Historia

La verdadera historia del asalto al Tren del Encanto

Una crónica publicada en el diario El Nacional en 1997, firmada por la periodista Albor Rodríguez, da cuenta de un episodio que marcó la aventura guerrillera de la izquierda armada venezolana de comienzos de los años 60, incluso con el testimonio de un protagonista. El texto relata lo ocurrido, quiénes estuvieron involucrados y cómo desde entonces se inició una operación de propaganda que, a 2018, ha mutado y cambiado de actores pero sigue viva. La muerte de Teodoro Petkoff lo demuestra, con tantos que aún le endilgan un suceso del que se enteró como los demás, por terceros

Texto: Albor Rodríguez | Publicado originalmente El Nacional el 25 de julio de 1997, tomado de los archivos del diputado Luis Barragán
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Con una prosa capaz de poner a convivir los adjetivos más paralizantes, la prensa nacional registró el 30 de septiembre de 1963 un suceso que heló la sangre a los lectores: cinco Guardias Nacionales habían sido asesinados en un tren que, paradójicamente, se llamaba El Encanto. Treinta y tres años y once meses después, remover el polémico y doloroso tema puede ser como caminar por un terreno minado. Lo rodea un silencio que parece indicar que fue un asalto fantasma. De él sólo queda esa historia escrita en los periódicos, los testimonios de los parlamentarios comunistas, la vaga sensación de que allí empezó la estruendosa caída del afán revolucionario en Venezuela, y ahora, por fin, la confesión de un protagonista dispuesto a asumir responsabilidades y a retar con su propia honestidad la “desmemoria” de los que entonces participaban en la lucha armada.

La historia, ya se sabe, puede ser escrita de muchas maneras. Y en este caso, estuvo hasta ahora escrita con repulsión y rabia. De momento, lo que sigue es la reproducción, tal vez menos apasionada, de lo que pasó ese día según fue relatado por los periodistas de la época.

***

Septiembre, 1963

La mañana del domingo 29, más de veinte hombres armados hasta los dientes sembraron de terror el corazón de una buena gente que se dedicaba a contar los árboles que dejaban a su paso. Iban rumbo a El Encanto, un reducto paradisíaco a 42 kilómetros de Caracas, montados en un perezoso tren que salía de Caño Amarillo. Como en las historias del Oeste americano, unos bandoleros irrumpieron en la diligencia, y convirtieron un domingo feliz en una balacera.

Desde que se instaló la violencia en el país, los vagones ferroviarios siempre llevaban guardias nacionales. El Tren del Encanto, los domingos, era uno de los menos peligrosos. Para los nueve efectivos del destacamento 56 de Caricuao, dirigirse a la estación de Caño Amarillo era un asunto de rutina. Ya a las 8, estaban apostados en las puertas de cada vagón.

TrenCita5Las órdenes las daba el sargento segundo Saturnino Reyes Palma, un hombre serio y apacible con doce de sus 35 años de vida al servicio de las Fuerzas Armadas de Cooperación Nacional. Diez vagones estaban enganchados a la locomotora número 7, conducida por José Peña Lara, y el maquinista Martín Rojas. El aparato había dado los pitazos de rigor. A las 8:30 el tren empezó a contar los rieles.

Los funcionarios que habían vendido los boletos sabían que no iban más de 270 pasajeros. En Antímano, donde recién se acababa Caracas, el tren se detuvo. Las lomas y las quebradas habían quedado atrás lentamente. En Las Adjuntas, el tren volvió a parar cinco minutos. De Caracas a Los Teques hay sólo 30 kilómetros, y cuando el tren llegó allí eran las diez de la mañana.

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A las 10:20 la locomotora entró en el túnel número 10, de casi dos kilómetros de largo. La oscuridad era amortiguada por unos bombillos que despedían luces anaranjadas. Entonces se escuchó un disparo, y mientras el tren daba un largo cabezazo, el tendido se apagó definitivamente. No se sabía de dónde venían las sordas detonaciones. “Es un asalto, es un asalto”, gritó una voz anónima. Las mujeres daban alaridos histéricos.

La confusión, mezclada con el llanto, se prolongó durante veinte minutos. Cuando las luces volvieron a encenderse, el túnel estaba lleno de humo y pólvora. Nadie sabía qué pasaba en realidad. Los sandwiches que llevaban los excursionistas estaban desparramados por el piso. Ninguno de los presentes pudo precisar si los asaltantes iban en un mismo vagón. Algunos pasajeros vieron que después que el tren dejó Los Teques, unas mujeres le buscaron conversación a los guardias nacionales.

