a descubrir Parque Central, donde nada se parece al pasado”, rezaban los anuncios publicitarios del complejo urbanístico en la década de los 70. La promesa de la arquitectura criolla en el corazón de Caracas ofrecía 6.812 apartamentos de hasta cuatro dormitorios distribuidos en ocho edificios. Las necesidades de los habitantes se suplirían con 1.170 negocios como fuentes de soda, supermercados, farmacias, cines. Una joya de entre los complejos urbanos de la ciudad, acompañado de dos torres gemelas de oficinas que ostentaron el título de los rascacielos más altos de Latinoamérica hasta 2003.

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A casi cuarenta años de su creación, el complejo urbanístico Parque Central es el recuerdo amargo de lo que fue y podría nuevamente ser. La infinidad de denuncias de sus propietarios sobre invasores, impagos de condominios, filtraciones y demás sufrimientos lo atestiguan. El área comercial es la muestra más evidente de los males de la pieza arquitectónica. “Parque Central y su gente eran como dos hermanos. Todo funcionaba de maravilla y había respeto, vigilancia. Ahora son como el vinagre y el aceite. La amabilidad se ha perdido”, asegura Antonio Vieira, empleado de 65 años que acumula 24 de ellos atendiendo clientes en la panadería City Park.

Quienes lo habitan y frecuentan identifican rápidamente a cualquier forastero que vaguee dentro de su ecosistema. A Parque Central parece acudirse con un motivo en específico, quien camina más de la cuenta sin rumbo aparente ya es tildado de “perdido” y pocos tienen inclinaciones a indicar un camino certero.

Después de las 5 de la tarde, la soledad en los sótanos es solo compensada por el bullicio de los estudiantes del Coro Juvenil y la Orquesta Sinfónica Infantil y Juvenil, núcleo San Agustín, que llenan con sus risas e instrumentos los casi inhóspitos espacios del sótano 1. Uno que otro mecánico –de los pequeños talleres improvisados bajo tierra- o conductor apurado se traslada sobre el asfalto que, dentro del presupuesto designado para 2015, debería estar liso, sin hendiduras, a diferencia de su estado actual.

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Cualquier tipo de vigilancia es casi una ilusión en aquellos predios. Guayas dispuestas de forma cuadriculada impiden que las rampas entre los primeros dos sótanos cumplan su función de interconexión. También, que los malandros hagan –menos- de las suyas en aquel estacionamiento caracterizado por hurtos a cauchos de repuesto y desvalijamientos a vehículos. La oscuridad casi los ampara, sin mayores luces que las lámparas intermitentes cercanas a los comercios del complejo.

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La vigilancia privada no se da abasto en la popularmente conocida zona roja. A modo de protección, muchos comercios, como la librería Palimar en el nivel Bolívar, han optado por reducir sus servicios al público. David Castillejo, inmigrante español de 73 años, lleva trabajando en ese local desde la década de los ochenta, viendo crecer a generaciones de compradores, ofertando sus mejores productos a compradores habituales y nuevos. “¿Qué se va a hacer? Uno se encomienda a Dios y ya está. Desde hace quince años la cosa no ha estado muy buena, pero ahora está desatada”, explica. Con una clientela mantenida, aunque “sin punto de comparación” con finales del siglo pasado, abren de 8:30 de la mañana a 6 de la tarde, cuando antes era desde las 7 de la mañana a las 8 de la noche. Pura prevención.

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El único punto de control de seguridad oficial es una mesa ubicada en el nivel Lecuna, a pocos metros de la salida cercana a la estación de Metro, donde seis efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana vigilan desde sus sillas. “Esos lo que hacen es chatear, silbarle a las mujeres y burlarse de los gays que pasan”, denuncia Elsa Espinoza, residente del edificio San Martín. Sobre sus hombros cargan más denuncias anónimas de vacunas de miles de bolívares a negocios por supuesta protección. Las cámaras instaladas –muchas dañadas por el mismo vandalismo- que complementan la actividad de los guardias tampoco brindan tranquilidad a habitantes ni comerciantes. “Si funcionaran no pasaría todo lo que pasa acá. No estaríamos así”, completa la vecina que reside en el lugar desde hace 40 años.

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En Parque Central no hay piso que se salve del vandalismo y el abuso. En el nivel Bolívar, los motorizados encontraron estacionamiento propio y gratis dentro del complejo arquitectónico, a pocos metros de tascas y restaurantes, donde la rumba no para. “Eso es un sarao hasta la 5 de la mañana y todo el ruido llega a los apartamentos. ¿Tú crees que hay derecho?”, se queja Espinoza.

