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Mirey Saadeh de Sayegh, vaivén transatlántico

Expulsados por la guerra, la misma que le cambió su identidad, Mirey Saadeh de Sayegh llegó a Venezuela junto a su esposo para conocer un nuevo mundo e iniciar una vida familiar próspera que se tradujo en una historia de nuevas migraciones. Ellos son libaneses en Venezuela

Sayegh Saadeh
Adrián Díaz (Portada)
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«¡Eisenhower nos proteja del comunismo!», gritó el presidente Chamoun y los soldados rubios del US Navy desembarcaron en las playas mediterráneas de Beirut –playground del jet set local–  como parte de una intervención americana: era 1958 y el Líbano sacudía su frágil columna vertebral en su primer conflicto bélico como nación independiente. Una bomba estalló, destruyendo la iglesia de Zgharta donde estaba archivada la partida de nacimiento correcta de Mirey Saadeh de Sayegh. Y así, mediante una mala recreación legal, se plasmó 1938 como su año de nacimiento y Mariette como su nombre en cédula. Datos erróneos, a fin de cuentas.

Mirey había nacido en 1940 –durante la evacuación de las fuerzas leales a Charles De Gaulle del Líbano colonial– y fue apadrinada por el general francés Leon Minyl y su esposa Aayab, tía paterna de Mirey. Su nombre se lo debe a Leon, quien lo había sugerido en honor a su hermana adolescente, Mirey Minyl; asesinada a manos de los nazis mientras ella montaba bicicleta. Estos habían ocupado Francia –snapshot de Hitler frente a la Torre Eiffel.

Los padres de Mirey tenían “el mejor restaurante del Medio Oriente”, en palabras de su hija, un local conocido como Al-Mardechiye en Zgharta además de otro en el centro de Trípoli –bulliciosa ciudad costera cercana a Zgharta– donde se reunían los soldados franceses que hacían vida en el Mandato del Líbano creado por la Liga de las Naciones tras el colapso del Imperio Otomano. Fue allí donde Aayab conoció a su esposo francés, marcando su vida como un vaivén –melodía de la inestabilidad política– entre el francófilo Líbano y la imperial Francia.

El sol tropical y los montes verdes que chocan contra las playas y los cactus le dieron la bienvenida. “El venezolano es buena gente”, dice.

Mirey estudió en Beirut, con sus palacetes y arabizado art déco, bajo el cuidado de su tía Thérèse, esposa del Ministro de Defensa libanés, y posteriormente en la Escuela de las Hermanas de la Caridad –internado regido por monjas francesas de estricta educación y fino porte– en la norteña Zgharta. Entonces, culminada su educación, estalló en un bombazo el conflicto que barrería su acta de nacimiento y Zgharta fue dividida, por varios meses, en dos distritos enemigos bajo el control de poderosos clanes familiares políticos o “zoamas”, suertes de Cosa nostras con linajes nobles: el sur, en manos de los Karam y los Douaihy, y el norte, en manos de los Frangieh y los Moawad.

Los Saadeh quedaron en el condado sureño mientras las amistades de Mirey hicieron vida en el norte. Resultantemente, Mirey era llevada en ocasiones por sus padres a la línea de demarcación donde sus amigas la recibían con la intención de que pasase el día con ellas hasta que el sol se escondiese tras las plantaciones de olivos. Así, entrando en “territorio enemigo” y digno de una rosa novela de amores prohibidos, Mirey conoció a quien sería esposo durante una misa.

“¿Y esta paloma nueva aquí?”, recuerda Mirey al referirse a la reacción de los presentes en la misa de la iglesia de la zona norte cuando acudió a esta con sus amigas. Allí, los coquetos ojos café de la paloma nueva se encontraron con los de Faouzi Sayegh (n. 1935-f. 2011) –joven cinco años mayor, emigrado a Venezuela y que en aquella instancia visitaba su tierra natal– cuya madre, Wadet, era prima de Suleiman Frangieh; futuro presidente libanés y líder del clan Frangieh que regía aquel distrito norte donde Mirey era ave extraña.