El sargento Reyes Palma fue el primero en ser encañonado. El hombre se negó a entregar su ametralladora, y viéndose perdido apretó el gatillo que no estaba en posición de ráfaga. Salió un solo tiro. Fue suficiente para que los asaltantes, que iban disfrazados de deportistas, lo acribillaran en el acto. Así comenzó lo más parecido a una masacre.

TrenCita4Los asaltantes se subían a los asientos y gritaban arengas revolucionarias. A quien se atreviera a preguntar algo, lo amenazaban poniéndole los cañones de las armas en la boca. Menudo y bajito, el maquinista Rojas escuchó los disparos, se imaginó que los hombres estaban a un lado de la vía y aceleró la marcha. Del túnel 10 a El Encanto hay 20 minutos de trayecto. Nadie miró el paisaje. Todos trataban de moverse lo menos posible, aunque sintieran dolores horribles a causa de las balas o las orillas filosas de los asientos. Apenas el tren llegó a El Encanto los asaltantes corrieron a la estación, cortaron los alambres del telégrafo y rompieron los pocos muebles que allí había. Los empleados se convirtieron en prisioneros.

Los hombres y mujeres armados explicaban que eran de una organización clandestina, pero parecía que no hubieran ensayado bien el guión y confundidos de allá para acá –quizás habían ido más allá de lo programado–, pintaban consignas en los vagones. Ni en el nombre de la operación estaban de acuerdo. Algunos escribieron “Comando César Augusto Díaz”, otros “Operación Italo Sardi” –nombre que había sido usado en la fuga de los presos de la cárcel de Trujillo–; más adelante escribieron “Operación Olga Luzardo”. Era el nombre de una dirigente comunista que a veces ejercía de diputado suplente en el Congreso.

Antes de que pasara mucho rato, tres hombres armados subieron a donde estaba Rojas, y le ordenaron que desenganchara nueve de los vagones y se devolviera a Los Teques sólo con el vagón número 28. Un escalofrío le recorrió el cuerpo desde la cabeza hasta los pies. “El jefe –declaró Rojas–, parecía ser un sujeto alto, trigueño, que se protegía los ojos con lentes oscuros. Lucía una boina negra con un distintivo rojo”.

A los pocos minutos, el tren estaba nuevamente en la entrada del túnel 10. Antes de que entrara en el túnel, los asaltantes le pidieron al maquinista que se detuviera, y al hacerlo los vio saltar rápidamente hacia un rincón donde tres automóviles esperaban para la huida.

TrenCita3Eran las 12:15 cuando Martín Rojas llegó a Los Teques y le contó lo que había ocurrido al jefe de estación, Remigio León. Mientras éste se ponía en comunicación con los cuerpos policiales, le ordenó que se devolviera a El Encanto para trasladar a los heridos. Cuando el maquinista regresó, los excursionistas habían recogido en la vía a los muertos y heridos. Al llegar al Policlínico de Los Teques, el sargento Saturnino ya estaba muerto, igual que los guardias Melecio Crespo Torres y Cristóbal Felipe Velasco. Antes de que anocheciera murieron también los distinguidos Carlos Santiago Noguera y David Anzola. Oscar Evaristo, encontrado al fondo de un barranco con un balazo en la cabeza, se salvó de milagro, junto a Raúl Montilla, Hermes Parra y Salomón Viloria. A los heridos civiles también los acompañó la suerte.

Cuando la noticia salió en las emisoras de radio de Caracas ya era la 1 de la tarde y por la carretera de Los Teques llovía. El jefe de la Digepol del estado Miranda no sólo impidió a los periodistas tomar un vehículo que los llevara hacia El Encanto sino que ordenó romperles las cámaras a quienes tomaran fotos. A esa hora unos 500 policías ya tenían aislado todo el sector. Raúl Montilla, uno de los sobrevivientes, dijo que fue desarmado, pero que ninguno de los asaltantes llegó a dispararle. “Yo les pedí que me armaran para batirme con ellos”, declaró. Pero aquello no era un enfrentamiento. La única ganancia para los culpables de esta tragedia fueron diez ametralladoras y diez revólveres. Del asalto no hubo rastros. Salvo la sangre de los heridos.

