Política

Tras el Frank Underwood venezolano

La política venezolana hace que las situaciones de House of Cards, la serie de Netflix, se vean hasta pequeñas en comparación, con un Frank Underwood sin Constituyente plenipotenciaria. Un pelele en comparación con quienes manejan por completo un país petrolero dominando casi todas sus instancias institucionales, o destruyendo u obviando a las que escapan de sus garras

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El enemigo externo. La lucha del poder por el poder. El desprecio a la alternabilidad. El gusto por el nepotismo. El uso de la propaganda negra. El desprecio por el contrario. Las alianzas circunstanciales, efímeras pero interesadas. El abandono al que dejó de ser útil. Una mujer moviendo hilos del poder.
Cualquiera que lea ese conjunto de elementos pensará que se trata de un retrato de la política venezolana, de la revolución bolivariana, de las intrigas palaciegas de Miraflores, la historia reciente de un régimen político concentrado en seguirlo siendo. Pero no, se trata de los elementos integrados a la fórmula de House of Cards, la serie de Netflix que publicó los episodios de su quinta temporada este 30 de mayo.
Un nuevo ciclo que muestra el resultado del cambio en la dirección creativa del programa. Adiós Beau Willimon, hola Melissa James Gibson y Frank Pugliese quienes retoman los mejores elementos de las primeras dos temporadas –el foco en la política y la inteligencia maquiavélica de los personajes en desmedro de los relatos interiores y más emocionales– y aprovechan el mejor legado de su antecesor, el Plan de la Patria de Willimon resumido en una escena de 2016: Claire Underwood (Robin Wright), la primera dama, mirando fijamente a cámara por primera vez y rompiendo para siempre su cuarta pared.
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Una serie escrita y que comenzó su proceso de producción antes de que Donald Trump pisara la Casa Blanca en Washington ya no como invitado sino como inquilino. Unos capítulos para la era Trump, pero pensados antes de la era Trump. En 2017, además, la ficción ha dejado de ser considerada como “exagerada” frente a un gobierno –el norteamericano– donde el abuso de poder es patente, el bullying político es cotidiano y la sorpresa se va quedando fría ante el ritmo de los escándalos.
Pero Venezuela se escribe desde el futuro con tramas aún más insólitas. Y no de ahora. Es el país gobernado por Maduro, cuyos sobrinos están condenados por tráfico de drogas; los magistrados despojan del poder al Parlamento electo; se vive en estado de excepción continuado por año y medio aunque el coto legal es de seis meses; el Vicepresidente y varios ministros son acusados de negociar estupefacientes; una ex magistrada es pillada en el principal aeropuerto internacional del país viajando con un presunto narcotraficante que llevaba casi un mes en el territorio y no había sido encarcelado a pesar de tener alerta roja y orden de captura; el asesino de una periodista que portaba chapa policial escapa del país y confiesa su crimen desde otras fronteras para luego regresar a Venezuela y pasearse con su cara bien lavada; un niño se cae en una alcantarilla que lleva cinco años rota y con muchas peticiones para ser reparada y desaparece junto a su madre que se lanzó a buscarlo; la niñera de los hijos de un ministro viaja armada a otro país en un avión oficial supuestamente para llevarle unos papeles…
Ni Beau Willimon, y ni siquiera Aaron Sorkin, tienen una mente que produzca esa ni otras situaciones con las que a diario lidian los venezolanos. “Tenemos muy malos actores pero unos guionistas mucho más crudos, más vehementes”, dice el politólogo Nicmer Evans. El diputado Miguel Pizarro cree que en el país “cuando crees que sabes la trama algo cambia; nosotros tenemos acá a Orwell y Asimov aparte de los de House of Cards”. Pero el politólogo Guillermo Aveledo Coll pone un tanto de seriedad: “Aquí nadie actúa, y la sangre que corre no es maquillaje. Debemos percatarnos que esto es dramático, pero no es ficción.
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El también profesor de las universidades Central y Metropolitana, asegura que la política venezolana es “un mundo lleno de ambición, crueldad y violencia que sorprende hasta a los más cínicos”, mientras que el programa de televisión “es un culebrón, una fantasía lúdica de alguna mente autoritaria, por lo cual ilustra bien esas conductas amorales; aunque, cuidado, deshumanizar al villano (y Frank Underwood lo es) nos da la fantasía de creer que los humanos ‘normales’ seríamos incapaces de las bajezas de nuestros enemigos”.
Saab sostiene que «el complejo militar-cultural-trasnacional industrial de EEUU supera la ficción. Ellos son un laboratorio propio en sí mismo para sus afanes de mantener dicho imperio, el más poderoso de la Tierra. Mas allá de la transculturizacion que hace su labor de lavar cerebros e implantar falsas realidades desde Estados Unidos hacia las naciones de Latinoamérica y el mundo, con el fin último de la dominación de antivalores para domesticar a los pueblos, donde los movimientos contraculturales estadounidenses de hippies, pacifistas, juveniles de izquierda de los años 60 que quisieron rebelarse frente a eso fueron infiltrados y exterminados; ellos son ellos y nosotros somos nosotros».
Pizarro es asiduo del seriado de Netflix, pero reconoce la distancia entre el drama y la realidad, especialmente en estas fronteras. “Creo que algunas similitudes se pueden ver más en el gobierno: un Presidente que cree que la democracia está sobrevalorada, el uso de cualquier herramienta para mantener el poder y el uso de la inteligencia de datos e información para buscar moldear conductas”. En otra acera, Nicmer Evans, quien aún se define como chavista pero adversa al Ejecutivo, asegura que en Miraflores se evidencia una “intencionalidad pragmática de preservación del poder por el poder mismo, y eso es uno de los elementos que puede coincidir con el espíritu de la serie”. Pero va más allá: “Creo que algunos asesores del gobierno de mediano rango están influenciados por esa vocación generada desde el punto maquiaveliano de la serie, con el marketing político”.