El amor, torrente emocional e incontrolable de la mente, se derramó desde aquel encuentro en la iglesia. Caída la noche sobre las casas de roca –y una vez retornada a su casa– Mirey pícaramente aviso a su madre: “esta noche te van a llamar”, preocupándola al hacerla creer que había hecho algo malo. “Éramos novios de lejos, porque la moda decía que si el hombre te tocaba ya no servías para nada”, recuerda entre risas. Así, la señora Saadeh recibió una llamada de Faouzi y –bajo la organización del hermano de Mirey– se organizó un encuentro entre ambos, a pesar de ella estar prometida a un militar. En la cita Mirey se embelesó por su honestidad y transparencia. Tres días después, Faouzi le pidió su mano y al paso de un mes fueron marido y mujer.

Faouzi partió a Venezuela, con la intención de preparar el papeleo para la llegada de su esposa, y Mirey se preparó para partir a la transoceánica América junto a su suegra Wadet. “Llegué al aeropuerto y bajaban todos los paisanos a recibirme”, dice de su llegada a Maiquetía –un día de 1960 que ahora, en el recuerdo, le trae lágrimas– en el primer vuelo de Viasa que despegaba desde la París de los existencialistas. El sol tropical y los montes verdes que chocan contra las playas y los cactus le dieron la bienvenida. “El venezolano es buena gente”, dice de los locales de aquella tierra donde hundiría sus raíces de cedro. “Ojalá que cambie esta situación.”

“Éramos novios de lejos, porque la moda decía que si el hombre te tocaba ya no servías para nada”.

Antonio Fanianos –dueño de la legendaria posada donde los libaneses se residenciaban al llegar, ubicada en cercanías del Palacio de Miraflores– subió al avión a recibirla. Al bajar por la escalerilla metálica, Mirey conoció a sus cuñados –a quienes solo había visto en fotos– y escuchó a uno de ellos, Alfred, susurrar “que muchacha tan bonita la que baja”, sin tener conocimientos de que aquella era la esposa de su hermano. Wadet, en cambio, no reconoció en primera instancia a sus hijos: llevaba varios años sin verlos y era su primera visita a Sudamérica. Entonces, Mirey –al encuentro de quienes habían sido los vecinos de sus padres en Zgharta– lloró.

“Mis cuñados fueron más que hermanos para mí”, dice con nostalgia, recalcando que Yvonne –la esposa de su cuñado Michel Sayegh– fue como una madre adoptiva. Entonces, junto a su marido, se estableció en la avenida Victoria y sus ornamentados edificios art déco.

Faouzi había estudiado en el liceo italiano de Beirut, donde –quizás oyendo ángeles cantando en la lengua de Alighieri– sintió inclinaciones sacerdotales. Sus padres, contrariados por las aspiraciones religiosas de su hijo, lo enviaron entonces a la lejana Venezuela empapada de petróleo donde vivían Michel, su hermano, y su esposa de ojos zafiro, Yvonne. Varios de los hermanos Sayegh –Alfredo, Michel, Elías, Maurice, Faouzi y posteriormente Hamid– se establecerían en tierras venezolanas con su descendencia de narices semitas y español caribeño. ¿Qué terminó de cambiar su opinión sobre ser sacerdote? Con risa pícara, y encogiendo los hombros, la mujer responde con tono coqueto: “Mirey”.

Entrando en “territorio enemigo” y digno de una rosa novela de amores prohibidos, Mirey conoció a quien sería esposo durante una misa.

En aquellos años que Mirey hizo vida en la Caracas de mediados de siglo, Faouzi trabajaba en el Mercado de Quinta Crespo, donde era dueño de dos puestos que lo hacían partir en el albor del amanecer para buscar su mercancía frutal en la Colonia Tovar, un pueblo habitado por alemanes y enclaustrado entre selvas nublosas y plantaciones de fresas en los montes del estado Aragua. Así, por obra y gracia de la frutería, la prosperidad abundó en la pareja, llevándolos en 1971 –y ya con tres hijos– a regresar al Líbano.