***

Octubre, 1963

Demasiado tiempo lleva Venezuela conviviendo con esta historia, así como fue contada. Demasiadas, y muy importantes, fueron las consecuencias como para olvidarlo. El día del asalto al Tren de El Encanto, el presidente Rómulo Betancourt estaba fuera de Caracas. Los más altos militares de todas las fuerzas se reunieron en La Planicie, desde las 10 de la mañana hasta las 2 de la tarde del día siguiente. El lunes en la noche, frente a unos treinta periodistas, el ministro de Relaciones Interiores, Manuel Mantilla, anunció las medidas del gobierno que, amparadas en la ola de terror y desprecio que desencadenó el suceso, fueron recibidas como un destello de sensatez por los venezolanos. Menos por los parlamentarios del Partido Comunista de Venezuela (PCV) y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR).

Gustavo Machado (PCV) y Domingo Alberto Rangel (MIR) suscribieron la mañana del 30 un texto único, que salió publicado al día siguiente en algunos diarios capitalinos. En él repudiaban la acción de El Encanto, y eximían de toda culpa a sus partidos. Pero ya la decisión del gobierno había sido tomada, y era implacable: los hombres del PCV y el MIR eran, a su juicio, los culpables “intelectuales” no sólo del asalto al tren, sino de todos los “actos terroristas” que habían ocurrido en Venezuela desde 1960. Su inmunidad parlamentaria iba a ser allanada.

Esa misma mañana, relató Machado en su libro En el camino del honor, llamaron a la puerta de su casa. “Irrumpieron, ametralladora en mano, no obstante mis airadas protestas, diez o doce facinerosos. Se negaban a identificarse, repitiendo el que fungía de Jefe que eran órdenes superiores (…) Revolvían armarios y closets, rebuscaban afanosamente algo que no hallaban en ningún rincón o escondite (…) Mientras esto ocurría en mi casa, se perpetraban asaltos semejantes en los domicilios de Jesús Faría, Eduardo Machado, Jesús María Casal y Jesús Villavicencio. Y en todos los casos, la grosera y brutal intromisión de instalar esbirros armados en nuestros hogares, se calificaba con cinismo tortuoso de arresto domiciliario”.

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Confinados en sus hogares, los parlamentarios del PCV y el MIR esperaban ansiosos la decisión de la Corte Suprema de Justicia. El jueves 3 de octubre, El Nacional asomó, basándose en “fuentes confidenciales”, que la Corte declararía con lugar el allanamiento de los diputados y senadores en conflicto. En sus alegatos, los abogados defensores insistían ante los magistrados en la inconstitucionalidad de la medida. Con ésta se violaba el artículo 143 de la Carta Magna, que consagraba que sólo en caso de “delito flagrante”, cometido por un senador o diputado, la autoridad competente los pondrá bajó custodia en su residencia; de no ser así, los parlamentarios no podían ser arrestados, confinados, ni coartados en sus funciones. Pero al día siguiente, el anuncio de El Nacional demostró ser cierto.

El viernes 4, la página D–3 del mismo diario desplegó un aviso: “Venezuela dice no a los terroristas comunistas”. La imagen que acompañaba el texto era la de unas personas asomadas por las ventanillas de un tren, con una mancha de sangre a la izquierda. “Quienes quiera que sean, donde quiera que estén, destruiremos a los terroristas… El pueblo entero apoya las medidas tomadas para combatirlos”. Remitidos y anuncios como éste, ilustrados con fotografías al estilo de Crónica Policial, se sucedieron insistentemente en esos días. Rómulo Betancourt sabía lo que hacía: la opinión pública estaba a sus pies.

TrenCita2El 5 de octubre, el gobierno anunció que serían pasados a tribunales militares los parlamentarios del PCV y el MIR. Sin derecho a réplica, fueron internados en el Cuartel San Carlos, Faría, Eduardo y Gustavo Machado, Casal y Villavicencio. “La inmunidad parlamentaria no es prerrogativa que pueda usarse para fomentar la guerra, destruir la libertad, la paz y la estabilidad de las instituciones o desconocer el orden democrático”, declaró el ministro Mantilla, haciéndose eco de los lineamientos presidenciales.