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La obsesión por el poder, una capaz de imponerse a todo escrúpulo, guía a Frank Underwood quien, además, “desprecia a quienes no tienen esa misma visión, como a quienes valoran más el dinero o el sexo”, dice Carmen Beatriz Fernández, directora de la firma Dataestrategia. Es un “animal de poder muy bien logrado, que tiene sus análogos en Venezuela”, agrega. La magister en campañas electorales, con amplia experiencia en la política “de verdad”, cita sin embargo una diferencia fundamental: “Muchas de las cosas que pasan en Venezuela jamás podrían ocurrir en la serie, pues ella se basa en la política corrupta o cómo la política se corrompe, pero en un marco de acción donde las instituciones están separadas, tienen sus funciones y sus espacios de juego; donde Frank busca evitar las actuaciones de un sistema donde el poder está legítimamente separado”.
La producción protagonizada por Kevin Spacey y Robin Wright, que en su quinta temporada los enfrenta electoralmente a Joel Kinnaman (en el personaje Will Conway), es, a juicio de Aveledo, una representación pobre de las democracias organizadas “donde el autoritarismo arquetípico de Frank y Claire Underwood es muy caricaturesco, y no muy didáctico, porque desmerece la ideología y los intereses sectoriales como fuente crucial de diferencias. Todo depende de la personalidad de las figuras, y eso puede confundir”. Evans coincide, y pide tener cuidado con tomar “aprendizajes” del drama pues “su objetivo es visibilizar la crudeza de las prácticas de la política con una visión muy pragmática”, a menos que sea justamente eso lo que alguien busque explorar con una gran dosis de “preservación ética”.
El defensor del pueblo Tarek William Saab cree que el seriado solo proyecta “la dinámica política de la traición de unos contra otros, de la ambición desmedida de poder (incluso de la esposa del protagonista contra su propio marido); de la inmoralidad exacerbada, etc. Nada es edificante con los antivalores. De allí no hay nada que aprender sino entender que la política es un servicio público para auxiliar al prójimo, para apoyar las causas nobles y justas. Nada de eso enseña esa serie”.
Pizarro juguetea más, y se atreve incluso a enumerar algunas enseñanzas: “Primero, que los chinos y los rusos siempre están metidos en los rollos de los demás; el dinero y las armas los mueven. Luego, que hay quienes rezan por ser gobierno por siempre sin que se dé un solo voto por ellos. Y que un parlamento con competencias puede cambiar una historia”.
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Henrique Capriles no ve la serie. Julio Borges tampoco. María Corina Machado nunca le ha dado play. Maripili Hernández no se ha asomado ni al primer capítulo. Héctor Rodríguez y Víctor Clark tampoco hablan de ello. Tarek William Saab confiesa haber visto algunos episodios de 2016 solamente, y perderle la pista después. Guillermo Aveledo justifica: “Están haciendo cosas más importantes, sin duda”.
«Esa serie la he visto ocasionalmente, de forma fragmentada, y los pocos capítulos vistos pretenden describir al estilo ‘hollywoodense’ una sodoma y gomorra del siglo XXI a lo yanqui. No le veo similitudes con Venezuela, pues la trama es típicamente ‘gringa’, escrita y adaptada para ese gran público estadounidense que se mimetiza en ese submundo de asociar la política con los antivalores de la depravación, el crímen, la deslealtad, el consumo de drogas, la institucionalización del chantaje, la extorsión, etc», dice Saab. El exgobernador de Anzoátegui afirma que «la dinámica política en Estados Unidos, de los tiempos de Nixon-Kissinger hacia acá, ha sufrido de esas mutaciones».
Carmen Beatriz Fernández no sabe si es buena o mala señal que el liderazgo nacional no se pegue a esa pantalla. “La vida real es mucho menos turbia de lo que muestra la serie. Los políticos de verdad suelen ser más escrupulosos y más motivados por el deseo de lograr cambios y hacer cosas, aunque el poder sí sea una constante y el común denominador. La política no es tan sórdida como en ese programa, ni tan idealista como en los libros de texto”.
Eso sí, muchos nombres de la política venezolana encuentran en algunos momentos de los episodios lustrosos espejos. Hay paralelismos muy claros, “tantos que sería indiscreto mencionarlo, especialmente porque no estamos en una democracia. Salvo en la influencia de los dineros externos a la política: aquí la corrupción es centrífuga, no centrípeta, desde el Estado-PSUV”, apunta Aveledo.
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Miguel Pizarro asoma que “pareciera que hay varios (Doug) Stamper por ahí sueltos. Y estoy seguro que Raymond Tusk es la versión en ficción de un enchufado local”. El diputado incluso va más allá al afirmar que “Cilia manda más que Claire”. Justamente ese matrimonio presidencial venezolano es el que produce la analogía más interesante para la directora de Dataestrategia, pues el de los Underwood de ficción es uno donde “el poder es la base fundamental de la unión” que sirve de marco para comparar a los Maduro-Flores donde “la que es un animal de poder es Cilia, como se ha visto en sus acciones, incluso más que el Presidente”. La Primera Dama, que comandó la Asamblea Nacional por un lustro, ha sido señalada de seleccionar a una ficha suya como Contralor General, querer imponer a su comadre como Fiscal General –sin éxito– y haber tenido voz y voto en la definición de varios magistrados del TSJ.
Nicmer Evans pone el ojo en otra dupla, la de Nicolás Maduro y Diosdado Cabello. Este último, a su juicio, “quizá puede ser el que más puede tratar de emular los principios de Underwood”.]]>

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