Sayegh Saadeh
Familia Sayegh en Zgharta a principios de siglo

Faouzi, entonces, compró una gasolinera en Trípoli –ciudad de fortalezas y souks antiguos junto a residencias modernistas, revestida en la opulencia de un boom económico y donde Oscar Niemeyer construía la sede de una feria mundial– y abrió allí una fábrica de neveras para locales comerciales, además de inscribir a sus hijos (ahora esperaban al cuarto) en el liceo italiano de la ciudad. Los ingresos aumentaron con el éxito de sus negocios y la vida se hizo más dulce en la tierra natal.

Pero un coctel de alcabalas, un autobús lleno de palestinos asesinados en Beirut y milicias falangistas detonó la guerra civil, de la noche a la mañana y cuatro años después de su retorno. El país se haría un mar de sangre y traería mil naciones al suelo libanés por quince años. “El primer negocio que bombardearon (las milicias palestinas y musulmanas en Trípoli) fue la fábrica de neveras”, dice Mirey.

Con la ciudad convertida en festival de cohetes y fusiles, o en carnicería de brazos musulmanes y cabezas cristianas, los Sayegh Saadeh escaparon (dejando sus negocios destruidos) a la cercana Zgharta –próspera, bajo el mandato del presidente zghartewi Suleiman Frangieh– durante el quinto embarazo de Mirey. Pero sonaron estrepitosamente las alarmas y los habitantes de esa localidad, asediada por las milicias musulmanas y palestinas que se aproximaban de Trípoli, se vieron forzados a tomar refugio en Ehden, veraniego pueblo vacacional transformado en gélido enclaustre de montaña durante el nevado invierno.

Los hombres manejaban los autos en dirección al frente de guerra, y las mujeres se sentaban en las maletas abiertas, preparando los cartuchos de los milicianos y gritando el agudo canto típico, mientras las campanas de las iglesias anunciaban la batalla en proceso. Mirey pasó el resto de su embarazo en el Ehden invernal, bajo espesas capas de nieve y borrascosos brisas heladas, donde había colapsado el servicio eléctrico (empeorando así, mucho más, las temperaturas).

Una bomba estalló, destruyendo la iglesia de Zgharta donde estaba archivada la partida de nacimiento correcta de Mirey Saadeh de Sayegh.

Cocinando con leña, y recibiendo el pueblo alimentos desde helicópteros enviados por un general maronita del ejército (quien era nativo del pueblo), Mirey sintió las contracciones de su quinta hija. Entonces, yendo a casa de su doctor, que vivía en un pueblo colindante a Zgharta, Mirey –sudor, dolor y párpados apretados– dio a luz mientras, simultáneamente, la ciudad era bombardeada. “Si llega un cohete nos mata”, dice haber pensado continuamente mientras su hija veía por vez primera la luz del mundo.

Las llamas y el odio interreligioso destruyó todo lo que los Sayegh Saadeh habían hecho en su tierra natal. Así, la familia partió. El carro avanzó por la ruta desértica hacía la capital siria de Damasco mientras, en simultaneo, el ejército sirio –en el carril contrario de la carretera– hacía su entrada al Líbano tras invitación de los cristianos, desesperados y al borde de la derrota y el exterminio. Entonces, mirando hacia atrás, volvieron a Venezuela –ahora con el epíteto “Saudita”, ante sus griteríos de “’ta barato, dame dos”– donde Faouzi, comprando una nueva casa en la avenida Victoria, fundó la constructora Belmont, el mismo tipo de negocio que habían iniciado sus hermanos Maurice y Alfred con Escartaac, y Michel con Misaika. Belmont se centó en contrataciones gubernamentales, construyó múltiples avenidas y calles. “Empezamos de nuevo”, recuerda.

Hoy, Mirey celebra a sus cinco hijos –José (n. 1961), Janeth (n. 1963), Ramón (n. 1967), Carlos (n. 1973) y Nuja (n. 1975)– que hacen vida en Caracas y sus verdes colinas, natal para los mayores y adoptiva para los menores, además de sus siete nietos y su único bisnieto. “Fi andi mango w fi andi lechoza”, ofrece jugo en árabe mientras Caracas brilla su luz de atardecer tras las ventanas. Ella no acepta negativas, mientras ríe. “Claro que tienes que tomar. Eso es una ofenda a nosotros, los libaneses».

*Libaneses en Venezuela es un proyecto editorial de Tony Frangie Mawad. En Instagram, @loslibaneses

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