La última palabra la tuvo Rómulo Betancourt en una alocución al país, una semana después del asalto al Tren del Encanto. Quebrantado, pero con la firmeza del político que se sabe vencedor de una lucha feroz por erradicar al comunismo de estas tierras, dijo que se encontraba en Puerto de Hierro cuando recibió “la infausta y dramática noticia de que habían sido fría y cobardemente asesinados cinco miembros de la Guardia Nacional y heridos mujeres y niños, en el tren que semanalmente lleva a personas de Caracas a pasar el fin de semana en Los Teques. Fue un asesinato insólito y extraño a toda la historia política del país. Los miembros de la Guardia Nacional fueron asesinados por la espalda, disparando sus asesinos cuando el tren pasaba por uno de sus túneles. Los miembros de la Guardia Nacional fueron asesinados por la espalda, disparando sus asesinos cuando el tren pasaba por uno de sus túneles. Los victimarios pintaron consignas, alardosamente retadoras, indicando que ese asesinato cobarde lo había realizado el Partido Comunista (…) En Venezuela la lucha contra los terroristas ha entrado en una etapa definitiva. El gobierno no pedirá ni dará cuartel”.

***

2 de julio, 1997

El asalto al Tren del Encanto no tuvo héroes sino culpables. A pesar de la distancia el tema sigue incomodando como una astilla en la carne. Los guardias nacionales se retuercen todavía cuando lo recuerdan. Y los artífices de la lucha armada se niegan a brindarle un espacio en su memoria, como si la historia pudiera ser rescrita eliminando de un plumazo sus incidentes vergonzosos.

Para la realización de este trabajo fueron consultadas diez personas –del bando de los “perdedores”– que tuvieron militancia activa en esa guerra que arropó todos los costados del país en los años sesenta. Ante las preguntas, la respuesta siempre fue esquiva: “Yo no sé nada”, “yo estaba preso cuando sucedió lo de El Encanto”, “Yo supe de la operación dos semanas antes, pero puras generalidades”, “Esa fue una acción estúpida”.

TrenCita1Guillermo García Ponce, miembro del aparato militar del PCV y en consecuencia directivo de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN) –brazo armado en el que coincidían las aspiraciones revolucionarias del PCV y el MIR–, sostuvo, como ha sostenido siempre, que la dirección de las FALN nunca ordenó que se ejecutara el asalto. Para él sólo dos explicaciones ocupan su cabeza cuando piensa en El Encanto: o fue una acción de un grupo anárquico, que actuó violando el Código de Honor de las FALN, o fue una acción propiciada por el gobierno –un acto de provocación–, para conseguir finalmente el allanamiento a la inmunidad de los parlamentarios que tanto deseaba Betancourt desde hacía mucho. Él mismo fue víctima de la medida cuando lo hicieron preso una semana después del arresto domiciliario a sus compañeros.

Otro entrevistado –ex guerrillero que trabaja hoy en el Ministerio de Relaciones Interiores–, declaró enfáticamente, después de ponerle sobre la mesa las hipótesis de García Ponce: “No le crea a quien le diga que el Asalto al Tren de El Encanto no fue una acción de las FALN”. El tema, sin duda, tiene sus bemoles.

Sólo en una cosa coincidieron las personas consultadas: el nombre de Teodoro Petkoff debe ser borrado de este relato. Nadie sabe nada, sólo saben que el actual ministro de Cordiplan ha sido difamado al involucrarlo en el reparto de los “culpables”.

***

Última hora, 21 de julio

Esta crónica terminaría aquí, si poco tiempo antes de cerrarla no hubiese aparecido, con sus ojos azules fulminantes, Luis Correa. Cineasta y escritor, en medio de una atmósfera de confesionario, es el protagonista de este diálogo. Gracias a él, muchas preguntas encontraron su respuesta.

–La operación del asalto al Tren del Encanto fue organizada por una Unidad Táctica de Combate (UTC) de la Brigada No 1, de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN). Recibimos la información de que iban a ser trasladadas unas armas en ese tren, y la brigada planificó la operación de forma tal que hubiesen el menor número de lesionados. Para el efecto se colocaron hombres y mujeres combatientes en ambos extremos de los vagones, de manera de poder neutralizar la actividad de los guardias que también iban repartidos en los vagones. En un momento determinado, a uno de los compañeros se le cayó un arma, y un guardia lo vio. Ahí empezó todo.

–¿No estaba previsto el enfrentamiento?

–No, no estaba previsto. Fue realmente un lamentable error. Al final no hubo ningún traslado de armas. Fue una operación fallida. Se tomaron diez sub ametralladoras Madsen, y un par de revólveres.

–¿No eran esas armas el objetivo?