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El milagrito que no llega

Además de restringir los horarios de servicio al público, Maura Camacho (60), de la tienda Centro Piramidal y Mineral en el nivel Bolívar, optó hace dos años por “pagarle a gente de la Guardia para estar más o menos protegidos”. La empleada se cuestionó entonces –y ahora- el porqué de la inseguridad del complejo, teniendo un punto de control de la GNB a un nivel de distancia. “Era una ‘y que’ seguridad, esos son los mismos ladrones para mí. Ahora somos nosotros los que estamos pendientes”, explica. Ni los anaqueles rebosantes de inciensos, piedras y demás artículos propios del espiritismo han logrado llenar de prosperidad al local. “El negocio está muerto en Parque Central”, atestigua Camacho. Sus más de 25 años laborando en el mismo local se lo confirman. El milagrito que no llega.

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Cada vez son más las santamarías que cortan el paso a cualquier comprador potencial y la frase “Se vende” es el adorno más popular en los niveles Lecuna y Bolívar. “Hace como dos semanas cerraron dos negocios acá cerca, los dos la misma semana. En Semana Santa no tuvimos tanta clientela tampoco”, cuenta un empleado de una tienda de fotocopias y artículos de oficina en el nivel Lecuna que optó por mantenerse en el anonimato. Tanto el Lecuna como el Bolívar acumulan 43 comercios cerrados en el interior del complejo de los 171 contabilizados. De los negocios que bordean las caminerías del nivel Bolívar, 13 de 28 están bajo llave.

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El Gobierno del Distrito Capital clausuró los negocios de los sótanos 2 y 3 para realizar las labores de reparación de filtraciones, pavimentación y cableado eléctrico pertinentes, en noviembre de 2013. Los locales siguen cerrados. “La mayoría de las personas afectadas tienen contrato con el Centro Simón Bolívar, que les arrendó esos espacios. ¿Ahora quién responde por todo lo que han pagado al CSB por concepto de alquiler y de luz?”, declaró Irma Quintero, representante de los afectados, a El Universal. Espacios muertos se empolvan a poca luz en dichos pisos, con los mismos hundimientos en el pavimento del primer sótano.

¿Dónde están los reales?

El tiempo ha añejado el rostro del complejo caraqueño. El óxido ha carcomido las lámparas cuadradas que a duras penas se mantienen desde hace años. Muchas están sin bombillos que den un cierto aire de hospitalidad a los rincones oscuros de los niveles comerciales. Firmas de grafiteros de todos los colores cubren las paredes, vidrios, cajillas de teléfonos. Utilizar las escaleras de concreto es un reto a la flexibilidad y el aguante respiratorio: charcos de colores amarillentos, negruzcos y hasta rojizos dejan hedores a metros a la redonda, con ñapas de desechos animales en ocasiones, también vistas en la desolada Mezzanina.

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Como parte de las remodelaciones que iniciaron en 2015, el presidente de la Corporación del Distrito Capital (Corpocapital), Reinaldo Simancas, prometió que en cada fuente del nivel Lecuna “se instalarán motores, plantas eléctricas, cerámica tipo espejo y luces que se encenderán en horarios nocturnos para el disfrute de los vecinos y visitantes”. Ni luces, ni cerámicas, ni agua siquiera llenan los depósitos cóncavos que deberían adornar aquellos espacios de esparcimiento, tarea para la que el Ejecutivo destinó 400 millones de bolívares, de acuerdo con El Universal. A pesar de la basura -poca pero presente- que los llena, se mantienen atractivas y sus bordes poseen la altura propicia para usarse como asientos.

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En noviembre de 2013, Corpocapital tomó la administración del complejo que estuvo en manos del Centro Simón Bolívar desde la creación de Parque Central hasta su supresión en 2010. Dentro del presupuesto aprobado a la nueva entidad encargada entran la remodelación de las fachadas de los edificios residenciales, rejas de seguridad en los sótanos 2 y 3 y las entradas de los edificios residenciales, asfaltado en los sótanos. Para julio de 2014, el organismo anunció el Plan de Rehabilitación Integral de Parque Central, con el cual “más de 80 millones de bolívares son invertidos en el acondicionamiento de la red de electricidad y potencia con la instalación de más de 2.000 lámparas”, según el boletín Revolucionando número 23, editado por el Gobierno del Distrito Capital.

Los dineros han salido de las arcas. Los anuncios se han sucedido. Allí sigue la Torre Este a medio ocupar, dando cuenta de 12 años de “recuperación” nunca terminada. Y mientras tanto, los residentes y visitantes de Parque Central medran por sus pasillos, escaleras y ascensores –ahora con tecnología china. La modernidad los dejó atrás. Quienes la llegaron a ver, extrañan aquellos tiempos de avanzada mientras caminan los largos pasillos residenciales o comerciales de lo que fue un ejemplo para Venezuela y para la región. Parque Central es la rémora de su historia. Sus vecinos, sobrevivientes de la mengua.

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