–No, el objetivo no eran las armas que llevaban los guardias, sino las que supuestamente estaban siendo trasladadas en el tren. En todo caso, se levantaron doce armas, con el lamentable resultado de cinco guardias muertos. Por la parte nuestra no hubo ningún herido grave. De resto, nada más. Después vinieron las consecuencias: esta acción desencadenó una violenta ofensiva política por parte del gobierno.

–¿La operación estaba autorizada por el alto mando de las FALN?

–Plenamente.

–Entonces los que hoy dicen que nada sabían sobre El Encanto…

–Hoy se dicen muchas cosas. Por eso yo llamo a ese período como el espejismo de la revolución. Hoy es muy fácil no asumir las responsabilidades de lo que pasó hace treinta años. Es muy fácil decir que fue una “operación por la libre”, como se decía en aquel entonces.

–Hoy todavía se dice que fue un grupo anárquico que actuó sin el consentimiento de las altas esferas de las FALN.

–Eso no es verdad.

–¿Teodoro Petkoff tuvo que ver con El Encanto?

– No. En absoluto. Eso no quiere decir que Teodoro no tenga sus méritos en otros campos, pero esta operación en particular, y con esta Brigada en particular Teodoro no tenía nada que ver.

–¿Y Guillermo García Ponce?

–Guillermo sí, porque él era miembro de las FALN y por lo menos estaba enterado.

–¿Cuántas personas realizaron la operación?

–Siete.

–¿Mujeres y hombres?

–Creo que dos y cinco.

–¿Es cierto que la tarea de las mujeres era entretener a los guardias?

–No. Esa fue una acción muy violenta, y creo que se desarrolló en muy pocos minutos.

–¿Es cierto que se desarrolló justo en el momento de oscuridad absoluta, cuando el tren iba atravesando el túnel 10?

–Saliendo del túnel.

–¿Qué no se ha dicho sobre El Encanto que crea importante decir en este momento?

–Esa operación se bautizó con el nombre de “Toribio García”, un combatiente muerto. De resto no hay nada extraordinario. Fue una operación, desde el punto de vista militar, sencilla, de rutina, como hubo tantas. Todo estaba planificado para que nadie cayera preso. Desde el punto de vista militar fue un éxito, aunque desde el punto de vista político haya sido un error, visto ya retrospectivamente.

–En El Nacional del 12 de octubre de 1963 apareció un anuncio del MRI en el que se decía que habían sido identificado dos de los asaltantes del tren: Eliobardo Pérez (a) Elio, y Andrés Delfín Rodríguez.

–Ninguno de los dos participó en la operación. Ellos eran combatientes, pero no tuvieron nada que ver con El Encanto. Estuvieron presos en el San Carlos sin tener nada que ver con eso. Supongo que había que justificar cierta eficacia judicial, pero ellos fueron dos chivos expiatorios. Posteriormente cayeron presos otros combatientes que estuvieron en el Tren del Encanto, pero por delaciones o por otras actividades.

–También salió en esos días “Se busca vivo o muerto Máximo Canales”.

–Tampoco tuvo nada que ver con el asalto. Él era de una brigada del MIR.

–¿La operación fue posteriormente revisada?

–¿Autocríticamente? Sí, se vio el error que se había cometido.

–¿Y cómo definiría el error?

–Como un mal trabajo de inteligencia, que condujo a ese infausto resultado. Era mentira que había una caja de armas en el tren. Sin embargo, para aquel entonces diez ametralladoras eran diez ametralladoras, más dos revólveres, más cuatro peinillas…

–Se dice que mataron a los guardias por la espalda.

–El dispositivo se había colocado de manera que los guardias quedaran encerrados entre dos fuegos. Y un hombre entre dos fuegos o muere por delante o muere por detrás.

–¿Los miembros de la unidad iban en un vagón concreto?

–No, iban dispersos en varios vagones, igual que los guardias, a quienes hubo que irlos sometiendo rápidamente, vagón a vagón.

–¿Aparte del costo político, qué otras consecuencias cree que tuvo la acción de El Encanto?

–Sirvió para unificar a la Guardia Nacional. Como todo en la vida, El Encanto tuvo sus partes negativas y positivas. Al gobierno le sirvió. Ahora, si se juzga sólo por el número de muertos, habría que preguntarse ¿cuántos muertos hubo en Puerto Cabello o en Carúpano?

–Pero allí se entiende que hubo enfrentamientos.

–Aquí también. Sui géneris, pero fue un enfrentamiento.

–¿Los guardias nacionales llegaron a disparar?

–Por supuesto, pero no lograron herir a nadie. Incluso se combatió en las partes exteriores al tren, en los andenes, para evitar heridos civiles… Lo que pasó en El Encanto fue tan sencillo como se lo estoy contando. Claro, después adquirió un ribete político insospechado, acorde a los objetivos del gobierno. Mezclaron a Canales, mezclaron a Teodoro, mezclaron a todo el mundo, pero esa acción la hizo una UTC normal, ni siquiera fue una brigada extraordinaria. Desde entonces alguien señaló a Teodoro, pero es que han podido señalar a García Ponce, o a cualquier otro. Siempre se busca la descalificación del contrario. Y eso es normal dentro de las reglas del juego de la guerra. O de la guerrita, como queramos llamarla. Una guerra que costó bastantes muertos, y bastantes equivocaciones de parte y parte.

–Y usted, ¿cómo ve esa guerra hoy en día?

–Uno de sus problemas graves fue que a la dirección política del PCV -no quiero emitir juicios sobre el MIR- le faltó una cosa que se llama “decisión de partido”. Ellos jugaban a la guerra en un sentido, pero no tuvieron la decisión de enfrentar el problema en toda su magnitud. Era un juego dual, entre la guerra y la paz. El buró político tenía unas ideas, que tampoco transmitía; no estaba de acuerdo con la lucha armada pero a su vez la aupaba. Una contradicción flagrante, que fue una de las causas fundamentales de la derrota. Nuestra derrota fue, básicamente, una derrota política. No quiero decir con esto que la derrota política o militar sea más importante una u otra, sino que una vez que un movimiento está derrotado políticamente, sobran los fusiles.

–¿A su juicio, el asalto al Tren del Encanto fue determinante para perder el apoyo que ustedes tenían en un sector de la población?

–Tanto como aquella fotografía de un cura agarrando a un soldado herido en Puerto Cabello. El Encanto impactó a la opinión pública, y manejada con todos los medios que tenía el gobierno a su alcance, causó una erosión. Ahora, todo eso hubiese sido transitorio, si hubiésemos hecho otras cosas positivas. El Encanto no se puede ver como hecho aislado; en todo caso la población no le prestaba atención ni al gobierno ni a nosotros. El gobierno iba por un lado, nosotros por otro, y las masas por otro.

–¿Entonces las masas no eran sensibles a esa lucha?

–No, si lo hubiesen sido, hubiésemos ganado. Pero tampoco eran sensibles al gobierno, que ganó las elecciones con Leoni y después las perdió con Copei. Por una operación no se puede juzgar una etapa en la vida histórica de un país. El Encanto fue una operación irrelevante. Se hicieron muchas otras de más envergadura, donde hubo más muertos, y no pasaba nada. Hubo errores de parte y parte. El gobierno también cometió bastantes barbaridades. Unas se sabían y otras no. Muchas no se saben todavía. En una etapa de enfrentamiento entre dos fuerzas, una grande y otra pequeña, cabe todo. El gobierno escribió la historia, porque fueron los vencedores. Pero la historia siempre se está reescribiendo, sólo hay que tener la paciencia para seguirla leyendo.

–¿Cuándo cree usted que fue la fractura decisiva de la izquierda venezolana?

–En octubre–noviembre de 1963. Pero no por El Encanto, sino por las elecciones.

–Señor Correa, ¿en qué brigada estaba usted?

–Yo era el jefe de la Brigada No 1.

–¿Y todo lo que me ha dicho lo puedo poner con su nombre y apellido?

–Totalmente. Yo asumo mis riesgos, y mis responsabilidades. ¿Qué me van a cobrar? ¿La vida?

***

Luis Correa falleció de enfisema pulmonar a la edad de 73 años el 25 de marzo de 2010. Ha sido el único cineasta venezolano en ser encarcelado por una película, luego de haber dirigido la polémica Ledezma, el caso Mamera (1981), la primera de las únicas dos cintas prohibidas por tribunales –la otra fue El Inca, en tiempos del chavismo.

También dirigió Se llamaba SN (1978) y La matanza de Santa Bárbara (1986). Como autor, su primer libro fue Fal Brigada Uno, un testimonial de las guerrillas en Venezuela. Durante el gobierno de Hugo Chávez, se desempeñó como Jefe de Seguridad de Petróleos de Venezuela (Pdvsa).

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